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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

"¡Oh, gloria inmarcesible! ¡Oh, júbilo inmortal!"

01 de julio de 2016

La sublime frase, de Rafael Núñez, en el sagrado himno nacional de la nación colombiana, es el apropiado lema para relievar un hecho de la mayor trascendencia en el devenir de la patria grande. El acuerdo que pone fin al conflicto fratricida que por más de medio siglo segó a Colombia y que hoy todo el orbe saluda con emoción y hace renacer la certeza del continente de paz y en paz. Y que ahora requerirá la validación soberana de ese pueblo fraterno y sabio.

Acaso el difícil proceso de antiguas negociaciones para poner término a los enfrentamientos armados en la región colombiana, presagiaba -como otras veces en el pasado- un fracaso. Más, en el contexto  del nuevo espíritu de América latina, ayer insensiblemente sumida en sospechas y ambiciones viles, y ahora tras la utopía de la integración, ha mostrado el triunfo de la sensatez.  Hoy hemos comprobado con felicidad que se ha impuesto la razón y la necesidad sentida de la república hermana. El evento vital desarrollado en La Habana en estos años, cuyos fines parecían inalcanzables, ha mostrado al planeta que el diálogo siempre será fecundo y sus efectos permiten construir antes que destruir, que el tableteo de las ametralladoras y el estallido de las bombas es recurso final para sostener ideas discrepantes entre conciudadanos. Aunque esto no signifique sometimiento al statu quo que las oligarquías siempre han impuesto a los  conglomerados sociales. La arquitectura de la paz es factible cuando va de la mano con la equidad. Solventar el esfuerzo del respeto al semejante está más allá de la tolerancia, que con la invisible dialéctica de la superioridad de los unos sobre los otros genera la desconfianza y el  resentimiento. Aquel que considere equivocado a su prójimo, por haberse situado en uno de los bandos de la conflagración o por ser neutral en la contienda, no ayuda a la avenencia. La paz en Colombia  es una oportunidad única para el reencuentro, entre los hijos de esa tierra tan querida por nosotros. Y es que los tiempos históricos, positivos en los espacios territoriales y psicológicos latinoamericanos, son válidos en la medida que sustente pensamientos esenciales para el porvenir venturoso de nuestros ciudadanos. Hemos perdido  varias oportunidades de  integración para desarrollarnos -desde la independencia del coloniaje español hasta hoy-, y es necesario recuperarlos, en la perspectiva de nuestros libertadores, de libertad y justicia. La marea de los grandes poderes del mundo, de acciones casi omnímodas, puede ser manejada con conceptos y principios de unidad y coordinación continental, por ello es fundamental dejar que los fusiles y los cañones callen en nuestros suelos; que el mortífero accionar de la guerra desaparezca para siempre de estos lares. Para tener cohesión al interior de los Estados y frente a las potencias del exterior, se debe mostrar la fuerza robusta y legítima de la ley. Y para defender los intereses de Latinoamérica, debe insistirse en la unidad nacional y regional. De allí que el gran logro de los acuerdos en el diferendo colombiano permite con certeza pensar en nueva  formas de coexistencia entre compatriotas, dejando de lado cálculos políticos mezquinos, posibilitando el acto final del proceso con la ratificación constitucional.

Estamos ciertos que edificar el potencial democrático en un país, donde se integran energías ideológicas distintas, tiene enormes retos. Los modos, inteligibles para los que anhelan la paz, por parte de los que en las sombras planearon y lo siguen haciendo de apostar en contra del convivir pacifico, es una realidad nefasta, que no se puede soslayar. Sin embargo, ni las bajas pasiones de unos cuantos ni la congoja de otros ruines podrá torcer el camino de la inmensa mayoría de los colombianos, que en madurez plena darán su veredicto de aprobación a la paz. (O)

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