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El Telégrafo
*Fernando Falconí Calles

Óscar Arnulfo Romero

27 de marzo de 2015 - 00:00

Fue un hombre muy estudioso desde el seminario. Se graduó como doctor en Derecho Canónico. Como Arzobispo de San Salvador, dedicaba gran parte de su tiempo a recorrer los barrios más pobres de la capital. En sus caminatas emitía sus mensajes: “Por eso le pido al Señor, durante toda la semana, mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me dé la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento. Aunque sea una voz que clama en el desierto, sé que la Iglesia está haciendo un esfuerzo por cumplir con su misión”.

La homilía del Arzobispo era esperada cada domingo por el pueblo salvadoreño porque alumbraba el camino a seguir y era fuente de consuelo. Monseñor Romero sufría por el desprecio a la vida del que hacía gala el gobierno represor; sufría cuando se enteraba de las torturas o las muertes de campesinos por reclamar sus derechos; sufría por la injusticia que mantenía en una vida de lujo y despilfarro a unos pocos, mientras condenaba al hambre a los campesinos y a los trabajadores.

Presentía su muerte y sabía perfectamente quiénes serían los autores intelectuales. Tres semanas antes de su partida física, manifestó: “He estado amenazado de muerte frecuentemente. He de decirles que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Lo digo sin ninguna jactancia, con gran humildad. Como pastor estoy obligado, por mandato divino, a dar la vida por aquellos a quienes amo, que son todos los salvadoreños, incluso por aquellos que vayan a asesinarme. Si llegasen a cumplir las amenazas, desde ahora ofrezco a Dios mi sangre por la redención y por la resurrección de El Salvador. El martirio es una gracia de Dios que no creo merecerlo; pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad. Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea para la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro. Si llegan a matarme, perdono y bendigo a aquellos que lo hagan. De esta manera se convencerán que pierden su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, nunca perecerá”.
Apenas una semana antes de que lo asesinaran las manos de la ultraderecha, se dirigió con firmeza a las fuerzas represivas: “En nombre de Dios y de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo, cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno: ¡Cese la represión!”.

Su mensaje permanece en el pueblo al que tanto amó. El papa Francisco firmó hace pocos días el decreto de beatificación y la ceremonia se realizará el 23 de mayo de 2015 en la plaza principal de la ciudad capital. El buen pastor da su vida por su rebaño. Monseñor Romero no huyó, pese a las amenazas de los sectores reaccionarios de El Salvador que, para engañar al pueblo, acostumbran disfrazarse de mansas ovejas. La bala asesina -disparada por un francotirador en la capilla del hospital Divina Providencia- no pudo acallar su voz. Su mensaje tiene plena vigencia: “Una Iglesia que no sufre persecución, sino que está disfrutando los privilegios de las cosas de la Tierra, no es la verdadera Iglesia de Jesucristo”.

La figura de ‘San Romero de América’ se agiganta, porque resucita todos los días en el pueblo salvadoreño, en el pueblo de nuestra América mestiza.

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