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El Telégrafo
Fander Falconí

La economía de la Cenicienta

08 de abril de 2015

Todo cuento infantil es una alegoría con varias lecturas. El hada madrina de la Cenicienta es una recicladora. Cenicienta es una rebelde contraria al estereotipo de belleza perfumada. Reciclar y rebelarse contra el modelo estandarizado es una nueva forma de producir.

En el modelo estandarizado, los mercados aparecen como la forma natural y el mecanismo idóneo para organizar la economía. La economía aparece huérfana de base material, desprovista de Naturaleza, sin madre, como la Cenicienta.

¿Es posible rebelarnos contra estos modelos homogéneos de producción y de consumo? Tim Jackson, en su libro Prosperidad sin crecimiento. Economía para un planeta finito (Icaria Editorial, 2013), propone construir una economía en la cual las actividades no estén basadas en hacer más productos, sino en movernos hacia sectores intensivos en mano de obra que podrían suministrar a la sociedad los bienes y servicios necesarios. Es la ‘economía de la Cenicienta’, hasta ahora relegada porque da pocos beneficios a los capitalistas. Desde la perspectiva de un economista convencional, dice Jackson, ¡no vale nada!

El motor de la reactivación económica no solo puede asentarse en el consumo –o en el excesivo consumismo-, sino también en la redistribución social y en la inversión sustentable, en el ahorro de energía, en las energías renovables y en los servicios  a la comunidad. Son las actividades intensivas en trabajo y bajas en contaminación, como la salud, la educación, los cuidados, el bienestar social, el ocio y el tiempo libre, la cultura. Los servicios sociales representan la mitad de la intensidad media de carbono y aumentan el bienestar de las personas.

La inversión debe tener como prioridad la creación de empleo de calidad, la diversificación productiva (por ejemplo turismo científico y gestión turística responsable, en particular en ecosistemas frágiles), el adelanto del conocimiento y la  innovación tecnológica. El rendimiento de la inversión no puede ser valorado solo en términos de productividad convencional (mayor rentabilidad por dólar), pues puede generar riqueza en el corto y mediano plazo, pero no necesariamente en el largo plazo.

La riqueza debe ser considerada en un sentido amplio, no solo por el dinero y los otros objetos valiosos que se acumulan. Tienen que valorarse todos los flujos de ingresos y la magnitud de los stocks de activos, como bien indica Julio Oleas (El sistema de cuentas ambientales y económicas, Cepal, 2013): el capital ‘producido’ por los humanos (formación bruta de capital fijo); la capacidad y conocimiento humanos (esto se podría evaluar por medio de ‘proxis’ como educación y salud); la calidad de las instituciones (es decir, los arreglos sociales para reducir las condiciones de incertidumbre que siempre nos afectan) y, por supuesto, el mal llamado ‘capital natural’ (prefiero llamarle patrimonio natural).

Las industrias e inversiones útiles son fundamentales en una coyuntura marcada por los precios bajos de las materias primas y alimentos. Pero no estiremos tanto la alegoría, su aplicación sería un pequeño paso hacia la sustentabilidad, nada más. Lo importante aquí es no hacer de la economía tradicional otro dogma de fe.

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