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El Telégrafo
Fander Falconí

Una relación perversa

08 de octubre de 2014

Cuando el capitalismo se hace una autocrítica, algo se trae entre manos. Boss (jefe, en inglés) relata la historia de Tom Kane (interpretada por el actor y director de cine Allen Kelsey Grammer), alcalde de Chicago.

La serie arranca con un diagnóstico de un desorden neurológico degenerativo del viejo lobo de la política, que decide ocultar su enfermedad, excepto a su médico, la doctora Ella Harris (Karen Aldridge), con quien inicia una relación clandestina de compra-venta de fármacos.

Con su esposa Meredith (Connie Nielsen), Kane mantiene un matrimonio de conveniencia; ambos se utilizan y aprovechan. Su hija, una drogadicta que recae en forma habitual, es utilizada para sus intereses. Conforme avanza la enfermedad, el despiadado alcalde pierde facultades y se descompone humana y políticamente. La serie muestra los negocios alrededor de la ciudad y la forma como el poder político y económico encubre los problemas sociales y ambientales. La trama de Boss es más impactante y descarnada que otras series norteamericanas (como House of Cards, Breaking Bad o Scandal).

Estas series se han hecho muy populares por las condiciones de mercado en las que se inscriben (la globalización de la televisión pagada y las tecnologías de internet: el streaming), el aparente ocaso del cine, la comodidad de los espectadores que ya no tienen que salir de su hogar… en fin, todo el cambio que lleva implícita la diseminación de la cultura hegemónica con las nuevas tecnologías. Para el cineasta Víctor Arregui, estas miniseries con grandes presupuestos -incluso- desplazan a las grandes producciones cinematográficas; y connotados actores del cine prefieren trabajar para la televisión.

Estos fenómenos, por lo general representaciones de una cultura decadente y carente de esperanza, se podrían contrastar con la pujanza creativa y estética, sin el respaldo gigantesco del capital y la tecnología, del cine latinoamericano. Pero mientras las series que tanto nos impactan tienen todos los canales de diseminación a su favor, las creaciones artísticas del Sur tienen que luchar contra un sistema hegemónico que las bloquea e impide que se propaguen con las facilidades disponibles para estas series ‘made in USA’.

Estas superproducciones que, mal que bien se han convertido en mercancías muy rentables, contienen, en sí mismas, una relación perversa. El cuestionamiento al sistema de estas series provoca grandes ganancias por su posición crítica. Y aparecen varias preguntas: ¿hasta dónde esa alquimia que transforma la crítica en dinero no es parte del mismo juego del capital? ¿No será Hollywood el muro de las lamentaciones de la fe capitalista norteamericana?

La crítica ayuda a la reproducción del propio sistema, sin dejar de ser un jugoso negocio. No obstante, es un fenómeno mucho más complejo de lo que pudo imaginar Louis Althusser, cuando sostenía que la base económica condiciona y determina al Gobierno y a la ideología (entendida como el sistema de ideas y representaciones).

Boss, House of Cards, Scandal o Breaking Bad critican al sistema, pero igual se venden bien y eso no puede desaprovechar el dragón del capitalismo salvaje, aunque para ello deba devorar sus propias crías.

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