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La Artefactoría, sublevación constante

La Artefactoría, sublevación constante
05 de diciembre de 2016 - 00:00 - Jéssica Zambrano

Cuando La Artefactoría intentó abrir las puertas de la casa de Eloy Avilés Alfaro, donde habían preparado una muestra paralela a la tradicional exhibición del colectivo cultural Las Peñas, encontraron los candados llenos de mierda. En esos días de exposición abierta también llegaron agentes de la inteligencia militar. Las obras que había preparado el grupo criticaban el momento político, como la de Xavier Patiño, en la que de un terno de camuflaje de un militar —que simula ser un hombro— baja el brazo de una muñeca que se balancea dentro de un marco cuadrado. La mayoría de las obras tenía algo similar: eran conceptuales y políticas.

La inteligencia militar llegó a confiscar los cuadros, pero dijeron que hacerlo sería peor «tal vez no entendieron lo que era», dice Matilde Ampuero, gestora cultural y una de las figuras más próximas a las distintas etapas del grupo que durante la década de los ochenta integraron Jorge Velarde, Xavier Patiño, Marcos Restrepo y Flavio Álava. A ellos, y por la influencia de Juan Castro y Velásquez, quien llegó de Alemania graduado como historiador del arte, se integraron más tarde Paco Cuesta y Marco Alvarado.

La primera etapa de La Artefactoría sucede cuando unos muchachitos de 17 años, recién graduados del colegio Juan José Plaza de Bellas Artes, iniciaron la búsqueda de su propio estilo, cuestionaron el que regía el canon estético de la época en Guayaquil, aquel modernismo que se repetía a sí mismo en uno y otro artista con obras de paisaje o la figura del indio ya vaciada de sentido.

No tenían internet ni la posibilidad próxima de ver lo que ocurría más allá de la ciudad caótica, desorganizada y ruidosa, en la que abundaban las protestas. En el país León Febres Cordero era presidente y, en la misma década, Guayaquil fue gobernada por autoridades populistas que en sus grandes actos ‘en favor’ de las mayorías terminaron matando gente, como aquella masiva convocatoria para regalar juguetes desde el balcón municipal. Desde allí la alcaldesa lanzaba paquetes de pelotas que llevaban los colores del Partido Roldosista Ecuatoriano (PRE): rojo, negro y amarillo.

«Para ir donde no sabes, debes ir por donde no sabes. Nosotros lo que sí sabíamos era lo que no queríamos ser, pero no sabíamos qué queríamos porque no había nada que pudiésemos tener como referente», dice Jorge Velarde, uno de los miembros del grupo y quizás el único cuya preocupación se concentró desde los inicios en la pintura. En medio de esa búsqueda, los artistas tomaron con fascinación los principios de los trabajos clásicos de Velásquez, Goya y el Bosco. Lo más contemporáneo a la mano era la obra de Pablo Picasso, quien empezó su carrera a principios del siglo XX, y que para ese entonces era ya un hombre de edad muy avanzada. Duchamp ya había cambiado el orden del arte con su ready-made, seguido por Andy Warhol, quien como su discípulo, planteó el pop-art.

En una pequeña casa de madera donde vendían café en la planta baja, en Santa Elena y Huancavilca, los graduados de Bellas Artes establecieron su primer taller. La casa tenía en sus bajos una sede de la Sociedad de Autores del Ecuador (Sayce). Los artefactoría iban a esa casa todos los días y subían por unas escaleras estrechas que a veces estaban llenas de gente. En ese piso comenzaron el diálogo de un trabajo crítico, pintaron un surrealismo entre lo clásico y lo guayaquileño de los barrios del sur, el lugar donde transitaban todos. Pero, a pesar de las coincidencias de origen, cada uno empezó a definir sus búsquedas personales, que desde entonces fue una de sus características como grupo.

Presentaron sus primeros trabajos a la galerista suiza Madelleine Hollander, quien a pesar de haberle contestado a Velarde que «regrese en algunos años» fue quien propició la segunda muestra del grupo —la primera fue en Las Peñas—, aún sin nombrarse La Artefactoría, en el Hotel Oro Verde.

En esa exposición el grupo se encontró con Juan Castro, quien sin miramientos planteó que trabajaran junto con Marco Alvarado, quien entonces hacía performance a partir de las instrucciones de sus clases de arquitectura, en las que no encajaba, y a Paco Cuesta, quien regresaba de explorar el lenguaje cinematográfico.

El primer producto de La Artefactoría, la revista Objeto-menú se presentó una noche de lluvia intensa en el sur de Guayaquil. El leitmotiv fue una crítica al alto precio de los alimentos, en el cual, los artistas aprovecharon para jugar con sus discursos.

«Para la crisis económica se buscan paliativos, se solicitan pingües préstamos internacionales. ¿Qué se propone en cambio para el problema cultural? ¿Qué nuevos mercados buscan los genios de la economía para nuestros artistas? ¿Qué apoyo directo —o indirecto— reciben los trabajadores del arte a nivel oficial?», escribió Juan Castro en el editorial.

Cerca de la puerta del departamento en el que vive Marcos Restrepo cuelga el reverso de un cuadro. En una esquina del lienzo se lee «Curador enfermo». Aquel gesto puede definir la imagen que no se ve: la obra es un bodrio o hay un hombre cansado frente a cientos de cuadros sin sentido. El cuadro es de Xavier Patiño y fue parte de la serie que presentó en la VIII Bienal de Cuenca titulada Veinte temas para una bienal. La obra estaba inscrita bajo el lema ‘iconofilia’. Cuando La Artefactoría empezó su trabajo «eso del curador no existía», dice Restrepo. «Curador —explica— era solamente el que te pasaba el huevo, eso no había en una ciudad como Guayaquil».

A pesar de que Juan Castro no fue un curador en sí mismo, su rol en el grupo fue decisivo «pudo cohesionar al grupo dentro de todas las dificultades que eso significó. Eran formas de producir diferentes y hay que recordar que este era un ambiente hostil y que el grupo debía permanecer unido o seríamos absorbidos por el sistema que predominaba en ese entonces. Fue un momento importante porque La Artefactoría le abrió el camino al arte contemporáneo en Ecuador», dice Patiño.

Después del trabajo en Objeto-menú se cerró la primera etapa del grupo, que continuó en 1986 con un documento que se llamó Pasquín. Con él se inició también la etapa más política de La Artefactoría, de la cual decidió apartarse Jorge Velarde porque su obra siempre ha sido una forma de explorar sus propios demonios. El Pasquín «promovía que al arte había que bajarlo del pedestal, había que hacer arte en la calle, subversión, la estética iba a definirse por cualquier sentido revolucionario», dice Alvarado.

Él, que tras varias rencillas no participó en Objeto-menú, volvió a La Artefactoría con una estética de violencia, horror, con sangre, cemento o pólvora. Las guerrillas estaban activas dentro y de los dos lados de la frontera y en el país había una política agresiva para apaciguarlas. «Con esta estética quería desmantelar, descubrir, repensar más allá de la actuación del momento para construir otra situaciones. Leía el pasquín, hacía declaraciones y confrontábamos», agrega Alvarado.

En esa época, mientras Alvarado le cambió las barbas a Cristo por las del Che Guevara, Marco Restrepo utilizó el cuerpo crucificado del salvador cristiano como partes desmembradas de un muñeco que se pueden colgar en un armario para volver a enroscarlo cuando necesite exhibirse. En esa época nace Arte en la calle y la campana de Xavier Patiño en los parques de la ciudad que, antes de ser desterrada por los policías metropolitanos de entonces, era un motivo para que a la hora del almuerzo y la salida laboral se formaran largas filas de gente que quería reaccionar a la consigna central «si no está conforme toque la campana».

En medio de esa sublevación orgánica hacia la política y el estado del arte, La Artefactoría repartió tarjetas en la primera edición de la Bienal de Cuenca en las que dejaba claro que, a diferencia del canon que intentaba sostener un encuentro concentrado en la pintura, indiferentemente de las lógicas que replanteaba la época «el arte no es moda» (ni pintura).

La última exposición de La Artefactoría fue también la última que se gestó durante la alcaldía de Elsa Bucaram en el Museo Municipal. Ya el colombiano Rosemberg Sandoval había escrito «desaparecidos» en las paredes blancas del museo hasta que no existiera un espacio vacío donde reescribir la palabra de la que huía. La gorra del guardaespaldas asesinado de Abdalá Bucaram, Merlín Arce, se exhibía como una pieza en la institución. Entonces, La Artefactoría empapeló las paredes con periódicos y escribió sobre ellos la palabra «caníbales». En el centro, un busto de una mujer negra cubierta con un pañuelo sobre su cabeza juega a adivinar el futuro. «La mayoría del público nos rechazaba —dice Restrepo— los que medio sabían de arte decían que éramos unos chicos locos, fumones, con pelo largo». Parecerlo tal vez les costó no ser comprendidos por completo en su tiempo y tener que mancharse de excremento las manos para abrir el camino al arte contemporáneo entre la comodidad que propició la pintura en el medio.

La Artefactoría terminó su recorrido cuando la política comenzó a estabilizarse en la ciudad. Aun así, después de disolverse, se abrió un nuevo frente de resistencia: el Instituto Superior Tecnológico de Artes de Ecuador (ITAE), donde la mayoría de sus integrantes fueron profesores fundadores, con Patiño como cabeza de todo.

La Artefactoría generó un movimiento drástico, no solo en la estética del arte, sino en las posibilidades de replantear una y otra vez el camino del arte desde las bases teóricas que ellos no tuvieron y en las que indagaron solos.

Este grupo emblemático reúne hasta el próximo junio de 2017, en el Museo de Arte Antropológico y Contemporáneo (MAAC), en ¿Es inútil sublevarse?_, una muestra curada por Matilde Ampuero, su proceso anterior y su producción actual, en un diálogo con la época en la que se detona su formación.

Sus protagonistas demuestran que, a pesar de que su obra ya no sacude el terreno del arte como al inicio (al menos no visiblemente), siguen indagando en nuevos significados y referentes, y cómo hay líneas rojas y abstracciones geométricas que nunca va a entender la burocracia.

Obra de Xavier Patiño que en 1987 se instaló en parques de la ciudad, generando largas filas para su uso.

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