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Murakami y los gatos antropófagos

Murakami y los gatos antropófagos
29 de agosto de 2016 - 00:00 - Marcelo Recalde Pinza. Escritor y catedrático

Un escritor prejuiciado

Entre la admiración de millones de lectores alrededor del mundo y el odio y desprecio de otros miles, Haruki Murakami (1949) es uno de los autores japoneses más célebres y fructíferos de la actualidad. Cada año encontramos en la mesa de novedades de alguna librería un nuevo libro de cuentos, una voluminosa novela o un libro de artículos suyo. Muchos se preguntan si todos estos libros tienen algún valor literario o si, por el contrario, Murakami es uno de esos autores que responde a recetas de mercadeo, a fórmulas o esquemas planificados para obtener réditos económicos (sacrificando el compromiso estético que caracteriza a un autor importante), o a la moda. La respuesta es contundente: no. Es decir, algo de todo eso puede tener su obra pero no es su parte esencial.

Quien quiera comprobarlo, de la única manera que permite despejar dudas —es decir, leyéndolo, y dejando los prejuicios a un lado— puede empezar con su libro de cuentos Sauce ciego, mujer dormida, que editó en 2008 Tusquets para el público en lengua española. Cuando lo leí me sorprendió, pues no pensé que iba a encontrar un escritor de esta índole. La mayoría de cuentos de este libro pueden competir con las mejores piezas de un Hemingway, de un Carver (del que Murakami es traductor al japonés) y, por qué no, si nos referimos a la tradición literaria asiática, de un Akutagawa o Tanizaki.

‘La chica del cumpleaños’, ‘Los gatos antropófagos’, ‘El cuchillo de caza’, y otra decena de historias más, son narraciones hipnóticas, llenas de una imaginación misteriosa y, en ocasiones, sombría. Murakami es un observador preciso: agarra del repleto saco de la vida cotidiana esos detalles significativos en los que la gente generalmente no repara. Además, el lector suele sumergirse rápidamente en la lectura de sus historias porque Murakami las muestra con sencillez y cotidianidad: muchos de los conflictos que aborda son los del hombre contemporáneo (la soledad, el sinsentido de las acciones en las sociedades posproductivas, las relaciones de pareja y su inconstancia, etc.). Sin embargo, a pesar de que sus temas tomen lo rutinario como punto de partida, sería impreciso pensar que Murakami pertenezca a la tradición del realismo, pues en cada uno de los cuentos de Sauce ciego, mujer dormida el lector observa cómo esa realidad superficial, a modo de una pared mohosa, se va descascarando y permite observar un interior mágico, espectral y fosforescente, en el que lo convencional aparece superado por la fantasía, y las creencias rutinarias ceden a una perspectiva simbólica y nueva de lo real.

Por lo demás, Murakami posee en su estilo una cualidad que muy pocos escritores pueden desarrollar: la tracción. Su tono sereno, que no abusa de aspavientos emocionales, sumerge al lector en el mundo de sus historias de manera fluida y casi imperceptible. Uno empieza sus libros, algunos de ellos muy abultados (Kafka en la orilla, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo), con cierta resistencia, por su extensión, y termina entusiasmado por lo rápido que va avanzando en las novelas. Algunos de sus detractores ven en esto un problema, pues consideran que esa facilidad en su lectura (su falta de gravedad o aburrimiento, su falta de intrincamiento) sería índice de cierta ligereza en los temas y en los conceptos que el autor japonés maneja. Pero esto no es más que otro prejuicio, pues si bien es cierto Murakami no es lo que se dice un escritor de ideas al modo de Thomas Mann o André Gide, la profundidad de sus textos se aprecia en el orden de lo simbólico y lo inconsciente (siendo en esto muy japonés), es decir, en aquellos estratos que suelen escapar al dominio racional del propio autor. Quien lo lee suele quedar perplejo por la riqueza de sus símbolos pero también por el trueque imaginativo que realiza luego de su lectura: muchas de sus historias quedan suspendidas e inacabadas, al modo Carver, lo que permite al lector invertir creativamente para continuar el infinito sendero del mundo literario.

El misterio de la creación artística o cuando Murakami decide hacerse escritor

La biografía de Haruki Murakami podría resumirse de forma muy rápida. Nació en Kioto en el año de 1949 (actualmente tiene 67 años). Realizó sus estudios universitarios en la Universidad de Waseda en la carrera de Interpretación Teatral. Se casó muy joven, cuando aún era estudiante universitario. Al empezar la veintena, persuadido de que no quería ser empleado de ninguna corporación japonesa ni recibir órdenes de algún patrono prepotente, decidió emprender un negocio en el que fuera su propio jefe y en el que no renunciara a seguir una de sus aficiones más queridas (es un fanático del jazz). Precisamente por eso abrió, junto a su esposa Yoko, un bar al que llamó Peter Cat. Más de diez años los esposos Murakami atendieron este negocio en el que —como cuenta en su prólogo a Escucha la canción del viento— era común verlos trabajar hasta muy entrada la madrugada. Posiblemente estas experiencias le permitieron recoger a Murakami muchas anécdotas e historias, es decir, material que después pondría en su obra. Además, por estos años llevaría una vida un tanto bohemia: llegó a fumar tres cajetillas diarias y bebía, de cuando en cuando, uno que otro trago.

El bar de Murakami nunca fue del todo rentable así que el escritor japonés, en ciertas ocasiones, tuvo la idea de cerrarlo y emprender otra cosa. Sin embargo, precisamente por esos años, cerca de cumplir la treintena, el autor experimentará algo que los budistas llaman satori: un instante lleno de significado que generalmente guarda un designio o revelación (en este caso la convicción de escribir una novela). El narrador japonés expone lo que sintió en ese momento de la siguiente forma: «Fue aproximadamente a la una y media de la tarde del primero de abril de 1978. Ese día estaba solo en la grada exterior del estadio Jingu, viendo un partido de béisbol mientras tomaba cerveza. Hilton bateó y logró avanzar a segunda base […] en aquel instante, sin antecedente ni fundamento alguno, pensé de pronto: “Sí. Quizá también yo podría convertirme en novelista”». Esta experiencia singular le ocurre a los 29 años, fecha en la que decide empezar a escribir una novela que para el año siguiente habrá concluido: Escucha la canción del viento, que Tusquets publicó en el 2015.

Como cuenta en el prólogo de este libro, luego de experimentar este «instante» la primera acción que realiza es ir a comprar unos cuantos folios, una estilográfica y ponerse a escribir. El primer bosquejo de la novela lo realiza en menos de tres meses (a mano) pero como no se siente conforme, le da vueltas en su cabeza a los modos de mejorar su proceso creativo y, por fin, se decide a reescribir nuevamente la narración en un ordenador —pero esta vez lo hace en inglés—. Método extraño, solo así, según el autor japonés, es que pudo encontrar ese estilo sobrio y de apariencia transparente en el que siempre se vislumbra, como en un lago, cierta oscura profundidad. La redacción en computadora le llevará tres meses más. Luego de terminar este proceso (seis meses) decide enviar la novela a un concurso. Según cuenta el autor, tiempo después, cuando ya se había olvidado del asunto, recibe una llamada telefónica: Escucha la canción del viento había ganado el premio de la revista Gunzo de ese año (1979)…

Y digamos que así nace su vida de novelista.

Las mujeres son gatos

Hartos de la rutina y de los problemas que han tenido en Japón, una pareja decide dejarlo todo y escapar de la vida que ha llevado hasta ese momento. Para ello buscan un fin del mundo, es decir, un lugar que se encuentre lo más alejado de su antigua realidad: deciden instalarse en una innominada isla griega. El dinero necesario lo han conseguido de vender sus pertenencias, de juntar todos sus ahorros y de la liquidación de sus trabajos (cada uno aporta con dos millones de yenes).

Ya en la isla, una mañana el protagonista del relato —del que nunca sabremos el nombre— lee a su compañera de viaje la siguiente noticia periodística: «en un pueblo de Atenas una anciana, luego de haber muerto, fue devorada por los gatos que vivían junto a ella». El periódico explica que este hecho sucedió porque los gatos quedaron aislados por mucho tiempo en una habitación en la que se habían cerrado ventanas y puertas. Así que, considerando que la mujer era una persona solitaria, la gente demoró en darse cuenta y los animales, para no morir de hambre, tuvieron que comerse a la vieja que había fallecido de un paro cardiaco. Cuando por fin las autoridades entran al lugar, encuentran la siniestra escena.

Así se abre ‘Los gatos antropófagos’, uno de los cuentos más destacados del libro Sauce ciego, mujer dormida. Antes de continuar, hay que aclarar que los cuentos de Murakami no suelen ser lineales ni unívocos. La mayoría de veces, usando el mecanismo de las cajas chinas, Murakami entrelaza en sus relatos distintas historias que no siempre están relacionadas directamente con el argumento central de la narración, pero que siempre mantienen algún vínculo. Este sistema de estructuración, que en principio podría parecer un problema, luego de la lectura ha servido para dotar de enigma y ambigüedad al relato. En el caso de ‘Los gatos antropófagos’, son, sobre todo, tres los pequeños hilos narrativos que tejen la obra.

El primero, el de los gatos que se comen a la anciana. El segundo se refiere a la narración que el protagonista hará del día en que conoció a Izumi, la chica que está con él en Grecia. Así, según se nos narra, antes de conocerla, el narrador-protagonista de esta historia ha sido un japonés común que trabajaba en una empresa de maquetación de libros, como diseñador editorial. Hombre casado, mantiene una relación estable con su esposa e hijo. Sin embargo, la armonía de este hogar desaparecerá el día en que conoce a Izumi, una mujer más joven, que colabora en una empresa relacionada a la suya. A partir de este momento nace entre ellos un vínculo especial que el narrador describe de la siguiente forma: «Izumi era diez años menor que yo. Nos conocimos en una reunión de trabajo. Desde el primer momento quedamos prendados el uno del otro». Sin embargo, el protagonista innominado en principio titubea y solo sabrá lo que siente por Izumi el día en que se acuesta con ella. Desde ese momento ambos deciden llevar una relación clandestina llena de largas conversaciones, pero también de grandes silencios. Izumi se presenta como una mujer misteriosa y, en ocasiones, indiferente; uno de esos seres a los que uno nunca termina de conocer bien. Los amantes del relato pueden mantener oculta esta relación por mucho tiempo, pero un buen día, por un descuido, el esposo de Izumi se entera del engaño y entonces todo se va al traste: la esposa de nuestro personaje decide dejarlo, llevándose a su hijo de cuatro años con ella; con Izumi, su esposo hace lo mismo. Nuevamente, entonces, los infieles deciden juntarse: y ese es el momento en el que ella, en una de sus enigmáticas conversaciones, le propone al narrador dejarlo todo y escapar a Grecia.

Gatos y mujeres. Hasta este momento de la narración esos son los símbolos más sugestivos que aparecen en la historia. Y, ambos, por razones que no se logran explicar muy bien (lo mismo que un par de tintes) se mezclan en un vaso de agua para generar un color especial para quien está leyendo el relato: un onírico y fluorescente tono lunar. Sin que el autor lo exprese o diga, nuestra mente empieza a relacionar estos elementos (gatos y mujeres), inconscientemente. Hay que recordar que la tradición literaria abunda en ejemplos en los que se relaciona o compara a la mujer con alguno de estos animales. Juan García Ponce, Julio Cortázar y, en nuestro país, Huilo Ruales Hualca han usado esta sugestiva relación simbólica. Pues bien, Murakami también lo hace en este relato en el que lo mismo que los gatos antropófagos, Izumi revela cierta indiferencia, pero también cierta crueldad. El autor la describe como una mujer hermética e impredecible de la que no puede descifrar sus pensamientos ni asimilarlos del todo, sin embargo, visto que no es un hombre del todo ingenuo, como para querer comprender todo de ella, en una especie de resignación el protagonista simple y llanamente la deja ser.

Hay un último hilo narrativo que, de alguna u otra forma, articula estos símbolos del relato a los que nos hemos referido. El narrador expone a Izumi un recuerdo de su infancia: «una noche de luna llena, mientras estaba en el patio, observaba jugar al gato […] De pronto, el gato empezó a correr alrededor del pino con un vigor inusitado […] tras pasarse un rato dando vueltas, empezó a trepar por el tronco del pino hasta la copa […]. Yo estaba terriblemente preocupado por el gato y me quedé esperando a que bajara del árbol. Pero el gato no bajó. Pronto cayó la noche. Esa fue la última vez que lo vi».

Luego de escuchar este relato inquietante, Izumi, que parece saber de gatos, explica al narrador que lo que le aconteció de niño no es raro, pues los gatos en celo —dice— suelen estar tan excitados que a veces luego de haber sucumbido a esa fuerza irracional que los posee no recuerdan ni la misma casa a la que pertenecen y se extravían.

Sin embargo, estas explicaciones, lejos de tranquilizar al narrador, lo intrigan más, pues parece que de ese episodio de su niñez ha recibido una gran lección: existen seres que de un momento a otro pueden ser poseídos por fuerzas irracionales que los vuelven incontrolables e impredecibles. Y en ocasiones —piensa— Izumi parece ser uno de estos seres.

El clímax o el cambio de nivel narrativo

A la medianoche de ese día, y luego de haber mantenido la charla con Izumi, el protagonista despierta de golpe y encuentra la cama vacía: Izumi se ha ido. Angustiado, nuestro personaje se levanta y después de buscar en el interior de la casa y no encontrarla, decide salir. Como sonámbulo, obcecado por el deseo de hallar a su amante avanza por un sendero que lo aleja de la pequeña casa en la que han vivido. Luego de caminar un buen tiempo por un sendero sombrío, escucha un ruido. Se trata de un sonido espectral que describe así: «al principio creía que era una alucinación auditiva. Algo parecido al silbido causado por el cambio de presión atmosférica». Sin embargo, tras pensarlo bien, comprende que el sonido que escucha es melodioso y que proviene de un lugar cercano que no puede determinar del todo. No obstante, decide ir hacia allá. De repente, el personaje recuerda que en la mañana Izumi y él vieron un cortejo nupcial, por lo que deduce que esa música es la de la boda… Pero justo en el momento en que está sacando estas conclusiones ocurre algo: el protagonista del relato toma consciencia de que el sendero que recorre ha estado alumbrado por una luna llena, inmensa «como la de aquel día en que se perdió el gato».

Mujeres, gatos y luna. Los tres principales símbolos del relato parecen licuarse en medio de nuestra lectura. El tiempo pierde su constancia lineal y, mezclado, genera en nuestra imaginación una sensación espectral muy similar a la de los momentos en los que soñamos. Como lectores, no sabemos a ciencia cierta si lo que está viviendo el personaje es verídico o imaginado. El plano de lo real —es decir el de la realidad tangible a nuestros sentidos— cede ante el plano de estos símbolos fantasmagóricos en los que los tres hilos narrativos de los que hemos hablado parecen juntarse para mezclarlo todo, pasado, presente y futuro y hacernos vivir la desesperación del protagonista. Así como nuestro personaje se adentra cuesta abajo en busca de Izumi, nosotros, igual que Orfeo, nos sentimos arrastrados por el hechizo y el suspenso que nos provoca la lectura de esta narración.

De este modo, poco a poco, comprendemos que ese hombre que está en un país extraño, al lado de una mujer enigmática, sin ejercer oficio alguno, y al margen de la sociedad, no es uno con él mismo, sino un extraño de su propio cuerpo y de su propio ser: «El yo que avanzaba a la luz de la luna no era yo. No era mi auténtico yo, sino un yo provisional hecho de estuco».

Como hipnotizado por la música, lo mismo que una de las ratas de Hamelin, el protagonista parece arrastrado por fuerzas superiores a él, en un mundo del que ha perdido conciencia plena. Sin embargo, en ese momento de extravío espiritual se aferra a una explicación de su conducta y de lo que siente: asocia su inaudito estado al día en que el gato trepó por el pino inmenso y desapareció… pero en ese momento, nuevamente, mientras trata de comprender lo que le ocurre, sucede algo: la voz espectral de Izumi, que no parecería provenir de lugar fijo ni determinando, le dice: «tu yo real ha sido devorado por los gatos». Respuesta inaudita, el protagonista del relato poseído por esta certeza empieza a imaginar a un conjunto de gatos, que al igual que con la vieja de la noticia que leyó, empiezan a devorarle poco a poco parte de sus sesos, de su piel, de su cuerpo, pero todos estos elementos (a modo de metáfora) son en realidad fragmentos de su espíritu, de ese yo que ya no posee y que se ha ido esfumando en un mundo en el que todas las cosas que hacemos las hacemos como autómatas. Sin embargo, es en este momento —es decir cuando más incógnitas han aparecido— que, como un malvado dios de la intriga, Murakami termina el cuento, dejando a su personaje sin haber encontrado ni a Izumi ni a quienes tocan la música que tanto anhela. Igual que haré yo.

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