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El Telégrafo
Werner Vásquez Von Schoettler

Democracia radical, ahora

31 de agosto de 2015

Muchos de quienes se declaran demócratas, defensores a ultranza de la democracia, buscan que la misma se reduzca a un juego de reglas impersonales, ultrainstitucionales, simétricas en su definición y por fuera de cualquier acción de la lógica ciudadana. Esa búsqueda tiene como objetivo hacer que el juego democrático quede cercado a una normatividad jurídica que supere la racionalidad misma de las disputas políticas. Otros buscan que la democracia se ejerza en algo parecido a un Estado puro: lo que lleva a una creencia de que la democracia es una esencialidad de la acción colectiva; intrínseca a su accionar y que todo, al final, desembocaría en un ejercicio puro de la misma.

En todos esos casos lo que se niega de hecho, de derecho o comprensión es el carácter de disputa que implica la democracia. La democracia en su propia estructura dinámica, centrada y acontecida en el ejercicio pleno de la ciudadanía, tiene por motivo propio las contradicciones de una sociedad. La misma ciudadanía se nutre del conflicto. Las viejas formas discursivas de la democracia han puesto en la negación del conflicto su ‘fe’ de que la misma es expresión de la negación de las oposiciones. Creyeron que esa era la forma sana, lógica, perfecta de las sociedades democráticas. Para lo cual creyeron que eliminando al enemigo ‒tradicionalmente de izquierda‒ la democracia expresaría un estado de orden social perfecto. Pero nada más lejano y falso en la historia social del mundo moderno. En sociedades del siglo XXI, se exige una democracia radical, es decir, una democracia realista, que no tenga por centro un enemigo al cual aniquilar, sino el reconocimiento de un adversario continuo, permanente. El conflicto es constitutivo de la construcción humana en todas sus formas y modos de vida.

El reconocimiento de lo diferente y diverso es substancial para la existencia de la ciudadanía. No quiere decir que todo se reduzca a un ideal de amistad idealizada. La política exige un combate permanente entre adversarios: sin intención de aniquilamiento pero sí de consenso conflictivo; de construir hegemonía continuamente. Ese es el punto central del conflicto: motivador en la construcción de un deber ser democrático pero a condición de que en el presente se tomen medidas democratizadoras, por ejemplo, la redistribución de la riqueza; disminuir la acumulación opulenta.

Los actos empíricos radicalizan la democracia; la hacen más real e inacabada porque así se mantiene el motor de las transformaciones sociales. El neoliberalismo promulga la posibilidad de una democracia mesiánica: pura, angelical, sin pecado original. Todas falacias ideológicas para legitimar una visión caduca de la historia y perversa con la condición humana. El socialismo contemporáneo tiene vitalidad no por dogmatizar sus fundamentos filosóficos, sino por sujetarse permanentemente a la razón histórica del conflicto social inherente al capitalismo sea cual sea su modo de realización. Por eso no debemos tener miedo a la disputa continua. Lo revolucionario de un proyecto político siempre está en el porvenir. Disputar, sí el pasado, pero sobre todo disputar las condiciones históricas del presente es disputar el mundo político para el bien de las mayorías. (O)

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