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El Telégrafo
Werner Vásquez Von Schoettler

Democracia y revolución

23 de noviembre de 2015

Como nunca antes en la historia de América Latina, en la historia del Ecuador, la democracia se ha convertido en fuente de deseo de las derechas neoconservadoras como de cierta izquierda precipitada con el objetivo de hacer de ella algo meramente procedimental, meramente formal a cumplir y que de la misma emane un ritual del poder sin fondo popular.

La democracia no es un fin en sí misma, es un escenario de disputas fundamentalmente económico-políticas. Si se la reduce a fin se falsea al pueblo como fuente del poder.

El neoconservadurismo toma a la democracia como un objeto de culto minimalista, cerrado en sí mismo y sometido a las fuerzas voluntaristas del mercado. Para ellos no puede haber democracia sin supremacía del mercado frente al interés humano. No es cosa menor este credo. La democracia para ellos tiene sentido siempre y cuando estimule la práctica mercantil del mercado. La democracia en ese sentido es una parafernalia necesaria para recrear la imagen de una sociedad competitiva.

El credo del libre mercado, de la mano invisible, es el mayor enemigo de la democracia como escenario de las transformaciones sociales.

Una democracia en revolución no es nada más ni nada menos que la expresión popular que busca el bien común, que busca justicia, equidad, desarrollo, bienestar en general. Por esto el imaginario mismo de la democracia entra en cuestionamiento permanente. No puede ser algo vacuo, una redundancia espesa, tan abstracta que no toma forma humana pero que sirve como plataforma moral de ciertas élites rancias y decadentes. Por ahí alguien las llama “democracias fósiles”.

Los procesos democráticos actuales toman forma humana, compleja, son de carne y hueso. Legítimos por mandato popular que supera el día de las votaciones, que supera el momento electoral y se extiende como deber ético en la pragmática de la política.

El socialismo es la forma más radical de democracia. Supera el normalismo constitucionalista, el claustro de la atadura jurídica y el monumentalismo arqueológico de la palabra sagrada.

La democracia como acción social viva, vivificante, da sentido a las constituciones: estas no sustituyen al soberano, al mandante, por el contrario, deben tener la capacidad de expresar con fidelidad las necesidades históricas, si no es así, son palabras huecas. Las constituciones deben facilitar la construcción del poder democrático. Deben permitir que el Estado no se personalice, sino que se expanda como condición social para el buen gobierno. La naturaleza misma del Estado entra en disputa en las democracias en revolución.

En el siglo XXI el Estado llega a ser una condición humana de lo común, de lo público. No es estatismo porque no responde a un grupo monopólico, sino que es condición de relacionamiento social y ahí radica el fondo de la hegemonía. Esta ya no es un misterio, ni designio, ni destino, ni ilustración intelectual sino liderazgo que quiebra la tradición, quiebra el statu quo y que derrota al adversario. Quien defiende la democracia no teme enmendar las constituciones. (O)

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