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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

La democracia como Estado

16 de septiembre de 2016 - 00:00

Hay que decir que, como sociedad de opinión, somos muy alegres al  momento de lanzar palabrotas como “democracia”, “dictadura, “fascismo” y  las más sofisticadas como “fascistoide”, “autoritarismo clientelar”, y cualquier otra descripción que pueda reproducirse en 140 caracteres.

Ahora, Anne-Dominique Correa, la hija del presidente Correa, publicó un artículo en tres partes (eran tres hasta ayer) sobre el arte de descalificar democracias. Mientras gran parte de la discusión se ha centrado en las implicaciones de que la hija del presidente publique en un medio público sobre los avances democráticos y se refiera al país que su padre gobierna, este artículo no es sobre eso (que es un tema importante, pero que gracias al estado de las cosas, se ha vuelto insoportable de debatir, de lado y lado).

Esta es un crítica sobre lo que implica medir la “calidad de la democracia”. Puede ser leído como una crítica a A.D. Correa, al gobierno o a la oposición. Cualquiera de esas apreciaciones estaría bien. Porque todo la discusión sobre la “calidad de la democracia” escapa del  debate sobre qué significa la democracia y qué podemos esperar de ella,  algo que pocos se han detenido a (re)pensar (César Montúfar sacó hace  poco un libro donde toca en parte el tema; pero un monólogo no es un  debate).

Los grandes debates del siglo XX, por lo menos los grandes  debates en la academia del norte, revolvían alrededor de la capacidad  que tenía la democracia de crear desarrollo económico. 50 años de investigación después y muchos resultados contradictorios sobre esta capacidad dejaron más dudas que certezas. Entonces se volcaron a cuantificarla a través de parámetros que determinaban el grado de democracia en un país. De esto nace Freedom House (FH) y The Economist Intelligence Unit of Democracy (y el Índice de Desarrollo Democrático de América Latina). Estos índice esencialmente crean parámetros que se basan en sus expectativas normativas sobre la democracia y, por lo tanto, terminan midiendo esas expectativas más que la democracia en sí.

Para FH, por ejemplo, los ciudadanos en Estados Unidos son libres. Son libres para votar, son libres para asociarse, son libres para expresar sus opiniones en público, y son libres para crear partidos políticos. Pero casi la mitad no vota, la opinión pública es solamente libre cuando está patrocinada por intereses privados y nadie forma partidos políticos  nuevos. ¿Son libres? Como dijo Rosa Luxemburgo: “el problema no es ser  libres, sino actuar libremente”. Pero claro, FH no mide esto.

Popper y Bobbio dijeron que “la democracia es un sistema que evita que nos matemos los unos a los otros y eso es suficiente”. Siguiendo la línea minimalista de Pzreworski, la democracia es un sistema que permite generar otro tipo de expectativas. Es un sistema donde los conflictos sociales son mediados por un proceso donde cada cuatro años hay elecciones. Entre elección y elección hay perdedores, algunos como resultados de las elecciones, otros como resultado de las políticas de los ganadores. Entonces los perdedores esperan su turno, que saben que llegará y esta capacidad de crear horizontes intertemporales genera paciencia y paz (en el sentido que nadie se mata, sino espera paciente a las próximas elecciones). Mientras hay una serie de especificaciones sobre el acceso al voto y la justicia del voto, esto es lo máximo que podemos pedir en cuanto a nuestra catalogación de democracia. Si Cynthia Viteri, “opositora a este gobierno desde el primer momento”, piensa que  va a haber segunda vuelta en el 2017, entonces es una paciente perdedora que cree en que la democracia de dará su oportunidad de gobernar.

Con esto no quiero decir que no podemos medir la calidad de la democracia. Lo importante sería sopesar su validez. Pero si estamos midiendo expectativas normativas, estamos midiendo ideologías, y transformando estas medidas en herramientas geopolíticas para forzar  metas institucionales y políticas en varios países, basados en  parámetros que no sabemos si funcionan para alcanzar bienestar (y libertad) universal.

Tampoco quiero justificar o reivindicar el discurso oficial sobre los valores de este “proceso democrático revolucionario ganado en al urnas”, o resaltar “los avances democráticos” de la última década. Esa es otra conversación, harto debatible. Lo importante es plantear esa conversación dentro de cómo lo que se hace permite que los perdedores del proceso democrático lleguen y tengan acceso a las elecciones en igualdad de condiciones. En una carta a los trabajadores soviéticos en 1919, Lenin dijo que “la democracia burguesa es solo una forma específica de dictadura burguesa”.

Si la democracia es un sistema universalista, a lo mejor debemos medir su calidad enfocándonos en los recursos que diferentes grupos traen al sistema. En estas condiciones desiguales, donde el dinero se transforma en poder políticos (que se vuelvo indispensable para el poder económico), habría que ver si encontramos esa calidad que se presenta tan esquiva. Y de paso juzgar a este gobierno con esa vara. (O)

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