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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

El premio de la dinamita

14 de octubre de 2015

Los reconocimientos a méritos de cualquier tipo siempre traen orgullo y alegría. Significan que algo se hizo bien, que se hizo mejor que otros, que un esfuerzo, muchas veces sostenido a lo largo de toda una vida, es reconocido por alguien también con méritos suficientes como para hacerlo.

¿Siempre?

Hace más de cien años, movido tal vez por el remordimiento de haber inventado una de las sustancias más destructivas de su tiempo, Alfred Nobel decidió crear una serie de premios destinados a recompensar mundialmente los méritos de varias personalidades en algunas áreas del saber y del hacer humano, y el más importante de ellos fue el premio Nobel de la Paz, que como se ha pensado siempre, está destinado a recompensar los esfuerzos de una persona o institución para favorecer a la paz mundial, o local con trascendencia planetaria.

Muchas grandes personalidades recibieron el premio Nobel de la Paz, y en gran parte de los casos haríamos mal en dudar de sus méritos. Sin embargo, como ha dicho en alguna de sus sorpresivas declaraciones el polémico personaje Alejandro Jodorowsky, es “el premio de la dinamita”. Acarrea ‘karmas’ y remordimientos. Y a veces se equivoca al dirigir su reconocimiento en uno u otro sentido.

Por ejemplo, aquel premio Nobel de la Paz entregado al presidente Obama cuando todavía no había tenido tiempo de hacer ningún mérito, ¿para qué sirvió? ¿Por qué se lo entregaron? ¿Por miedo? ¿Por ser mulato? ¿Por si acaso? Las acciones de Obama han ido demostrando en picada que si alguien no merece el premio Nobel de la Paz es él, más allá de su voz firme y de su buena oratoria, incluso más allá de sus eventuales lágrimas en público al enterarse de algún crimen masivo de esos que van tomando frecuencia cíclica en su país. No le tiembla la mano ni la voz, ni hay un leve rastro de humedad entre sus párpados cuando de ordenar ataques o bombardeos a mansalva se trata.

Retirarle el galardón, aunque sea simbólicamente, hablaría de consecuencia, aunque sea con el remordimiento del famoso inventor del poderoso explosivo. Sin embargo, la Academia Sueca tampoco está para ese tipo de acciones. “Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita”, parece rezar, mientras su tan emblemático como injusto premio Nobel de la Paz del siglo XXI bombardea con fe y alegría a Médicos Sin Fronteras, otro Premio Nobel de la Paz, aunque menos favorecido por la suerte de Obama: ser el presidente de un país tan poderoso que le hayan dado un premio por lambisconería y servilismo antes que porque realmente haya movido un dedo para merecerlo. (O)

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