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PERSPECTIVA

Santiago tiene rock y se muere por contarlo

Santiago tiene rock y se muere por contarlo
27 de septiembre de 2015 - 00:00 - Alejandro Tapia, corresponsal de El Telégrafo en Chile

Cuarenta mil boletos en menos de 24 horas. Eso fue lo que ocurrió el 10 de septiembre de 2015, cuando se pusieron a la venta las entradas para el recital que el exguitarrista de Pink Floyd, David Gilmour, dará el 20 de diciembre en el Estadio Nacional de Santiago, capital chilena. La locura que se desató ese día, con largas filas de fanáticos y el colapso en la venta de entradas por internet, se ha visto muchas veces en Chile. Santiago vive un boom musical y de tribus de ‘indies’ y ‘hipsters’. En 2005, U2 despachó nada menos 53 mil tickets en un solo día. En los últimos años, Santiago no solo se ha convertido en una suerte de capital musical de Sudamérica -galardón que por décadas ostentó Buenos Aires- sino que los conciertos han dado paso a un complejo fenómeno social relacionado con el crecimiento económico, la imagen de un país ‘ordenado’ y la forma en que los chilenos -sobre todo los de la generación del Milenio- consumen música, y cómo les gusta ahora ostentar y presumir, especialmente a través de redes sociales.

La cartelera de recitales y conciertos está llena en Santiago. Es lo que ha ocurrido cada vez con mayor intensidad desde la última década, algo impensado en los ochenta, durante la dictadura de Augusto Pinochet. En aquella época de censura, las presentaciones musicales eran extremadamente precarias, con gimnasios y centros deportivos transformados en improvisados teatros y cuando la agenda musical local tenía su máximo esplendor en el Festival de Viña del Mar. Era la época del heavy metal local, de Los Prisioneros y del rock latino, comandado por los argentinos Soda Stereo. Las cosas comenzaron a cambiar con el regreso a la democracia. El trovador cubano Silvio Rodríguez reunió a más de ochenta mil personas el 31 de marzo de 1990, poco después de que Patricio Aylwin recibiera de Pinochet la banda presidencial. Un año antes, un público igual de numeroso había asistido al recital de Rod Stewart en el Estadio Nacional. Luego vinieron los festivales de Amnistía Internacional y esporádicas visitas, como la de los estadounidenses Guns N’ Roses, en 1992, y una presentación de Iron Maiden, frustrada por la oposición de la Iglesia católica, muy influyente en aquella época.

Pero el cambio en la industria musical y en el comportamiento de los chilenos ocurrió a partir de la década del 2000. Entonces, en un año cualquiera, en Santiago no es raro asistir a un concierto de Paul McCartney, Madonna, Bruce Springsteen, Kiss o los mismos Iron Maiden. Ahora, es algo común que Rihanna, Katy Perry o Beyoncé, las artistas pop de moda, visiten también Santiago. Lo mismo que el ex-Led Zeppelin, Robert Plant. Para lo que queda de 2015, la cartelera está a tope, con presentaciones programadas y casi agotadas de David Gilmour, Blur, Sting, Ian Anderson y Pearl Jam. Y eso sin contar a los cantantes latinos, como Chayanne o Luis Miguel.

Ganas de contarlo

Los conciertos no solo se agotan con rapidez, sino que parte del público chileno comparte fotografías y selfies prácticamente desde que hacen la fila para comprar los boletos. Este comportamiento se hizo evidente con la irrupción del Festival Lollapalooza en Santiago en 2011. A partir de ese año, esta franquicia del popular festival de música alternativa estadounidense suele recibir hasta 160 mil asistentes en un fin de semana de marzo, en la enorme explanada del parque O’Higgins, de características similares al parque La Carolina de Quito: 76 hectáreas con áreas verdes, una arena para veinte mil espectadores, el teatro La Cúpula para unos dos mil fans y una explanada enorme donde se montan los escenarios principales.

Fue Lollapalooza el escenario que dio pie a una suerte de huracán de bastones selfiles, hipsters e indies chilenos y jóvenes vestidos a la usanza de los festivales hippies de fines de los sesenta en San Francisco, con cintillos de flores y el símbolo de paz y amor. Si bien muchos asisten a este festival y a otros conciertos con un interés netamente musical, ahora, estos eventos también dan pie para que otros se dediquen a grabar o enviar fotografías a plataformas como Facebook, Twitter o Instagram. Es común ver chilenos de la generación millenials presumiendo en redes sociales solo por el hecho de participar en un concierto, con un ego desbocado, una práctica que, en Estados Unidos, ha provocado que algunos festivales prohibieran el uso de selfie sticks. En abril pasado, el diario chileno La Tercera dedicó un amplio reportaje al uso de los bastones selfies en los conciertos y al debate que ha generado esta tendencia entre los jóvenes.

Por eso, cuando Jack White le pidió al público que guardara sus celulares en su recital en Santiago el pasado marzo, muchos aplaudieron, pero otros se quedaron con las caras largas por no poder grabar y luego subir los videos a las redes sociales. Hubo otros asistentes a los que no les importó el mensaje del cantautor estadounidense y de todos modos recurrieron a sus celulares para tomarse selfies y grabar para YouTube. “Es una tendencia que no comprendo. Se pasan todo el concierto tomando fotografías o grabando videos que luego se escuchan pésimo y son de mala calidad. Entiendo que uno pueda sacar un par de imágenes para el recuerdo, pero de ahí a pasar todo el recital con una cámara o el teléfono, es una exageración, algo propio de la generación del Milenio, los famosos millennials”, plantea Antonia Cifuentes, asidua asistente a conciertos en Santiago.

Por estos días, no es para nada extraño ver en sitios como Facebook fotografías de los tickets para Lollapalooza 2016 o del concierto de David Gilmour, como una suerte de ‘trofeo social’. Para el sociólogo Ignacio Maturana, “al chileno le gusta exhibir su relativo éxito, por ejemplo, cuando compra boletos para algún concierto o partido de fútbol. Apenas tiene los tickets en sus manos, los sube a internet y en muchas ocasiones asiste al concierto más por un afán social que musical. Para no quedarse fuera de onda”. Los boletos -en promedio los más caros de Sudamérica- suelen tener precios que superan los quinientos dólares, como el caso de las primeras filas para David Gilmour. Pero como la asistencia a recitales corresponde a un grupo transversal y no solo de personas con un mayor poder adquisitivo, las entradas de mayor valor son las que se venden más rápido. Quienes no pueden costearlas, recurren a créditos con las famosas cuotas de alguna casa comercial. “En muchos casos, los boletos se compran hasta en 12 cuotas. Es decir, todo un año pagando una sola entrada para un artista o banda. Todo esto, claro, sigue la misma línea del modelo económico que rige en Chile. Nadie se cuestiona el endeudamiento”, plantea Maturana. Eso sí, se llega al absurdo de que algunos pueden llegar a comprar un ticket de treinta dólares en seis cuotas.

Según una investigación del Consejo Nacional de Cultura de Chile, el 75,8% de los chilenos dijo que escucha música todos los días y el 29% lo hace desde su teléfono celular. Sin embargo, en este fenómeno hay varios claroscuros. Esta misma encuesta reveló que el 40% de los chilenos baja música de internet de manera ilegal, el 29% la compra en la calle y solo el 31% paga por discos en alguna tienda o en plataformas de streaming como Spotify. “De algún modo, hoy vivimos el alba de la presencia de los festivales de música en la región, tal como en los ochenta y noventa vivimos el amanecer de los megaeventos en el continente. Igual que esa vez, Brasil, Argentina y Chile llevan la delantera porque son mercados más sólidos desde lo económico y que cuentan con un público que, en los últimos veinte años, se ha acostumbrado a recibir conciertos, asistir a ellos y pagar por ellos”, señala Claudio Vergara, crítico musical del diario La Tercera.

Vergara agrega que “en Chile, los puntos altos han sido la consolidación de una marca y un festival como Lollapalooza, el que se ha posicionado como un evento bien organizado y planificado más allá de su atractivo line-up. Claramente, Lollapalooza impulsó a Santiago como una ciudad atractiva, conectada con lo moderno, con las tendencias en boga y donde se pueden montar eventos de primera línea y que ha impulsado la visita de un promedio de cinco mil a diez mil extranjeros por edición”. De hecho, a raíz de este festival, el diario The New York Times escogió a Santiago como uno de los mejores destinos para visitar en América Latina. En cuanto al panorama regional, Vergara sostiene que “casos como los de Perú, Colombia, Ecuador o Venezuela aún están en una etapa de exploración, más embrionaria, donde habrá mucho ensayo y error, eventos cancelados y traspiés que demuestran que el público se va a ir acomodando muy de a poco a la idea de un evento con múltiples invitados o recitales individuales. De hecho, pasó en 2012 con el festival Planeta Terra que se canceló en Perú”.

El fenómeno de los conciertos también ha dado pie a una controvertida modalidad: el Weeshing, una web que partió en mayo y que ha impulsado el financiamiento colectivo de recitales, como los que darán Morrisey y Belle and Sebastian próximamente en Santiago. Por cierto, las productoras de recitales rechazan este tipo de iniciativas. La idea, muy parecida al crowfunding, es que sean los propios fans quienes que aporten cierta cantidad de dinero para contratar a algún grupo o artista, y de esta manera puedan estar más cerca de sus ídolos y luego recuperar la inversión con boletos en sectores de privilegio. Hasta ahora, se ha logrado financiar ocho espectáculos.

Pero la irrupción de los recitales en Santiago ha dado pie a algo más concreto. Esto, porque en los últimos años se han construido o remodelado una serie de salas para conciertos. Tal es el caso del teatro Caupolicán, en la calle San Diego, en pleno centro de la ciudad, un recinto famoso por las peleas de boxeo y lucha libre en los ochenta, que fue refaccionado y ahora puede recibir a cinco mil personas. También figura el caso del teatro Cariola, un monumento nacional ubicado en la misma calle que el Caupolicán, que por años fue centro de eventos evangélicos y ahora recibe a lo más nutrido del rock alternativo. Además, los santiaguinos pueden disfrutar del Teatro Nescafé de las Artes en Providencia, del Municipal de Las Condes y la máxima estrella de la ciudad: el Arena Movistar, para unas veinte mil personas, con butacas, al interior de una enorme cúpula que enciende al parque O’Higgins. En todos estos recintos, no suelen verse bastones para selfies.

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