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Entrevista

Fernando Ampuero: «En lo real y en lo ficticio, la calle es la maestra»

Fernando Ampuero: «En lo real y en lo ficticio, la calle es la maestra»
21 de noviembre de 2016 - 00:00 - Luis Fernando Fonseca, Periodista

«L a realidad peruana es una novela negra en estado puro», dice Fernando Ampuero (Lima, 1949) y a ese género le ha dedicado su pluma; para lo real, está el oficio que lo apasiona: el de periodista.

Con más de seis décadas a cuestas, el escritor peruano es un conversador incansable que no ha perdido la capacidad de sorprenderse ni la de ser elocuente. Aunque parezca rutinario, cada mañana se levanta, en su casa de Miraflores, y prende la televisión para, durante veinticinco minutos, escuchar noticias, ser testigo de historias terribles, de crímenes, asesinatos... todo con propósitos narrativos.

«La novela negra es —explica, gesticulando— esa variante de la novela policial que no está tan interesada en quién es el asesino. Es como un juego de ajedrez que te lleva a buscar el misterio definiendo la intriga. Muchas veces, en la novela negra, sabemos quién es el homicida desde un comienzo. Lo que más interesa es en qué contexto se cometió el crimen, qué lo incentivó, cuál es el nihilismo que flota en esa atmósfera».

«Fernando Ampuero puede ser un personaje de ficción», pienso antes de recordar que ya lo ha sido. Varios autores (Jorge Eduardo Benavides, Javier Arévalo, José Rodríguez Elizondo, Jeremías Gamboa...) le han cambiado el nombre o no para echarlo a andar en caminos imaginados. La última vez que vino a Quito fue hace dos años, volvió como invitado a la Feria del Libro 2016, durante la cual conversó con este diario para contar —sin pretensiones— los giros, los gags que ha tenido su trayectoria, en la cual va sembrando historias reales y ficticias.

¿Es la novela negra el género más cercano a la sociedad y sus imperfecciones increíbles?

Este género contiene una especie de crítica social, voluntariamente o no. Cuando uno escribe una novela negra, a veces, sin querer, está haciendo una obra de denuncia. Yo me he encontrado, en varias ocasiones, respondiendo que no hice una denuncia deliberadamente, que resultó así al escribir porque sencillamente quería mostrar hechos que nos ocurren a diario.

Soy un escritor de cuentos intimistas y tengo otra vertiente, la nouvelle noire, porque es el género más representativo de las sociedades contemporáneas.

¿El libro que usted publicó con un equipo de El Comercio de Lima, sobre la toma de la Embajada de Japón entre 1996 y 1997 (Base Tokio. La crisis de los rehenes en el Perú: el verano sangriento), tuvo cautivos a sus reporteros, como detectives?

Ese año armé un equipo de unas treinta personas para hacer el texto, que contenía la mayor información que se había acumulado sobre el tema. Hicimos infogramas muy detallados de lo que se vivía, sobre lo que hacían los rehenes y captores en todo momento. No sabíamos qué iba a pasar, así que decidí buscar fotos aéreas. Entonces yo era el editor, pero creyeron que estaba loco porque había contratado a un parapentista para que, en el momento en que se produzca el asalto final, saliera con una cámara. Entonces no existían los drones, que hubieran sido extraordinarios. Subimos a un fotógrafo al parapente.

Logramos un libro a la semana de la liberación. Durante los cuatro meses del encierro, también estuvimos cautivos ahí, claro, trabajando, en una oficina grande, con paneles llenos de fotos que íbamos logrando en las calles que estaban tomadas y donde las familias residentes alquilaban los techos a los periodistas... se formó una especie de feria ese verano, con un calor tremendo en el cual los policías se comunicaban ‘en secreto’ con la frase «Base Tokio» para hablar de la Embajada de Japón. Fueron ingenuos con eso, eran servicios de inteligencia convencidos de que la gente se chupaba el dedo (ríe).

¿El Perú de hoy es menos negro que antes?

Ha mejorado en cuanto a la gestión económica. No está en una etapa de bonanza, pero sí en una de holgura económica. Pero cuanto más florece la economía en un país, más florece la delincuencia también, así es el mundo.

Y hay una prensa de cincuenta centavos que vive de un tipo de exacerbación de pasiones, pero también de farándula y otras cosas. Lo que veo es que la novela negra es un relato sociológico sobre determinado tipo de mundo, que llega a encimarte a tal punto que empiezas a ver las noticias plagadas de crímenes. Yo vivo en el malecón de Miraflores, fui un muchacho de origen burgués, entonces, muchos de mis relatos y cuentos ocurren en escenarios burgueses pero también hay otros que ocurren en la calle, y la calle para mi es la maestra, porque vivo entre dos mundos, el real y el ficticio.

¿El periodismo le ayudó a novelar?

De una u otra manera me ayudó a investigar, indagar más en el mundo de la calle, ya no me puedo desprender de eso. Salía a hacer investigación, crónicas policiales, además de dirigir suplementos culturales, revistas, periódicos y de trabajar en un canal de televisión. En ese contexto, me sentía bastante motivado. Como periodista tienes una credencial que te permite hablar con todo tipo de personas. Si eres revistero —todo terreno, ese que en el día hace de todo—, en la mañana hablas con un dirigente sindical, al mediodía lo haces con un ministro de Estado y, en la noche, con un actor, un narciso enloquecido que cree que todo se reduce a su pequeño gran mundo. Tienes que conciliar  eso al tener ese pasaporte extraordinario. Eso me permitió conocer, absorber el territorio en el cual se mueven mis personajes.

Para los extranjeros en Lima, debe ser difícil tomar un taxi después de haber leído Hasta que me orinen los perros...

Es que es una historia sobre un grupo de taxistas que venden borrachos. Recorren toda la zona de juerga de la ciudad, los recogen, los duermen en sus carros y los venden en los huecos de fumones. Los borrachos valen, pues, por sus joyas, zapatos, tarjetas de crédito y los dejan en calzoncillos. Es casi real.

¿Por qué eligió el género negro?

Escribo novela negra porque tengo una doble vocación. Soy periodista y escritor. Con la literatura satisfago ciertas necesidades de orden íntimo, porque necesito escribir. Con el periodismo atiendo mi sentido de responsabilidad social. He sido jefe de la Unidad de investigación de El Comercio. Así me convertí, en algún momento, en un perseguidor de corruptos, políticos, gente relacionada con el gobierno... Entonces y en la medida en que yo puedo conciliar estas dos vertientes y pasiones —mi trabajo alimentario y lo otro, más romántico, por decirlo de alguna manera— puedo intentar echar adelante la vida, mi vida, entre revistas y novelas.

En la calle hay realidades más dramáticas que otras, sí, pero eso no creo que defina el éxito de una literatura. Lo que la define es un libro bien escrito y tú puedes escribir sobre tus vacaciones en Galápagos y hacer una novela universal extraordinaria. No tiene que haber una matanza de por medio.

Ahora que lo nombra, ¿el viaje que usted hizo al archipiélago lo marcó?

Fue espectacular. A los 18 años, yo había leído dos libros: El Origen de las Especies, de Charles Darwin y Las Encantadas, de Herman Melville. Después, me casé muy joven, a los 19, y le propuse a mi esposa de entonces que fuéramos a pasar la luna de miel en las islas, pensando, ingenuos, que nos quedaríamos dos o tres semanas.

Allá conocí a un alemán, que me prestó una cabaña maravillosa en la playa de roca basáltica y harina de coral de la isla Santa Cruz. Entonces planeamos quedarnos tres semanas adicionales y acabamos por quedarnos más de un año y medio. Una hija mía nació ahí, Adhara.

El suyo es un nombre musulmán, no porque yo lo sea, sino porque cuando yo navegaba, hace cuarenta y tantos años, todos los yates de la época iban a Galápagos y, especializado en estudiar los mapas de las estrellas, sabía que la que más brillaba, con luz rojiza, era Adhara. Por eso la bauticé así.

Pero, a diferencia de Melville, usted solo escribió un cuento sobre las encantadas...

Uno donde nunca menciono la palabra Galápagos pero las describo al detalle. Se titula ‘Noche de gatos’. El cuento narra una historia de amor, una relación que se da en una cabaña frente al mar.

Era una época jipi la que viví entonces, en un mundo diferente, con una gran ilusión. Muy poca gente vivía en el archipiélago, estaban los de la Estación Científica Darwin y viajeros que no eran del continente, sino que venía de estar navegando dos años para, después, regresar al puerto de partida, todo en medio de un lugar fascinante, paisajes, situaciones del mar...

El día empezaba muy temprano, porque el calor te sacaba de la cama, te pegabas una zambullida en el mar, ibas a buscar paltas, o naranjas para hacer mermelada. De ahí, me ponía a leer dos, tres horas y a escribir dos más. Preparaba el almuerzo, arreglaba el bote y, a las tres de la tarde, prácticamente estaba sin nada que hacer porque había cumplido todos los quehaceres del día.

¿No ejercía otro oficio que el de escribir?

Ahí es cuando me convertí en una especie de curandero de la isla. Cada yatero que llegaba, y que hacía trueque con libros u otras cosas, hizo que yo probara muchas variedades de marihuana y que empezara a descubrir sus propiedades terapéuticas. Me di cuenta de que si tenías dolor de cabeza, fumabas dos pitadas de aquella bolsita, proveniente de Popayán, por ejemplo, y te curabas. Parece que conversé, algún momento, de eso en un muelle, en el puerto y el rumor se extendió —empezaron a llegar campesinos, gente que me decía «oiga, estoy con un estreñimiento tremendo» y yo le decía: «No tome de esta, sino de la de más allá. Dele una pitada larga, ¡una solamente!». Y volvían agradecidos (sonríe).

Era gente muy sana y simpática. La hierba es menos dañina que el alcohol aunque esté satanizada. Ahora ya la están aceptando, acaba de ser aprobada, no solo como terapia sino de forma recreacional, en California, por algunos que, incluso, eligieron a (Donald) Trump el mismo día. Aunque yo no le hubiera dado ninguna receta a él.

Usted es fanático del cine. Este arte, quizá el más cercano a la nouvelle noire, ¿es una influencia poderosa en su obra?

No escribo mis novelas como guiones cinematográficos. Podría parecer que algunas tienen el mismo ritmo narrativo que una película, pero nada más. Pasa que la literatura ha cambiado. El cine se inspiró en esta para contar sus historias cuando era un arte narrativo nuevo y, a su vez, hubo una reciprocidad cuando el cine se convierte en un arte narrativo asentado. Entonces, la literatura se cobró lo que necesitaba.

Una novela de Balzac, por ejemplo, empieza describiendo un escenario, una campiña maravillosa en la primera página, para el tercer párrafo te dirá que ahí hay una mansión. Avanza y te describe la fachada, acercándose a la ventana para descubrir a un tipo leyendo al lado de la chimenea. Eso es un zoom in del cine.

Tienes que visualizar lo que hizo la cámara al tomar prestadas estas técnicas narrativas, como el fluido de la conciencia que entra en el Ulises, de James Joyce. Ese monólogo interior, variante del solipsismo de otras épocas, convertido en un pensamiento que ves en todas las novelas negras y en el film noir. Hay una cantidad de técnicas que se van prestando uno a otro en la historia y yo nací en ese contexto, donde ya las narraciones no son lineales sino que empezaron a desordenar la cronología para contar y presentar a los personajes de otros modos, de formas novedosas para ir atrapando al lector.

Y para encantarlo...

El objetivo de un escritor cuando cuenta una historia, y lo quiere hacer bien, es llevar de la nariz al lector, de la primera página hasta la última. Eso es lo que desea, aunque el lector es caprichoso y difícil. Como decía Gabriel García Márquez: más difícil que atrapar a un conejo es atrapar a un lector, y más en un mundo como en el que estamos ahora, con todos los audiovisuales. Hoy, más que nunca, tienes que plantear un tipo de literatura que sea atractiva.

Su última novela (titulada Sucedió entre dos párpados) es sobre un terremoto...

Sí, la de tapa azul, y que lleva por título un verso de César Vallejo. Una que nunca pensé escribir, sobre el terremoto de 1970, cuando yo iba a cumplir 20 años y estaba en la universidad. Era un muchaho miraflorino y el ejército no se daba abasto para la ayuda.

La decisión de escribir esta obra nació hace unos meses, en un café, cuando, en una conversación, alguien me recordó que fui de voluntario al terremoto, en el que murieron ochenta mil personas, una cosa espantosa, peor que una bomba atómica. Hubo ciudades que quedaron sepultadas con barro, hielo (una parte del Huascarán se desprendió)... algo terrible que hace un año me hizo escribir durante tres meses.

Ir me permitió ayudar, repartiendo alimentos, medicinas, enterrando cadáveres, buscando otros y una cantidad de cosas. También conocer mi país, el cual aún no conocía y estaba aparentemente dividido en lo costeño y andino aunque somos uno que necesita cada vez estar más integrado. El libro es sobre la solidaridad humana, sobre la necesidad de ayudarnos, de alguna manera, si caemos en desgracia. Me gusta mucho esa novela; quizá tiene, a diferencia de otras mías, un registro lírico mucho más marcado, debe ser por el paisaje tremendo y las impresiones que mantengo de esa época.

¿Cómo fue el trabajo previo a la escritura de Loreto, la novela corta que retrata las calles duras y a las pandillas del Callao?

El gran problema ahí es el de los sicarios de dieciséis, diecisiete años. Una cantidad de muchachos jóvenes involucrados en mafias, que mueren asesinados, sin llegar a las dos décadas.

Tuve que ir con el delincuente de una de esas pandillas para caminar por el barrio, algo que no se puede hacer en Loreto sin ellos, porque te asaltan de inmediato, ¡te dejan en ropa interior!

Cuando la policía entra al lugar lo hace en camiones de gente muy bien armada, así que conseguí lo que se llama un ‘taxi literario’. Pagué para tener una especie de guardaespaldas, me paseé con él y si alguien se acercaba a intimidarme, él les decía: «Alto, viene conmigo». Así pude describir callejones, escenarios, casas de madera cerca del mar, en fin, todo lo que necesitaba.

Esa novela tiene un preámbulo. Para no interrumpir la acción de las escenas, hice una ‘vista del campo de batalla’, una descripción sobre el lugar en que se mueven los personajes y realizan sus acciones.

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