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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Masacres

08 de abril de 2015

No importa el porqué. Tampoco importa el cómo. El dónde es relativo. Cada cierto tiempo vemos cómo alguien se abroga el derecho de decidir sobre la vida de otra persona. Sobre el final de esa vida. Las causas suelen ser nobilísimas y muy claras para el asesino, aunque sean horripilantes para todos los demás, y con demasiada frecuencia se encuentran ligadas a ideas religiosas, incluso cuando el ateísmo es su divisa, porque el ateísmo recalcitrante suele parecerse demasiado al fanatismo religioso.

Ahora es Kenia, hace seis meses fue Ayotzinapa, en algún otro momento, París. Y no hay que olvidar el accidente de Germanwings. Solamente por hablar de lo más reciente. Por no hacer un recorrido por los campos de concentración, por no visitar el escenario de las guerras civiles, de las cruzadas, o los sórdidos sótanos de la Inquisición.

¿Qué lleva al ser humano a destruir a su propia especie? ¿Qué lo lleva a no solamente quitar la vida, sino a cebarse en el sufrimiento de ese momento cruel en que el pánico y el dolor nos poseen? ¿Qué clase de especie es la que se autodestruye de maneras tan dramáticas? ¿Por qué? ¿Para qué?

Los últimos sucesos de Kenia, además, han puesto en la llaga el dedo de la difusión de estos sucesos y la importancia que se les da en los medios de comunicación. Después de la masacre de París, un montón de gente era Charlie, los líderes mundiales fueron a Francia para marchar tomados del brazo en defensa de la libertad. Ahora nadie es Kenia ni cosa parecida. Ningún líder mundial ha planteado siquiera la idea de viajar a Kenia para marchar por las calles de Nairobi tomándose del brazo en un reclamo institucionalizado por la paz en el mundo. Al igual que hace seis meses, cuando el número de los que nos sentíamos Ayotzinapa no era noticia en ninguno de los grandes medios de comunicación. Tampoco hemos visto a ningún líder mundial ir a pasearse por el Zócalo o la Plaza de las Tres Culturas clamando por justicia, libertad y transparencia.

La condición humana siempre sorprende. En esos espejos nos miramos cuán luminosos y cuán pavorosos podemos ser. Cuando comenzamos a clamar por la justicia que acabaría con los asesinos de la misma forma en que ellos acabaron con sus víctimas, pasamos a convertirnos en algo muy similar a lo que criticamos. Cuando intentamos trascender de una comprensión meramente humana de los sucesos hacia una visión que abarque lo complejo, más allá de la rabia y el dolor, tal vez nos damos la oportunidad de crecer en sabiduría y bondad. (O)

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