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El Telégrafo
Werner Vásquez Von Schoettler

Ser Gobierno para desmantelar el Estado

11 de enero de 2016

Podría sonar como una paradoja, pero no lo es. El neoliberalismo no es que tiene una aversión al Estado como tal, sino que le incomoda que el mismo sea medio para fines sociales y colectivos. El neoliberalismo no es ingenuo a la hora de comprender que requiere instituciones para el control social y la reproducción ideológica del mito del libre mercado como sistema redistributivo eficiente. Por eso, cuando se trata de pensar la democracia, la reducen a la manifestación pura de un electorado ávido de crecimiento y de formas de reconocimiento mercantil.

El neoliberalismo tiene las potencias necesarias para vender unas figuras de vida que atadas a un voluntarismo individual, recrean imágenes de éxito y prestigio social rápido y satisfacciones efímeras. Desde hace varios años venimos afirmando que si alguien cree que el neoliberalismo fue derrotado, ingenuamente cree en formas de predestinación. Eso de un posneoliberalismo tuvo sus límites en medida de la recuperación de la política y su coincidencia con el ciclo económico, lo que ha resultado en el mejoramiento de las condiciones de vida y en el pago histórico de las deudas sociales. Sin embargo, cuando el ciclo económico se convierte en el opuesto del ciclo político las contradicciones pueden emerger con fuerza.

Se puede diferenciar entre las medidas cortoplacistas y las medidas de carácter estructural. La moral, la ética, se ven confrontadas entre sí; entre lo individual, familiar y colectivo. En las tensiones sociales el neoliberalismo se actualizó de manera eficiente: primero se desprendió del viejo imaginario de los noventa, de su fracaso. Segundo, denuncia a la memoria y a la historia como una carga muy pesada de llevar en el presente, cuando lo que se necesita son oportunidades sociales y disfrute de la vida como sea posible. Realmente el neoliberalismo salió de su propio reduccionismo economicista y ha tomado las formas más elaboradas del conservadurismo moral. La reducción de los problemas a la economía fue acogida por el propio progresismo y los temas de disputa del relacionamiento moral fueron atrapados por el neoconservadurismo. De alguna manera ha sido una inversión de valores. Pero en cualquier caso son lecciones a tomar sin complejos ni dramatismo sobre si es el fin o no del ciclo progresista. Lo que es claro es que la disputa es evidente y las fuerzas políticas se han reorganizado.

Defender lo logrado es insuficiente cuando se requiere un nuevo horizonte de sentidos, quizás un poco menos de pragmatismo, quizás un poco más de ideología, de filosofía tradicional; quizás un poco menos de táctica y un poco más de estrategia. Un poco menos de vanguardia y un poco más de multitud. Un peligro que el progresismo ha pagado caro, como el propio neoliberalismo, han sido esos tiempos de desprecio o baja valoración de la teoría, del pensamiento crítico por un pragmatismo que, siendo necesario, se vuelve seco y a veces árido. La política, guste o no, es un modo de encantamiento, de pasión, de locura con sentido; tiene sus propias formas de religiosidad. Los cuenteros de que no interesa si es de izquierda o derecha tienen los días contados cuando la violencia y el garrote neoliberal caigan sobre ellos mismos y haya poco Estado para defenderlos. (O)

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