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Entrevista

Felipe Troya: «Para contar hay que sentirse al borde de la muerte»

Felipe Troya: «Para contar hay que sentirse al borde de la muerte»
Foto: Miguel Castro / El Telégrafo
17 de octubre de 2016 - 00:00 - Jéssica Zambrano Alvarado, Periodista

Felipe Troya (Quito, 1988) vive en Angamarca, un poblado que crece bajo las órdenes geográficas del Ilaló, un volcán de la Cordillera de los Andes. A su alrededor aún vuela el ave de rapiña que representa el territorio andino en el escudo de la nación. Ya no tiene claro por qué se fue de Quito, por qué cambió la ciudad y las multitudes encorbatadas de gente a la que considera aburrida, por un lugar rodeado de aguas termales en el que no tiene internet siquiera. La casa en la que vive está casi escondida en una cima. Era de sus abuelos y a veces hay demasiado silencio. Es tal vez una casa habitada que encierra un fantasma y la historia familiar, como la que narra en su primera novela, Ardillas. A diferencia de la casa en la que se desarrolla su ficción, en esta ya todos se han ido.

Después de ganar el Premio a la Literatura Joven que entrega la Casa de Escritores y Traductores Extranjeros (MEET) por su primera obra narrativa, Troya ha dejado una novela por construir para dedicarse a trabajar en guiones de cine. El primero de ellos está por entrar en etapa de posproducción y piensa en el segundo como una posibilidad de romper esquemas que en la ficción escrita se han explorado demasiado. Vivir en Angamarca es, en cierto modo, una forma de llegar al límite, en el que la vida se vuelve una forma de construir la rutina del mismo modo que busca desde la ficción: estando al borde de la nada, sin saber qué sigue.

En la presentación de Ardillas dijo que la ficción no es para leer sino para presenciar. Actualmente se dice mucho de la novela como género, hay una corriente que es autobiográfica, otra que es como la de Salvador Izquierdo sobre detalles que se van construyendo sin trama. ¿Qué propone su literatura?

No sé cómo describir la literatura de Izquierdo. No la he leído lo suficiente, pero es, sin duda, un tipo de metaliteratura, una que intenta entenderse a sí misma. La que yo planteo se enfoca más en lo narrativo, es una escritura que realmente se enfoca en el personaje y sus acciones.

Pero esta corriente nace precisamente con la idea de que las grandes historias ya se contaron y que, de alguna forma, la novela está muerta...

Creo que todos los buenos autores terminan con la literatura, al igual que todos los buenos cineastas terminan con el cine. Esa, tal vez, sea una idea del siglo XX, pero, después de las vanguardias, siento que la ficción se ha hecho a un lado porque pretende llegar a un punto final de lo que se puede escribir. Eso no quiere decir que la escritura se haya agotado, que no haya qué contar. Para mí, la escritura siempre se está renovando. Hay una reinvención del objeto artístico cada vez que uno crea, y me parece falto de ética pensar que no va a ser así. Cada libro es como el final de la literatura, y esa regla se acaba con cada nuevo libro. Las historias no se agotan. Una película o un libro deberían hacerte sentir que estás siempre al borde de la muerte. La gente no sabe lo que va a pasar en la siguiente página, en la siguiente escena, uno siempre está en una situación de riesgo, uno siempre tiene que esperar lo inesperado. Cada libro y cada película, cualquier objeto narrativo, siempre está cubriendo un mundo que nadie más conoce y, en ese sentido, sí hay algo medio apocalíptico y se va inventando en el momento que se crea.

En una entrevista con EL TELÉGRAFO dijo que quisiera que «en Ecuador haya una serie de escritores que les importe la historia, no con H mayúscula, sino que les importe contar algo». ¿Es un error intentar contar la Historia?

Puede ser que se llegue a un punto en el que hablar de lo nacional, o tratar de inventar algo que sea lo nacional se acabe. Creo que hablar de lo nacional es un error porque de esas cosas uno no habla. Cuando decía que la literatura no es acerca de leer sino de presenciar, me refería a que a uno no le debería importar cuál es el tema que trata una obra para leer o ver películas, o porque estén basados en la vida real. Uno lee porque están inventando algo, porque están creando una forma de mirar, de leer, de pensar, pero nunca porque lo que dicen es de determinada forma, porque hablan de la mujer o cualquiera de estos temas que ahora son la bandera de tanta gente. A mí no me interesa en lo absoluto ese tipo de trabajo. Creo que ninguna persona mientras escribe —al menos a ninguna persona que respete el texto o la imagen, o la forma— va a preocuparse en serio por eso. Philiph Roth decía que nadie cuando escribe puede ser hijo. Él es un judío que habla sobre su odio por ser judío, de todas sus experiencias sexuales o sus padres. Trata todo tipo de temas. Creo que uno al tratar un tema no puede tener ninguna figura de poder. La única figura que importa es la serie de reglas que el propio texto se inventa, que la propia película se inventa. En algún momento leí a Borges diciendo que uno debería escribir un texto como si ya estuviese escrito. Uno escribe un cuento muchas veces. Quizás la primera vez es cuando no está escrito, pero creo que el último cuento que uno escribe tiene que ser algo que ya estaba escrito, que tiene sus propias reglas, su propio rumbo y uno simplemente está descubriendo.

Dice que un autor no debería repetirse a sí mismo, pero a veces esa repetición es inevitable y se vuelve una marca que define. En Ardillas el relato empieza con sus vacaciones en la casa de sus tíos migrantes que han construido el ‘imperio familiar’ en Estados Unidos. ¿Qué tanto se distancia de sí mismo para escribir?

Siempre hay un sesgo, eso es inevitable, pero siempre en el arte que se digna de ese nombre hay un espacio inmenso entre el objeto creado y la sombra de lo que queda del autor. El autor siempre busca eliminarse a sí mismo en lo que está haciendo. Cualquier rasgo o accidente personal es eliminado y la intención se pierde. Entonces, lo que prolifera es lo que está en la obra, lo que funciona por sí mismo. En ese sentido, las contingencias de la vida del autor son totalmente secundarias a lo que escribe y lo que debería plantearse es la relación entre un autor y otras obras. La idea de verosimilitud no significa cuán real es esto en relación al discurso más grande o propio, sino cuán coherente es la obra dentro de su propio contexto.

En Ardillas ni siquiera cambié los nombres de los personajes. Son los mismos que encuentras en la novela y tienen los mismos nombres. Si mis tíos leen, posiblemente encontrarán un rasgo propio y otros que no son de ellos. Kim, por ejemplo, no existe, es un personaje que tenía que agregar para que la dinámica funcionase mejor, y mi tío no tiene un negocio de piscinas.

Y ahora que hace cine, ¿cómo cambia su trabajo con la ficción?

Abiertamente, lo único que me interesa en la vida es la ficción, y, para mí, no hay ninguna diferencia entre cómo uno lo hace, si es cine o novela. El cine permite que la ficción se extreme todavía más. En ese sentido, puede ser una mejor forma para la ficción. Justo ahora estoy leyendo a Thomas Bernhard y siento que Ardillas es un libro que no está donde la literatura está ahora.

¿Dónde está?

No lo sé. Pero siento que la literatura está más en Bernhard que en ningún otro lado. Lo que él hace es bien extremo. Es algo extremo, bien parecido a lo que hizo (Juan Carlos) Onetti o (Samuel) Beckett. Bernhard escribe libros casi completamente de una persona hablando. Repitiéndose, hace un monólogo mental gigantesco que por lo repetitivo y por su cadencia se vuelve enfermizo. Los personajes se van debilitando hasta el punto que no existen. En Ardillas, mi personaje principal es una serie de frases que se repiten cada tanto. Hay una idea de aislamiento. Siento que Bernhard es uno de los últimos que ha propuesto una nueva forma, que es siempre la preocupación de la gente que escribe. En el caso del escritor, la preocupación es la oración. Bernhard ha replanteado la forma de la oración, creo que es allí donde comienza la literatura. Él quiebra cien por ciento el orden de las palabras y plantea una nueva forma de escribir. Eso es lo que debería hacer la literatura.

Siento que el cine está inventando nuevas formas de escribirse y puede ser una forma por donde irse. Finalmente, la literatura tiene miles de años, convenciones y géneros que el cine aún está explorando.

Citaba a Philip Roth al decir que deberíamos escribir como si no fuéramos hijos. Una de las cosas que pasa con la literatura ecuatoriana, si es posible englobarla, es que hay muy poca gente que mata a quienes le preceden. ¿Es necesario hacerlo?

Uno tiene que matar a todo. Como dice Berhard, uno siempre tiene que correr en dirección opuesta. Pero ya es bastante común. Los americanos opinan lo contrario, la crítica gringa es la crítica de las convenciones literarias y, en ese sentido, es la crítica de los padres, de los antecesores. Uno tendría que matar todo lo que pueda. Y es algo que en Ecuador está pasando bastante. Leonardo Valencia tiene su ensayo El síndrome de falcón, de cómo Eneas carga al padre y lo lleva de un lado a otro, y de cómo esto pasaba antes en Ecuador.

Uno debería dejar de preocuparse de cargar al padre a espaldas, uno tiene que desembarazarse lo más pronto posible. ¿Qué significa el padre? Creo que es simplemente el contenido. Hay que dejar de cargar el contenido a cuestas. Olvidarse de que el arte tiene que estar supeditado a una lectura, a un valor externo, que es un poco la ética y el espíritu del arte. Creo que antes era distinto también. La literatura tenía un valor mucho más educativo y eso se ha abandonado en las artes de vanguardia.

Introduce la novela con una frase de Antón Chéjov: «Habría que ser Dios para distinguir el éxito del fracaso sin equivocarse». Y en la presentación citó varias veces a Dios. ¿Es religioso?

No soy nada religioso, pero, inevitablemente, en cualquiera de estos temas, la figura de Dios siempre está presente. Es un poco más profundo que la moral: es la religión como algo más formal, como rito. La religión más antigua es formal. El crítico literario Northrop Frye señala que mientras más religioso es un pueblo, más estilizada y convencional es su literatura. ¿Y qué pasa con los bizantinos? Fueron un pueblo altamente religioso, y su pintura es altamente geométrica. Hay aureolas, flechas de San Sebastián... Todo es muy geométrico. Pero no busca nunca imitar la imagen externa, sino que la estiliza. Es como que en una sociedad muy religiosa, las formas se volvieran todavía más convencionales y, por ende, arbitrarias, distanciadas del mundo de afuera.

Aquello pasa en la literatura temprana. Las formas más antiguas tienen ciertos tópicos, arquetipos que se repiten, y lo que dice [Northrop] Frye es que la literatura ha hecho un arco: comienza por un pensamiento muy religioso, muy geométrico, muy de tópicos. El arco que hace, pasa por la literatura de dioses, le siguen los héroes, gente un poco menos poderosa, luego pasa a hombres, luego a hombres más bajos, luego a un hombre común con el realismo y luego viene la ironía, el hombre pensado como fuera de la realidad, digno de la burla, y cuando llega a eso, vuelve al momento religioso, en una época de formas.

Después del realismo, viene esta época de ficción más irónica, y luego volvemos a la ficción religiosa.

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