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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Aventuras urbanas entre ciudades

19 de julio de 2017 - 00:00

El último viaje interprovincial que hice fue a la ciudad de Riobamba. Tengo algunas anécdotas, por ejemplo, cuando le pregunté a la persona que me vendió el boleto si es que los buses iban a una velocidad aceptable. Cómo olvidar su respuesta:

-Señito, cuando le llega la hora, más aunque sea estando en su casa le puede pasar cualquier cosa. Y hasta cierto punto, así es. Sin embargo, hay sitios del mundo en donde la hora le llega a la gente de otras maneras, no sé si mejores o peores, simplemente diferentes.  El viaje a Riobamba fue placentero, a pesar de ocurrir durante la noche. La unidad de la compañía Santa (y si digo el nombre es porque pienso que merece ser mencionado) se desplazó a una velocidad aceptable, por el carril adecuado de la carretera; quien iba al volante sabía que no era la rencarnación de Juan Manuel Fangio, sino un servidor público: el conductor de una unidad en donde la gente estaba muy interesada en llegar a su destino y no a su hora final, al menos no en ese bus, o tal vez no estaba dispuesto a colaborar con el plazo postrero de nadie. Había una azafata muy amable, y lo único realmente deplorable fue la segunda película que pasaron, que no tomó para nada en cuenta la presencia de menores de edad en el vehículo; pero bueno, nada es perfecto en esta vida.

Llegué a Riobamba feliz y agradecida al notar un cambio en el transporte interprovincial de mi país, pero hoy veo que corrí con suerte. Pues hace pocos días ocurrió en nuestras vías un siniestro que parece haber salido de la imaginación del gran Stephen King.

No procede aquí entrar en detalles morbosos respecto del accidente que enluta ahora al país todo. Bastan las cifras: veintiséis heridos y catorce fallecidos de la peor manera, calcinados. Más allá de que haya sido o no su hora, la pregunta cae por su propio peso: ¿es justo? ¿Es justo que circule por nuestras vías, llevando vidas humanas, un vehículo público interprovincial que no ha aprobado la correspondiente revisión vehicular, vaya una a saber los motivos? ¿Es justo que esa unidad, ya de por sí viciada por lo anterior, sea conducida por un hombre que acumula cincuenta y dos infracciones y nadie sabe por qué sigue conduciendo no una bicicleta, no una moto (ya eso sería bastante peligro), no ni siquiera un taxi, sino un bus de transporte interprovincial? ¿Es justo que catorce familias sufran el terrible trauma de saber que sus seres queridos fallecieron en medio de un espantoso sufrimiento por culpa de la impericia y de la irresponsabilidad de esa compañía y de esa persona?

No es la primera vez que en Ecuador sucede este tipo de cosas. En el récord mundial de accidentes de tránsito no bajamos del cuarto puesto, y a veces creo que incluso hemos ocupado el primero. Basta manejar media hora en Quito para saber que no es precisamente por causa de la mala suerte o porque el destino así lo ha querido. Es porque al volante se manifiestan los peores complejos psicológicos del ecuatoriano promedio: prepotencia, quemeimportismo ante el bien común, viveza criolla, imprevisión y un vasto etcétera que ha costado la vida de decenas de miles de personas que lo único que querían era trasladarse de un lugar a otro. Y llegar.

En alguna parte del Evangelio existe una frase que se puede aplicar a los causantes de este tipo de tragedias, evitables tan solo con un poquito de buena voluntad de todas las partes: “Más les valdría no haber nacido”, y sí, más les valdría, a ellos, y a nosotros que ellos no nacieran, claro está. (O)

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