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El Telégrafo
Fander Falconí

Violencia en El Salvador

26 de agosto de 2015

A fines de 2011, el actual arzobispo de San Salvador ordenó quitar el mosaico del artista Fernando Llort del frontispicio de la Catedral Metropolitana por considerar que tenía símbolos masónicos. Ante el estupor de la ciudadanía, los 3.000 azulejos del mural ‘La armonía de mi pueblo’ que recordaba al mayor mártir salvadoreño, Óscar Romero, dibujados y pintados a mano por el popular artista, fueron destruidos.

Desde 1992, El Salvador ha vivido más de dos décadas de recuperación, tras una de las peores guerras civiles del siglo XX. En 1980 (año del asesinato de monseñor Romero), El Salvador tenía unos 4,5 millones de habitantes. En 12 años de guerra civil, murieron, al menos, 75 mil personas, es decir, casi 2% de su población. Hubo, además, decenas de miles de heridos, miles de violaciones a los derechos humanos y miles quedaron huérfanos. Hubo un retroceso económico y emigró más del 10% de su gente. Estos emigrados a Estados Unidos, tal como pasó con los ecuatorianos que fueron a España, sostienen con sus remesas la dolarizada economía salvadoreña.  

Las élites salvadoreñas dejaron como herencia un estado corporativo que operaba en función de sus intereses. A eso se unía el resentimiento de la población más afectada por el conflicto y la consecuente polarización entre diversos sectores sociales. Sin embargo, hubo luz al final del túnel y fue posible la libertad de sufragio. Al principio, todavía había manipulación en la presentación de candidatos, pero finalmente han triunfado las mayorías.  

Ahora, el segundo gobierno -el primero fue de Mauricio Funes- del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), liderado por el exguerrillero Salvador Sánchez, ha presentado un plan quinquenal para transformar el país. Equidad, producción, educación y seguridad son sus cuatro puntos cardinales. El plan quinquenal 2014-2019 plantea construir una sociedad del buen vivir.

Pero la guerra dejó otra herencia: miles de armas en manos de la población civil y pobreza extrema. De ese legado mortal surgieron las pandillas de jovencitos, las tristemente célebres maras, que superan los 50 mil miembros activos con una amplia red de apoyo, que viven del asalto, de la extorsión y del narcotráfico.

Los maras son una organización transnacional, que opera en El Salvador, Honduras, Guatemala y Estados Unidos. La violencia es incomprensible sin conocer el contexto. No es casual que los tres países centroamericanos tienen una alta migración al norte. Su intrincada organización territorial se asienta en ‘programas’ (una estructura de varias ‘clikas’). Sus divisiones internas y nexos son complejos. Hay dos grandes agrupaciones pandilleras: los Maras Salvatrucha y Barrio 18. Un buen libro para entender este problema es Delincuencia, juventud y sociedad (Flacso El Salvador, 2011).

Por eso, El Salvador continúa siendo, en esta época de ‘paz’, uno de los países más violentos del mundo. Esta situación tocó fondo la semana pasada: 120 muertos en tres días, según las crónicas de prensa.

El Salvador, un pueblo maravilloso, cuna del poeta Roque Dalton, martirizado en la guerra civil y en su secuela de pandillas violentas. Pero hay otras formas de violencia, como la ejercida por los rezagos de un poder oligárquico. (O)

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