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El Telégrafo
Rodolfo Bueno

Terremotoo...

26 de abril de 2016

Un terremoto suena como si los Titanes y los Gigantes, cautivos en el Tártaro por la poderosa mano de Zeus, ansiaran escapar de su prisión tenebrosa. El bramar subterráneo de la Tierra, semejante al rugido de miles de fieras salvajes, es terrorífico y paralizaba no solo el cuerpo sino, incluso, el intelecto. Sucede cuando menos se lo espera, en cualquier instante de un día soleado o cuando se descansa profundamente en el reino de Morfeo, y rara vez se tiene alguna profética corazonada que permita ponerse a buen resguardo, que tampoco existe.

Apenas comienza, se escucha un crujido atroz que emerge de las entrañas del planeta y se siente el brusco remezón inicial. En un santiamén se forman turbas humanas que atropellan y aplanan a quienes encuentran, hacerse a un lado y dejarlas pasar es el mejor remedio. La locura colectiva es lo más impactante, todos corren sin brújula ni norte y en sus actitudes no hay la mínima lógica, algunos se dirigen hacia los lugares de los que otros huyen y mientras unos maldicen a Dios por no detener el infernal suplicio, en otros cunde el miedo al extremo de confesar a grito pelado sus pecados o suplicar con humilde unción por la suprema ayuda divina.

No existe preparación ni manera de eludir el pánico, porque el tremor y el ruido de las entrañas de la Tierra multiplica por mil las debilidades humanas. Y no hay cómo controlar a la turba que huye, presa de la ofuscación más absoluta, buscando refugio en los escondrijos más insólitos. Mantenerse impávido es única protección contra la enajenación desenfrenada, en un momento cuando nadie puede hacer nada.

Se piensa que un temblor no puede ser tan fuerte, que llegó a su límite, que es imposible que se incremente más aún y, no obstante, sube de magnitud y las casas se derrumban como señaladas por la Parca Átropos.

Mantenerse en pie se torna muy difícil y quienes pierden el equilibrio caen al suelo, donde toman la posición de una cruz, en un intento por evitar que la Tierra se los trague, pues cuando ella se abre engulle lo que encuentra en fracciones de segundo.

Desalienta la inmensidad del cataclismo y se advierte lo perecedero que es el ser humano. Lo efímero de su existencia se hace patente en un momento en el que apenas un microsegundo separa la vida de la muerte, el presente de la eternidad, la serenidad de la cobardía. La impotencia paraliza, no se puede hacer nada y nadie es nadie, aun los hombres más fuertes manifiestan sus debilidades, la tragedia iguala a todos y las diferencias sociales se transforman en tabla rasa.

El terremoto da paso a momentos de debilidad y cobardía, aunque también de grandeza y espíritu de sacrificio. La calma posterior hermana a los sobrevivientes, que comparten lo poco que lograron salvar y se apoyan mutuamente. Es algo para tenerlo presente en cada instante del resto de la vida.

Después vienen las réplicas. La gente se atolondra cada vez que suceden y se asusta incluso del tambaleo que produce un perro al subir por las escaleras. La tranquilidad tarda en llegar, pero llega. Y con ella renace la esperanza en el hombre. (O)

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