Ecuador, 29 de Abril de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Comparte

Perfil

Tanguito, dueño de su libertad y de su muerte

Tanguito, dueño de su libertad y de su muerte
13 de abril de 2015 - 00:00 - Jorge Basilago

Tanguito era el Gardel de los sin ley

 

Miguel Cantilo

 

Tarde de lluvia y humedad, nada raro en Buenos Aires. Atardecen, también, los años 60, que lucen grises, como la ciudad y el país, por la fuerza represiva del régimen del general Juan Carlos Onganía. De pronto, en un rincón del barrio de Núñez, el sol brota desde el asfalto mojado: de un grupo de jóvenes pelilargos y con ropas llamativas se desprende uno que lleva una red sujetándole el cabello. Ajeno a las gotas que lo mojan y a los conductores que lo eluden a bocinazos e improperios, baila en la calle al ritmo de una música que solo él escucha. Su nombre es José Alberto Iglesias pero lo conocen como ‘Tango’ o ‘Tanguito’, aunque a él no le agradan esos seudónimos: prefiere que lo llamen ‘Ramsés VII’. Cuando concluye su danza, ‘Tango’ toma la guitarra y canta. Una, dos, tres canciones. Esbozos de obras. Latidos de un rock germinal en castellano que él ayudó a nacer. “Eso es poesía, una imagen muy luminosa”, piensa desde la vereda uno de sus amigos-testigos. Es Luis Alberto Spinetta, el ‘Flaco’, quien llegará a ser uno de los poetas más inquietantes, profundos y luminosos del rock argentino y latinoamericano. Pero llueve y es el momento de Tanguito, apenas cinco años mayor y ya legendario: el coautor de ‘La balsa’ y ‘Amor de primavera’, el más hippie de los hippies, el náufrago eterno. El de los bolsillos siempre vacíos, la sonrisa compradora, el humor absurdo y el gesto triste inalterable. El que jamás llega a tiempo a ninguna parte. El dueño de la libertad.

 

Pacífico y rebelde

 

En el comienzo fue el baile. Desde los suburbios de Caseros, donde se crió como un ‘pibe’ pacífico pero rebelde ante las normas, perezoso para el aula, siempre dispuesto a fugarse a cualquier parte donde sonara algo de música. Como tantos otros jovencitos de la época, se entregó dichoso al arrullo eléctrico del rock and roll. Y obtuvo su apodo como una burla irónica: “Bailate un tango, José. Un tanguito”, lo provocaban sus vecinos, alimentando la batalla cultural entre lo ‘propio’ y lo ‘ajeno’. Él, inmutable, persistía en las contorsiones pélvicas y los quiebres de rodillas al mejor estilo Elvis. Pero ya nunca pudo sacudirse el contradictorio mote.

 

Hijo de un español severo y trabajador que le dio su nombre, y nieto de una mujer de ascendencia africana de la que heredó el cabello de rizos apretados, la comprensión materna le permitió realizar su sueño de libertad estética: era doña Juana quien cosía su ropa a la moda, que los más adinerados compraban en tiendas de importación. Tuvo además una hermana menor, Carmen, quien le cedía en ocasiones parte de su vestuario —una blusa con volados por aquí, un diminuto abrigo rojo por allá—, para ayudarlo a construir la imagen llamativa de hippie suburbano que algunos admiraban y que escandalizaba a la gran mayoría. “Me echaban de todas partes”, recordaba acerca de su paso inconcluso por un colegio técnico en San Martín, y por la escuela de jardinería y paisajismo del Jardín Botánico. Superada con esfuerzo la escuela primaria, la educación formal fue tan solo la excusa para descubrir la guitarra y el gusto por vagar a su antojo por las calles y parques de Buenos Aires. Del norte al sur, su recorrido inició en el barrio de Palermo, siguió por Flores y llegó hasta Mataderos, cuando la década del sesenta amanecía.

 

Primeros escenarios

 

Los parques fueron sus primeros escenarios. Y los que preferiría. Aunque poco después inició una etapa de semiprofesionalismo con su incorporación como cantante al grupo Los Dukes. Junto a ellos alcanzó cierto renombre en el circuito de festivales de barrio y conciertos privados. Pero la experiencia duró poco más de un año, con el adicional de dos discos simples grabados y la aparición de su primera composición en 1963: el tema ‘Mi Pancha’, un ingenuo rockabilly al estilo de los Teen Tops mexicanos. Nadie, al menos en Argentina, había registrado todavía una canción de rock propia. La suya fue una balsa solitaria en un mar de covers.

 

Tal vez para soportar el ritmo de actuaciones con Los Dukes —casi una docena por fin de semana—, muchos suponen que Tango se inició en el consumo de anfetaminas. Antes, solo había jugueteado con el alcohol y la marihuana. Pero la excitación ficticia de las pastillas sumada a su desagrado por la música ‘comercial’ que hacía la banda precipitó el final de la relación. Empezó a tener problemas de conducta, llegadas insufriblemente tardías que procuraba justificar con cualquier argumento, y luego una oferta para grabar como solista en el sello RCA. Para 1964, cuando el grupo meditaba su expulsión, el cantante ya usaba el seudónimo de ‘Ramsés VII’ e iba camino de otros objetivos.

 

La grabación para RCA, promesa del productor Horacio Martínez, jamás se hizo. Sin embargo, el contacto con Martínez le permitió conocer a otro músico, Mauricio ‘Moris’ Birabent, miembro de Los Beatniks y uno de los fundadores del rock argentino, que aún no nacía. Siguiendo el consejo de Moris, pronto Tanguito aterrizó en La Cueva, un pequeño sótano donde se daba cita la intelectualidad más alternativa y extravagante del momento. Andaban por allí los futuros miembros de Manal, la primera banda de blues latinoamericana; el periodista y poeta Pipo Lernoud; el músico Litto Nebbia; un jovencísimo Miguel ‘Abuelo’ Peralta y hasta un morocho al que llamaban Sandro. Ninguno de ellos superaba los 21 años.

 

En aquel sitio, los jóvenes con inquietudes intelectuales fumaban, bebían, discutían de política y filosofía a los gritos, soñaban con otras realidades y escribían juntos los que serían los himnos de su generación. Y también, muy pronto, pudieron actuar. Sin amplificación ni grandes reflectores. En perfecto desorden. En un clima de fluidez y amateurismo ideal para Tanguito, que sorprendía a más de uno con performances donde se inventaba un inglés propio, en el que interpretaba furiosamente temas de Little Richard y Elvis Presley. Tímido en el trato personal, se soltaba por completo en el escenario.

De sus nuevos amigos, Tango adoptó además algunas lecturas que influyeron parcialmente en sus creaciones posteriores: Arthur Rimbaud, Allen Ginsberg, George Gurdjieff y Charles Baudelaire, entre otros. Leía sin orden ni criterio de selección, a los saltos, muchas veces sin acabar lo que había empezado. Resolvía el resto con la aguda intuición de quien se crió en las calles, la pose desvalida de quien busca protección y la consigue, y una gran dosis de humor absurdo: “Maricón, cortate el pelo”, le gritó cierta vez un camionero. “Y vos cortate el camión”, fue su insólita respuesta.

 

Cuando La Cueva cerraba sus puertas, sus parroquianos pasaban a ser ‘náufragos’, sombras coloridas que vagaban por la ciudad dormida. Muchos caminaban entonces hacia La Perla de Once, donde la paciencia de los camareros les permitía refugiarse hasta la madrugada: “Éramos 40 y apenas juntábamos para pagar cuatro o cinco cafés con leche, de los que tomábamos un sorbo cada uno”, suele recordar, risueño, Lernoud. En las mesas de ese bar, pero sobre todo en el pasillo que conducía al baño, se pulieron y se ‘probaron’ varias canciones fundacionales del rock argentino.

 

Madera de naufragio

 

En La Perla, Tango saltaba de una mesa a otra, buscando complicidades y bolsillos dispuestos a facilitarle el dinero que siempre le faltaba. Lernoud y Javier Martínez —baterista y voz líder de Manal— estaban entre los más solidarios y comprensivos con él. Pero, solapadamente, otros miembros del grupo pasaron a llamarlo “prestame cien pesitos” y a eludirlo cuando lo veían llegar. Algunos, incluso, le gastaban bromas un tanto pesadas. Lo consideraban un ‘marciano’, alguien fuera de este mundo que supo construirse una realidad propia para vivir en ella: “Estoy muy solo acá en este mundo de mierda”, fue su descarga, lógica, guitarra en mano en el baño de la cafetería.

 

Litto Nebbia cambió un poco la frase inicial para evitar la censura, desarrolló la idea de Tango —inspirada en el bolero ‘La barca’—, la sazonó con algo de bossa nova, reunió la madera necesaria y echó al mar ‘La balsa’. En 1967, el grupo liderado por Nebbia, Los Gatos, editó un disco con esa canción: se vendieron 250 mil copias. Ya nada fue lo mismo. El rock argentino, con esa letra como partida de nacimiento, inició su consolidación y crecimiento. Ramsés VII, en tanto, disfrutó brevemente del canto de cisne de la fama, antes de sumergirse en el ocaso definitivo.

 

Unos meses más tarde, harto del maltrato y la persecución policial, Lernoud convocó a una reunión en la Plaza San Martín. Llegaron, desde distintas partes de la ciudad, más de 200 ‘melenudos’, como se los llamaba despectivamente. La televisión se acercó también al lugar. Y las cámaras registraron a Tanguito cantando ‘La balsa’ en el sitio que mejor le sentaba a su arte: sobre el césped. Lo bautizaron “el rey de los hippies” y hasta le ofrecieron un contrato por cuatro apariciones televisivas, que cobró puntualmente aunque no cumplió más que una de ellas.

 

Durante ese período de celebridad, en 1968 editó un disco como solista —el único que publicó en vida, y al que despreciaba por “blando”—, cuyas dos canciones le pertenecían en parte: ‘El hombre restante’ había sido compuesta junto a Javier Martínez, mientras que ‘La princesa dorada’ era obra suya en sociedad con Lernoud. Atravesó además una prueba fallida para la CBS, varios conciertos caóticos y desastrosos, y dejó registros de otro puñado de creaciones, siempre improvisadas, siempre distintas, en sesiones que no se conocerían hasta después de su muerte.

 

Dueño de su libertad

 

Con el dinero ganado en ese período —solo por regalías de ‘La balsa’ recibió una fortuna para alguien que apenas superaba los 20 años— le alcanzó para darse algunos gustos. Compró enormes cantidades de discos, ropa y zapatos para él y sus amigos, guitarras que luego extravió en colectivos o taxis… Pero también descubrió las anfetaminas inyectables, que borroneaban su magia y su ingenuidad pícara conforme él las echaba a correr por sus venas. Desorientado, a menudo no lograba regresar a su casa y deambulaba por la ciudad chocando contra sus propios fantasmas. La excusa perfecta para que la policía lo detuviera y le diera unos cuantos palos como ‘correctivo’.

 

Al no existir tratamiento específico para los adictos, la reiteración de esos episodios acabó con Tanguito internado en el hospital neuropsiquiátrico José Borda. Le aplicaron, como medidas ‘terapéuticas’, choques eléctricos e insulínicos que lo transformaron en un espectro babeante sin voluntad ni decisión aparentes. Se fugó del hospital en la madrugada del 19 de mayo de 1972. Lo vieron saltar un muro y abordar un colectivo con rumbo a la estación de trenes de Palermo. Quería llegar a casa de sus padres, en Caseros, pero no pudo. Las leyendas siempre tienen costados oscuros, sobre todo a la hora del final. Murió bajo las ruedas del ferrocarril sin que ningún medio de comunicación reflejara el hecho, que tampoco fue investigado. Dicen algunas versiones que se cayó. Otras afirman que lo empujaron. Varios de sus amigos sospechan de la propia policía. Lo único cierto es que Tanguito no quiso acabar sus días encerrado. Eligió morir como había vivido. Dueño de su libertad. (F)

Para estar siempre al día con lo último en noticias, suscríbete a nuestro Canal de WhatsApp.

Contenido externo patrocinado

Ecuador TV

En vivo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media