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El apocalipsis urbano de Juan Pablo Castro Rodas

El apocalipsis urbano de Juan Pablo Castro Rodas
13 de enero de 2014 - 00:00

Remangaos las faldas
señoras mías
que vamos a atravesar el infierno.
Williams Carlos Williams, prólogo
a Aullido, de Allen Ginsberg.

 

El habitante amenazado

En algún momento, la luminosa y bullente urbe del siglo XIX, donde los profetas de la modernidad veían progreso y expansión, se volvió una colmena oscura de personajes anodinos que terminó por hacerles perder a todos sus habitantes la singularidad y el alma. Así, el patibulario sujeto de la ciudad moderna que deambula esperando hallar redención por sus calles —ahora llenas de perversiones y máquinas humeantes—, se encuentra desconcertado.

Juan Pablo Castro Rodas (Cuenca, 1971) en Los años perdidos, novela publicada con el sello Alfaguara en 2013, pero cuyo lanzamiento oficial se realizará a mediados de enero —a través de su personaje Faustino Alcázar—, muestra a un ciudadano amenazado por este absurdo cotidiano que se interna aún más entre las aceras incendiadas de un espacio alterno (podría ser Quito como no serlo), hasta arder y consumirse. Ya que lo único que lo salva de su vida monótona y anodina son su imaginación tormentosa, los recuerdos, un puñado de amigos y encuentros erráticos.

Lo que hace Juan Pablo Castro Rodas es adentrarse en una tradición de caminantes desorientados, como animales ciegos por las luces de un espacio que los confunde. Tradición que cobra dimensión en nuestra narrativa con la llegada del boom petrolero a Ecuador y el arribo de la tecnología, a los que también se suma el desplazamiento de los habitantes foráneos a las grandes ciudades, haciendo así estallar los índices demográficos. Los espacios se hacinan, se reduce la vegetación, también la comida, y las personas se comprimen unas contra otras en una guerra por la sobrevivencia. Empezábamos a ser demasiados a pesar de estar todos tan solos.

Ya en la narrativa del 30 se habían mostrado destellos de la ciudad como un espacio tramposo al contar la aventura de los campesinos que viajan a experimentar la intensidad de Guayaquil y perecían en su torbellino. Posteriormente ese caminante perdido será el penitente que recorre los bares, manglares, prostíbulos, hoteles y suburbios que tan bien han descrito Jorge Velasco Mackenzie, Jorge Martillo y Fernando Artieda en sus novelas y crónicas. La ciudad portuaria se consume en la lujuria, en el exceso, en la idea de que la redención se encontrará solamente si se participa en las fiestas de la carne y se la devora.

En contraposición a este escenario, en la urbe de la sierra se escuchan, tras los murmullos tomados al cruzar el empedrado silencioso, gemidos, jadeos y neurosis culposas propias de una comunidad más comprimida, pero no por ello menos apasionada. Con Los años perdidos, Juan Pablo Castro Rodas se suma a Abdón Ubidia, Iván Égüez y Javier Vásconez –el guiño a Vásconez está explícito incluso –, al realizar la descripción de un espacio entrampado y asfixiante en cuanto a sus apariencias, cuando relata este autor: “Una sensación agobiante atravesaba la vida cotidiana de la gente (…) La ciudad había crecido repentinamente (…) pero los ciudadanos, aunque vestidos con trajes y corbatas, seguían siendo montaraces”.

La variación interesante que Castro Rodas realiza está en su mirada acerca de lo que asedia a los habitantes en crisis. Ya no se trata solamente del desaliento, la soledad y el anonimato propios de los tiempos modernos, sino que hablamos de la presencia de extraños signos apocalípticos. Una desconcertante ola de calor seco que se ha llevado todas las lluvias, que calcina palomas y que causa suicidios masivos, sucede fuera. Dentro, en la cabeza de Faustino Alcázar, también pasa el infierno.

Los signos de la hecatombe

“Y el primer ángel toco la trompeta, y fue hecho granizo y fuego, mezclado con sangre,
y fueron arrojados a la tierra; y la tercera parte de los árboles fue quemada,
y quemose toda la hierba verde”

Apocalipsis. Capítulo VIII, versículo 7.

Entonces no la devastarían los terremotos como lo predijo Huilo Ruales en un lance de videncia proyectando a futuro lo que sucedería en el Kito de Los reinos de la Tuentifor, tampoco la ciudad sería troceada por pandillas en guerras tribales, como lo vaticina Santiago Páez en el último libro de la tetralogía de las Crónicas del breve Reino, tampoco la arrasarían el gobierno esperpéntico descrito en Ecuatox (otra vez Santiago Páez, pero antes de él las profecías de Mariana de Jesús). Castro Rodas dice que será el fuego y nadas más que el fuego.

“El calor era igual todo el día. Desde que aparecían en el horizonte los primeros rayos de luz, hasta las seis de la mañana.” Un calor que reverbera en las aceras, los vidrios y los automóviles, que ralentiza la vida y la vuelve más agobiante. Esa atmósfera irreal y desértica ha atrapado a la ciudad y se ha llevado las lluvias y con ella la expectativa de un cambio. “No había nada que hacer: el desierto acorralaba lentamente a la ciudad quebrando su progresión a la cordura y la esperanza”.

Hay que recordar que en las imágenes reiterativas del libro del Apocalipsis alternan el fuego purificador que es enviado a la tierra, junto con la de las aguas que son escasas o envenenadas. En la ciudad distópica de este autor, el agua ha debido ser racionada solo para lo esencial dejando que la tierra se reseque. “Las autoridades locales optaron por destinar el disminuido caudal de agua para el consumo humano”, ya que todo es canícula. Progresivamente se van consolidando en esta narración las estampas relacionadas con el final de la vida. Lo verde se vuelve amarillo y pastoso, las aves son peleadas a mordiscos por los perros y el Faustino se va replegando más hacia sus recuerdos y alejándose de los hechos que marcaban su realidad: las clases en la universidad y las excursiones en las que jugaba a ser espía o armaba proyectos delirantes junto con sus amigos.

Su pasado de provinciano que es vencido por la ciudad de Lisboa lo acosa, pero el principal enemigo de Faustino parece su imaginación, que le hace creer ver en la penumbra la llegada de un asesino que viene aguardando desde hace años. Fuera de este cuadro, la ciudad es también paulatinamente destruida por el calor. En medio de este absurdo Faustino se pregunta cómo hacen los demás para sobrevivir: “¿Podría él, más allá de los resquicios de su vida trizada, descubrir ese sentido, esa lúcida transparencia en que los otros, esas decenas de hombres y mujeres que caminaban a su lado, parecían habitar tan seguros…?”, ya que su cuerpo engorda, colapsa, se destruye y empieza a morir.

Y el augurio se cumple, finalmente: “Afuera caen gotas de fuego. Decenas de incendios acorralan la ciudad. Y, amortiguados por el estruendo que producen los choques de autos, se escuchan los primeros alaridos”. Con lo que el libro de Castro Rodas ingresa además en la breve tradición de textos apocalípticos latinoamericanos que dan cuenta del estado de crisis inmanente que convive junto con la frágil condición humana. La ciudad de Quito (que puede ser, como no ser) se modifica continuamente en su literatura y deja de ser el espacio invernal y neblinoso para mostrarnos un nuevo infierno.

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