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Milan Kundera: La vida está en otra parte

Cuando alcanzó la fama, Kundera volvió a tener un sueño de su infancia: el de un ungüento para ser invisible.
Cuando alcanzó la fama, Kundera volvió a tener un sueño de su infancia: el de un ungüento para ser invisible.
17 de octubre de 2016 - 00:00 - José Miguel Cabrera Kozisek. Editor de cartóNPiedra

Las fotografías de Ferdinando de Scianna fueron importantes para las exitosas campañas de Dolce & Gabbana en los ochenta. De Scianna se había convertido en fotógrafo por casualidad. Durante su época universitaria, capturaba las fiestas populares de su país con la idea de hacer una tesis de antropología en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Palermo. Aunque nunca terminó la carrera, sus fotos lo llevaron lejos: es parte de la prestigiosa agencia Magnum. En París, desde mediados de los setenta, trabajó con el irrepetible Henri Cartier-Bresson (el inventor del concepto del «momento decisivo») y con el autor Dominique Fernandez. También colaboraba con la revista de letras L’Europeo. A cualquiera le viene bien un fotógrafo que es también capaz de sostener entrevistas con personajes como Michel Foucault, como la que tuvieron en 1975. Pero De Scianna recuerda que la mejor entrevista que alguna vez firmó no la había hecho él.

Su amigo, Milan Kundera, le había pedido que prestara su nombre, porque una prestigiosa revista literaria le solicitaba una entrevista. El escritor checo temía convertirse en un instrumento para algún periodista con ganas de lucirse. «Les he dicho que quiero que la hagas tú. Pero la voy a escribir yo, tanto las preguntas como las respuestas», le dijo, y De Scianna aceptó. La última entrevista de Kundera la había escrito él mismo.

No es de extrañarse. A fines de los noventa, el autor dejó de escribir sus libros en checo y empezó a hacerlo en francés. Desde entonces, varias de sus novelas no han salido en checo (como La identidad), porque Kundera quiere asegurarse de la pureza de la traducción. Es tanta la obsesión, que en la edición en español de Los testamentos traicionados, un libro de ensayos literarios y musicales, hay una cita que está escrita cuatro veces: la versión original en checo, la traducción de Kundera al francés, la versión del traductor en español y —nuevamente— la de Kundera al español. De hecho, su libro más conocido, La insoportable levedad del ser (1984), tardó 22 años en circular en checo. Ahora recordamos los diez años de aquel octubre de 2006.

Kundera era muy celebrado en su país a finales de los sesenta, durante la Primavera de Praga. Acababa de publicar su primera novela, La broma (1967), en la que a un universitario militante se le acusa de trotskista por un chiste. «El optimismo es el opio del pueblo», le escribe a su novia, entusiasmada con el plan que el partido comunista tiene para su pueblo. La primavera acabó en 1968 con la ocupación de Checoslovaquia, tanques de guerra mediante, por parte de la Unión Soviética, y con ella el optimismo.

Siempre el sinsentido ha sido vital en la obra de este autor que coquetea con el realismo mágico —era amigo de García Márquez— cuando pone a dos alumnas y su profesora a volar por los cielos (como Remedios la bella), embelesadas por una obra del maestro del absurdo, Ionesco. Si se quiere, Kundera podría ser un precursor de las sitcoms gringas que tanto éxito han tenido. En La insoportable levedad del ser, cuenta la historia de Tomás, un cirujano respetado por sus colegas y exitoso con las mujeres que, tras publicar un artículo irónico sobre los crímenes de Stalin, es removido de su puesto en el hospital y enviado a limpiar ventanas en las casas de los miembros del Partido, contra los que inicia su pequeña vendetta: posee, una a una, a sus esposas, que cuchichean sobre ese antiguo doctor que sabe bien cómo funcionan los cuerpos. De pronto, Tomás entiende que prefiere esta nueva vida a la anterior, llena de gloria y reconocimientos.

Con la ocupación soviética, las obras de Kundera fueron retiradas de las bibliotecas y perdió su trabajo como profesor de Cine en la Universidad Carolina de Praga. Desde entonces, aunque siguió escribiendo, se ganaba la vida con trabajos esporádicos: fue obrero y autor de una columna anónima de predicciones astrológicas. Aunque no da entrevistas para hablar de su vida personal, porque «la persona que pierde su intimidad, lo pierde todo», en sus obras suele echar mano de algunos episodios autobiográficos. En Los testamentos traicionados, habla de las carcajadas de sus compañeros obreros cuando les leía un pasaje de Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, en el que 600.014 perros se orinan encima de una mujer que había despreciado a Panurgo.

Cuando publicó El libro de la risa y el olvido (1979) —en el que habla de su padre—, Kundera ya se había marchado a vivir a Francia. Fue entonces cuando su país —aún en ocupación soviética— le revocó la ciudadanía. No importó que en uno de sus capítulos, el autor dijera: «Digan lo que quieran, pero los comunistas eran más listos. Tenían un programa grandioso. Un plan para construir un mundo completamente nuevo en el que todos encontrarían su lugar». Fue imperdonable, porque había un comentario en general en contra del totalitarismo y de sus entusiastas. En una entrevista para The Paris Review, Kundera criticó al poeta francés Paul Éluard por justificar la ejecución de su amigo, Zavis Kalandra: «Cuando Brezhnev envía tanques a Afganistán, es horrible, pero sabes que puedes esperártelo. Cuando un gran poeta elogia una ejecución, es un golpe que rompe nuestra imagen del mundo».

El libro de la risa y el olvido arranca con el día de 1948 en el que inició la historia comunista de Bohemia: el presidente Klement Gottwald aparece junto a su ministro del interior, Vladimir Clementis, en una fotografía que toda Checoslovaquia conocía, porque estaba en todos lados. Luego, «a Clementis lo acusaron de traición y lo colgaron. El departamento de propaganda lo borró inmediatamente de la historia y, por supuesto, de todas las fotografías». Fuera del talento para sacar a personas enteras de una fotografía antes de la invención de Photoshop, ese contraste entre lo que se dice (o muestra) y lo que se informa sobre lo que se dice es central para Kundera, tan celoso de sus palabras. Talvez por eso se empeña en explicar palabras checas que, traducidas, no significan exactamente lo mismo, como lítost («el tormento repentino causado por la toma de conciencia acerca de lo miserable que es uno mismo») o kitsch («ideal estético que niega la existencia de la mierda»), al que le dedica todo un capítulo, ‘La gran marcha’, en La insoportable levedad del ser. Talvez es solo el resultado de esa etiqueta de disidente que odia y que le pusieron en la década de los ochenta. Talvez por eso su última entrevista la tuvo que escribir él mismo.

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