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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

Hiroshima mon amour

03 de junio de 2016

El 6 de agosto de 1949, la hecatombe atómica cayó por primera vez en una ciudad abierta: Hiroshima. Un avión de la fuerza aérea estadounidense lanzó sobre la urbe japonesa una bomba de 1 kilotón -cifra surgida de la nueva tabla siniestra de la destrucción termonuclear-, que mató a cientos de miles de habitantes, la mayoría civiles: adultos, niños quemados por una nueva energía infernal, la nuclear, que además provocaría secuelas viles y terribles a los sobrevivientes. Días después, otra ciudad, Nagasaki, fue arrasada por otra bomba de similares características, y con consecuencias parecidas, la muerte de casi la totalidad de la población de la localidad y la condena a sufrimientos eternos para quienes lograron salvar sus vidas, en un país que ya estaba derrotado y que a duras penas se respaldaba en el fanatismo de una casta militar, abyecta, que sostenía una dinastía imperial con ambiciones de gran potencia mundial.

La Segunda Guerra Mundial había concluido, la bandera soviética que el Ejército Rojo había izado en el Reichstag era el símbolo de la derrota de la peste nazifascista. La liberación de países y pueblos de Europa, sometidos a la bota hitleriana, era un hecho glorioso y que prometía un mundo sin guerras y una paz de siglos, un sueño abrigado por la humanidad, desde siempre. El descubrimiento de los campos de exterminio, gestados por la siniestra solución final contra los pueblos judíos, gitanos y eslavos, cuya perversa concepción surgía de mentes perturbadas ganadas por el odio y la exacerbación de los pensamientos más espeluznantes de una nación y llevados a cabo como política de Estado por los agentes más representativos y poderosos, les merecía el castigo ejemplar, que luego se centró en los juicios de Núremberg, con sanción para los jerarcas del régimen de Hitler; algunos con la horca; pocos a prisión; y los otros, liberados. No obstante haber pasado casi noventa días de la rendición incondicional de Alemania, la lid en el Pacífico continuaba, duros combates se efectuaban en una serie de islas cercanas a Japón. Las sangrientas batallas en Iwojima, Okinawa, con lauros dudosos, para ambos bandos, hace que combatientes soviéticos se unan a la lucha, cumpliendo con los acuerdos de Yalta. Y desde  sus territorios del Lejano Oriente y en movimiento envolvente derrotan a numerosas fuerzas japonesas  en Manchuria y Corea ocupadas años atrás, liberándolas. Pero el avance del Ejército de EE.UU. es arduo y difícil, a pesar de que el imperio del Mikado ha perdido toda su poderosa flota por errores tácticos, como en el combate de Leyte, o por daños colaterales, la invasión de EE.UU. no progresa. Mas la carencia de insumos vitales coloca a Japón en una postura bélica insostenible. La capitulación es su única perspectiva Solo cuenta con la resistencia iracunda de sus soldados.

Es en esos momentos cuando Truman, el sucesor del gran Roosevelt, analiza el lanzamiento del elemento de destrucción masiva. Sus asesores lo ponen en guardia: el avance de Stalin en Europa, el triunfo de los comunistas chinos sobre la corrupta camarilla del Kuomintang. Y le aconsejan utilizar la bomba. El proyecto Manhattan, la ‘B-A’, convertida en realidad maligna, distinta a la que sus padres: Einstein, Fermi, Oppenheimer, pensaron para el adelanto científico del orbe, está probada y lista. La salida para justificar la participación de EE.UU. en esta guerra y las miles de bajas del conflicto, con un triunfo válido que anule dudas de la eficiencia de sus generales, pende del uso del arma mortal, la bomba A, y su horror. Truman acepta y lo hace. El presidente Obama ha visitado Hiroshima, en días pasados, no ha pedido disculpas al pueblo japonés por la mayor matanza que  humanos hayan generado a sus semejantes, en minutos. El filme Hiroshima mon amour, de Resnais, da una respuesta válida a ese gesto. “No ha visto nada”. (O)

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