Escribir con el ojo   Quito es sobre todo un problema del ojo. Un ojo “educado”, un ojo bien comportado, un ojo pendejo (un “pendojo”), encadenado a ciertas reglas, a ciertas creencias, a cierta noción clásica de la realidad y belleza apenas otee la sombra, que sus erguidos edificios arrojan sobre el resto de la ciudad (sobre esos barrios famélicos, a los que brindan sus espaldas), se espantará. Preferirá abandonar la mejilla de su dueño y secarse en lagañas, antes que insistir en esas imágenes contradictorias, llenas de locura y ambigüedad que conforman esta urbe.   O, sin llegar a tal extremo, se resignará a mirar sin ver, convivirá con tales manifestaciones pero sin querer entenderlas. Se impondrá un límite, un horizonte, cercado por un tipo de valores y por un tipo de prejuicios, pues para este ojo “el otro lado de las cosas” no existe.   Mirada inocente no estará preparada para recorrer terrenos problemáticos, no estará apta para superar el mundo convencional en el que se le ha exigido moverse. Demasiado limpia y cristalina carecerá del fuego, del valor y de la duda punzante que se necesita para levantar el velo, para levantar la “puerta Lanfor” que nos lleve a las entrañas subterráneas de esta ciudad babilónica y prohibida, y solo así escuchar su música de cañerías: esos balbuceos esquizoides saliendo de las bocas de esas dementes redomadas que circulan por La Plaza del Teatro; esas exclamaciones religiosas de esos íngrimos tullidos que se arrastran por Santo Domingo; esas propuestas indecorosas en los ojos de los travestis que se falcan en las esquinas de La Mariscal. Vamos, que una mirada domesticada no nos permitirá observar the dark side.   Y es que, precisamente, lo que se nos exige para “ver” a la ciudad es un ojo salvaje, un ojo en opulencia, una transvaloración de la mirada. ¡Qué digo ojo! Lo que se requiere es multiplicidad de ellos y de perspectivas, pues la pluralidad de la realidad que necesitamos entender nos lo reclama.   El ojo tendrá que readaptarse, transformarse, asumir una función distinta a la que cierta tranquilidad venida de creencias y valores firmes le tenían acostumbrado: el ojo deberá adquirir una función crítica, creativa.   Lo esencial, lo establecido contradicen la manera en que se ha venido “estructurando” nuestra ciudad. El discurso moderno, el que pretendía una “ciudad ordenada” a imagen y semejanza de las metrópolis europeas, no fue sino “una ilusión”. Su reduccionismo, ante el desproporcionado y atropellado crecimiento de la Franciscana Ciudad de Quito, ahora es caduco.   ¿Pero quién puede tener esa mirada múltiple? ¿Quién es ese Argos que nos evidencie los secretos de una ciudad taimada y reprimida como la nuestra? ¿Quién tiene la llave de esa Lanfor? ¿Quién escribe con el ojo?   Entonces, aparece el artista. Aparece el escritor. Es un ladrón: viene a rebuscarle los bolsillos a nuestra ciudad, a sacarle todo lo que guarda, todo lo que oculta. A cogerla del cuello, a empujarla contra el muro y a decirle: “Soy Huilo Ruales Hualca. Ahora sí, dime ¿Qué eres? ¿Quién eres Quito?”   “Necesidad impulsiva de escapar del escenario de su sufrimiento, rechazo social por su nuevo estatuto de huérfano, se abre una distancia entre él y el mundo (...)”.La otra orilla   Tras la muerte de su padre, y quizá para dejar aires cargados y tristes, el adolescente Wilson (Huilo) Ruales Hualca, llega a Quito para continuar sus estudios de secundaria en el colegio San Gabriel. Ibarreño de nacimiento, experimentará esa sensación de ver abrirse una ciudad, la de los sesenta, que de alguna u otra forma no le pertenece, pero por la que, sin embargo, se sentirá fascinado.   El escritor da testimonio de las razones que lo impulsaron a alejarse de su tierra natal: “Ibarra representa la muerte de mi padre. Es algo indisoluble. Ibarra no es un punto geográfico ni una aldea. Es un laberinto oscuro en la memoria. Todo es negro. Hasta sus casas blancas son negras”(1).   La muerte del padre es un acontecimiento decisivo en su encuentro con la ciudad de Quito. En su cuento por que vos eres enormemente la novela, de su segundo libro, loca para loca la loca(2), evoca con estas palabras el hecho de orfandad: “No. Contigo me fluye y me posee una tristeza de niño defraudado, ese lento aguijón que a raíz de la muerte del padre —el inmortal— se ha hospedado en mí, más bien dicho se ha apropiado de mí hasta yo ser carne de su carne”.   Necesidad impulsiva de escapar del escenario de su sufrimiento, rechazo social por su nuevo estatuto de huérfano, se abre una distancia entre él y el mundo: entre las dichosas y normales personas de bien y este muchacho de 14 años se produce una grieta, nace un desencuentro.   Es, entonces, cuando aparece Quito. Una ciudad cuya carta de presentación, en esa época, es esa “mastodonte” (como llama en uno de sus cuentos a la Terminal Terrestre) que, casualmente, la parte como con un hachazo: por un lado, una ciudad en la que se levantan edificios barrios residenciales, centros comerciales (cubiertos por el aura lumínica del progreso); y, por otro (oscurecida por la indiferencia de un proyecto excluyente) esa otra parte de la ciudad que llamaremos los otros Quito, los kitos infiernos (así con minúscula, como hace el autor).   Difícil precisar, cómo actúan los vasos comunicantes y su conexión simbólica en los acontecimientos e interrelaciones (sujeto-ambiente) que forjan un escritor en ciernes, pero lo que no nos parece, coincidencia, es que estos hechos determinen de alguna forma, consciente o inconscientemente, su estatuto de disidente del mundo de los felices y normales.   De este modo, Huilo Ruales, parece inclinado, no solo por conciencia política o social, a identificar su drama con el de esas personas que la injusticia de un proyecto social ha marginado, ha apartado y ha excluido. Esos seres, que en su literatura representan monstruosos y “anormales”, son de alguna u otra forma él, pues él también se siente un outsider. Tomemos la descripción que hace de uno de los personajes de sus cuentos para demostrarlo:   “Nada hay más monstruoso que salir a la calle y ver a la gente moviendo sus dos brazos. Dos culebras colgando del cuerpo y que se mueven con una independencia asquerosa. En el lado derecho tengo un muñón y en el izquierdo un brazo común y corriente que culmina en una mano. Al contrario de lo que se piensa —y han pensado algunos ilusos de mí— cuando advertí mi diferencia no me sentí anormal, insuficiente, minusválido. Un escalofrío inolvidable me tiró a la radiante y aterradora constatación de que me encontraba en un mundo que más bien era un charco de monstruos”.(3)   “El tono de este relato, un tono de una intensidad inusitada en nuestra literatura, responde al del desvarío, al del delirio”.Mundo como “charco de monstruos”, el infierno será precisamente esa relación imposible, entre la bienaventuranza de los que entran en la normalidad y superviven en la claridad aureática del progreso, y el malditismo de aquellos que están condenados a la sombra y a la decadencia.   Así, en el fondo, aunque Quito es una ciudad refugio, que lo acoge como un libro abierto, también es ese padrastro extraño del que siempre nos distancia algo. Esa “otra orilla” que solo podemos percibir de lejos; esa distancia imposible, pero necesaria para que nazca la literatura.   El sentimiento de pérdida, la soledad, la sensación de no pertenencia serán los tonos principales de su obra. El destino de escritor le ha abierto las puertas de una ciudad llena de migrantes, de refugiados, de marginales; de una ciudad que es el mismo y extraño infierno, pues “escribir es como entrar en una ciudad desconocida”(4), como él mismo ha dicho.   Ciudad de infiernos   Estos eventos, y estas circunstancias vitales enmarcadas en un contexto preciso, son pues los acontecimientos decisivos para la conformación de una obra en la que la ciudad no solo será persecutora y a la vez refugio, sino fuente de todos los placeres, fascinaciones y a la vez de todos los miedos y desarraigos.   Cacotopía, distopía, Quito se presenta en la narrativa del escritor ibarreño como ciudad infierno, lugar de maldad y violencia en la que transitan esos seres cuya monstruosidad física viene a ser reflejo de la agresividad de una estructura social de la que ellos son víctimas, y en la que los verdugos son precisamente esos “normales” que no abren, ni quieren abrir, los ojos ante “esa pluralidad”, ante esa mezcolanza de kitos que de alguna u otra forma también los define.   Y “esta pluralidad” es precisamente la característica que en la obra de Huilo Ruales Hualca más sobresale de la ciudad, pues para él, Quito, no es una sola sino un conjunto de capas heterogéneas, un conjunto de círculos del infierno (como el mismo sugiere en uno de sus cuentos, haciendo una referencia intertextual de Dante).   Una descripción, tomada de es viernes para siempre, marilín, uno de sus cuentos mejor logrados y de más largo aliento nos permitirá evidenciar a lo que nos referimos:   “bésame en los párpados mientras abajo se desparraman los kitos-infiernos. lo extraordinario es que en esta ciudad nada es cierto. nada. se diría que un alguien omnisciente y travieso arroja, subrepticia y constantemente, piezas incompletas de un montón de puzles. nada encaja nunca. y crece y se reproduce y no muere. y eso es lo precioso. lo terrible. ciudad sin patas ni cabeza. su solo leitmotiv: el desdoblamiento. ciudad travesti. kito gay. además de ser mil-caras, doble-cara. loca de día y más loca de noche. hembraloba. kito drácula, precisamente aquí abajo se escinde, se descoyunta con hacha el kito de este siglo. mira marilín-marilón, en esta avenida culmina el kito que ya no sabe donde meterse y empieza el kito nortícola que se mete donde le parece. este es el kito de los grandes hoteles. terrazas y finanzas. hasta el sol, aquí, trabaja como parte interesada. lo que no soportan sus asiduos oficiantes y feligreses es que no hay un muro-de-berlín para impedir que los otros kitos vengan a joder las fiesta(5).   El tono de este relato, un tono de una intensidad inusitada en nuestra literatura, responde al del desvarío, al del delirio. El burócrata que funge de narrador emprende un diálogo con un ente ficticio, con un ser imaginado (tal vez), al que llama marilín, y que encarna simbólicamente la necesidad afectiva de encontrar en su soledad (como hemos dicho característica esencial de muchos de los personajes de Ruales Hualca) un interlocutor que le permita rememorar sus vicisitudes en una ciudad cacotópica, es decir infernal y denigrada: ciudad que a pesar de lo fascinante de su pluralidad es la causante de su sufrimiento y de su posterior intención suicida.   Urbe fragmentada, sus pedazos, en este relato, no se hallan estáticos, sino que vuelan por todos lados como resultado de una explosión. Desbordante e irracional, la escritura de Ruales muestra una ciudad en movimiento, esquizoide: ciudad en la que todas las cosas se transforman y mezclan.   La fractura, el hecho sociohistórico de la división de la ciudad, se halla atrás de estas descripciones. Así, los Quitos se contagian, en este sentido, y el “kito nortícola” no parece poder evitar la contaminación de “los otros kitos”, pues a pesar de la violencia simbólica que pudiera ejercitarse sobre ellos siempre hallan una retícula, una rendija, por la cual colarse, mezclarse, mestizarse. El “kito surense”, el “kito derrotado” y el “kito infierno” son algunos de esos kitos, que como personas(6), deambulan por este complejo espacio:   “el kito surense que parece un océano sin horizonte en cuya turbulencia se hacinan como naves de inauditos colores sus viviendas de barro, cartón y viento. semanas enteras me encumbré por callejuelas atestadas de hambrientos y locos. por improvisadas ferias infectas de perras y legumbres. por las plazas bullangueras donde se arruma la gente corriéndose del sol y buscando abrigo en el hedor a frituras. por aquel otro kito, derrotado e inocente, de las cantinas que crecen como niguas en las bastas de los barrios opulentos, desolador kito de los desposeídos en cuyos cepos hipan, trastrabillan y se encogen cual signos de interrogación viejos alcohólicos y pobres diablos, que tratan de salvarse de la vida y de la muerte a través de la nave del olvido. y ese otro kito que no tiene nombre aparte de su propia tenebrosidad —el anverso, el anvexo, la substancia del infierno—: el kito infierno aquel donde resopla la bestia humana entre el cuchillo, la maldad y la rockola. en donde cohabitan retrógadas, pesquisas y malandrines. kito truhán ke entorna la penitenciaria, rueda y se enreda en chicherías, cárceles y prostíbulos, hasta la veinticuatro de mayo. oquedad en donde se entiende, mejor que en un diccionario, el sentido de la abyección(7).   Se comprenderá, entonces, que este espacio es un ring complejo en el que se oponen estos “kitos” (que representan la otredad, la pluralidad, la marginalidad) al “kito nortícola” (representante de lo moderno y lo oficial).   Así, y mediante la descripción de estos hechos, la ciudad emerge en la narrativa de Huilo Ruales Hualca, como un espacio no simétrico ni formado plenamente, sino como espacio fragmentado, abierto, claroscuro, que adquiere todas las características de un ser monstruoso y grotesco, frankensteyano.   Muchas líneas harían falta para explicar la complejidad de estas visiones(8).   Esta somera descripción, apenas, ha pretendido ser una invitación a la lectura de una de las obras que con mayor fascinación nos “muestra” ese lado prohibido de la ciudad, ese Quito que muchos, todavía, se niegan a ver.   NOTAS AL PIE 1. Esto lo dice Huilo Ruales Hualca en una carta de respuesta enviada por él a Cristóbal Zapata, incluida en la introducción de Historias de la ciudad prohibida, Quito, Editorial Libresa, 1997. 2. Ciertos títulos de las obras del autor no hacen uso de la mayúscula, ni siquiera en sus títulos. Hemos decidido, por fidelidad a su estilo y conscientes de la importancia que este aspecto en su narrativa tiene, escribirlos como el original. 3. Huilo Ruales Hualca, “con Isabel deshojando margaritas”, en loca para loca la loca. 4. En una entrevista sostenida con el autor de estas líneas. 5. Huilo Ruales Hualca, Historias de la ciudad prohibida, Quito, Libresa, 1997. 6. La prosopopeya o personificación, que consiste en atribuir a seres inanimados o abstractos, cualidades propias de los seres animados, es una de las figuras retóricas que Huilo Ruales Hualca más utiliza en su narrativa. 7. Huilo Ruales Hualca, Historias de la ciudad prohibida, Quito, Libresa, 1997, p. 107. 8. El autor de este artículo prepara un ensayo más amplio sobre el tema (aparecerá en forma de libro).