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El Telégrafo

“El Gran Hermano”: entre el prevaricato y la moral

17 de febrero de 2012

Dejando de lado la redacción mística de la sentencia, creo que es importante recordar la cuestión de fondo dentro de lo que significó el libro “El Gran Hermano”. Al parecer el discurso de oposición se ha quedado en una instancia donde el tecnicismo jurídico ha triunfado sobre la realidad  aparentemente dolosa.

Es decir, la crítica se ha basado en la ecléctica redacción de la sentencia (lo cual no está mal), pero sin eximir de culpa a los acusados ni comprobar, efectivamente, su inocencia.

El periodismo investigativo, manejado con ética y responsabilidad, no prevarica. Y digo prevaricar porque en el momento en que el periodista, con el auspicio de un medio de comunicación, acusa a un individuo, lo deja en indefensión jurídica frente a la opinión pública y el sistema judicial. La conclusión del periodismo investigativo no puede ser linchamientos.

Las pruebas de la investigación deben ser juzgadas por la autoridad competente. Y si existe la acusación civil, entonces deben hacerse responsables de esto.

Según los autores de “El Gran Hermano”, el presidente Correa conocía sobre los negocios de su hermano y, además, era solapado por él mismo. Las acusaciones nunca pudieron ser probadas (y no por ser seudoperiodistas haciendo seudoinvestigaciones, sino por la calidad y legitimidad de las declaraciones).

Acusar al presidente Correa de conocer los contratos que mantenía el hermano con el Estado era base suficiente para que, según la Constitución, el Primer Mandatario pudiese  ser destituido y juzgado por un delito penal. No era una reprimenda.

Eventualmente, el Presidente les dio la oportunidad para retractarse y disculparse (o, por lo menos, rectificar); no necesariamente por su magnanimidad y gran corazón. Los autores decidieron morir en su verdad.

El libro, de todas maneras, reveló cierta irregularidad en el sector público, pero lo hizo con poca responsabilidad y menos ética. El periodismo investigativo no puede terminar con la visceralidad de los autores. Y los daños que deberán pagar (absolutamente debatibles) no le ponen un precio a la honra, como parecía ser el discurso, sino que penalizan la injuria por el daño, ni místico ni espiritual, sino real a una persona cuyo desenvolvimiento público se basa, mayoritariamente, en su imagen (ergo honra y moral). No es el único, pero ha sentado un precedente: no podemos ir acusando a la gente, denigrándola con estas acusaciones, sin fundamentos.
La soberbia ha impedido entender a los autores que una buena investigación puede tener un juicio errado. No es la

primera vez que lo hacen, pero la sentencia (apelable en toda su extensión) sí revitaliza el derecho ciudadano por encima de la falsa libertad de expresión.

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