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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

La diáspora africana

18 de marzo de 2016 - 00:00

La  esclavitud tiene orígenes remotos. En la antigüedad, las añosas culturas de Oriente, Grecia y Roma la mostraron siempre en toda su dimensión alevosa y en las estructuras civilizatorias de Egipto, China, Persia e India, se exhibió tenebrosa y criminal. Aunque con variables de refinación junto a otras de los posteriores tiempos, surgió, fue erigida como institución de dominio de unos hombres sobre sus semejantes, por distintas causas: poder, guerras y aun y por deudas impagas. A los acreedores se les otorgaba el derecho de disponer de los deudores, venderlos a sujetos locales y foráneos. El Imperio romano solventó el marco legal para su desarrollo infame con códigos, que sobreviven aún y modificados ahora para penas aflictivas al insolvente. La rebelión de Espartaco fue un primer intento -fallido- en el fin de devolver dignidad a siervos condenados. Grecia sustentó su democracia en el voto de unos cuantos para gobernar sobre multitud de esclavos, salvo en el lapso  piadoso de Solón. La tora judía dio a la esclavitud un sentido dinástico. Abraham tuvo un hijo con la esclava Agar. Ismael, que según los sabios hebreos fue el  tronco familiar del pueblo árabe. El Reich nazi cimentó su dominio en la mano de obra oprimida. Lo mismo acaeció en el franquismo  No obstante, el mayor genocidio que el planeta tenga memoria se cometió durante siglos y en todo el mundo, con la actividad criminal organizada por las potencias europeas, que consistió en una operación malvada en la que se combinó el secuestro masivo de personas, familias, naciones enteras africanas, ejecutado con las mayores e indignas exacciones y perversiones, en  contra de hombres, mujeres, niños, y el sustento de un comercio inicuo de raptados de su tierra para tasarlos  en subasta pública en el viejo y nuevo continente. Las cifras de los que padecieron esta depravada acción, por comerciantes abyectos, son incontables, y las consecuencias -terribles para su identidad cultural- todavía son enormes y espeluznantes. Millones de personas fueron capturados en forma miserable, tratados sin misericordia, hacinados en bodegas, sin aire, agua, comida, y mudados en forma vil. Morían por miles antes de terminar la travesía. No había piedad para nadie, el lucro era el leitmotiv de los traficantes. En 1856, nuestro presidente Urbina decretó la libertad de esclavos, años antes de que lo hiciera Lincoln, en EE.UU., cuya acción fue causal de una cruel guerra civil. Las Naciones Unidas establecieron el Decenio de los Afrodescendientes, como el espacio temporal para que los Estados miembros posibiliten reparar la injusticia histórica sufrida por el pueblo negro en aquellas centurias de dominio colonial y en la arquitectura del sistema capitalista que se nutrió de la mano de obra sumisa. La resolución 68-237 de diciembre de 2014, expedida por la ONU, se sostiene sobre tres ejes fundamentales: reconocimiento, justicia y desarrollo, y es eslabón de la cadena de declaraciones contrarias al discrimen racial y la exclusión, como la de Durban y Santiago. La presente destinada a 200 millones de afrodescendientes del hemisferio y que Rafael Correa, en solemne acto, firmó a nombre de Ecuador, siendo el primer jefe de Estado americano en hacerlo. El documento reitera la necesidad de justicia para un conglomerado estigmatizado, su derecho al saber, al registro de sus raíces y su devenir. La historia de la humanidad que se exculpó a sí misma de la tragedia de proporciones apocalípticas que fue el éxodo forzado de África, hoy debe llamar a la reflexión a todos, frente a hechos nocivos subyacentes aún en el orbe. La acción policial en EE.UU., con efecto de muerte en oposición a ciudadanos negros, es molde elocuente de lo que no debe ser. La ola trágica migratoria de pueblos, que huyen de hambre y muerte, que hoy  sacude a la UE, sin reacción positiva de sus gobiernos, es prueba tangible del eufemismo intolerable del mundo rico. (O)

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