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El Telégrafo
Xavier Lasso

Alma de agente

26 de diciembre de 2017

Cuando faltan argumentos sobran los insultos; el abuso de adjetivos, que terminan calificando al mismo abusador, es el camino que casi siempre se escoge en ese penoso ejercicio.

Quizá estamos repletos de grandes insultadores en la historia de nuestro país; quizá por eso buena parte de nuestro periodismo ha creído que el insulto es la mejor expresión del libre ejercicio en el oficio. Pero los grandes insultadores, del siglo XIX por ejemplo, hacían al mismo tiempo buena literatura, alcanzando altas cotas de perturbación porque lo de ellos tenía razones políticas profundas. Descalificar a un tirano, enganchado a épocas pretéritas, que se resistía a los nuevos tiempos, como cuando el liberalismo necesitaba abrirse paso ante la forma hacienda, típica de la Sierra, para consolidar la aparición de la plantación, embrión capitalista, típica de la Costa, era históricamente imperativo.

Montalvo erudito sabía que Iglesia y Estado debían separarse, que el liberalismo de entonces encarnaba esa urgencia social. Él tenía formación de sobra para socavar las debilitadas bases que se resistían a desaparecer.

Era un hombre inteligente, de exquisita formación, apasionado y con neurótica capacidad de trabajo, por eso ante cada retrógrado un nuevo libro suyo aparecía.

Son muchos los que hicieron del insulto su método, pero lo hacían con talento y la historia les había dotado de enormes razones. No siempre fueron comprendidos y aun hoy hay gente que se resiste a su estilo.

Pero ante la aparición de los sistemas audio visuales, la televisión sobre todo, alcanzamos formas muy burdas, rústicas, vulgares de insultadores. Son generalmente muy mediocres porque actúan bajo consignas. Las urgencias de hoy nunca serán como aquellas plumas; el vértigo ha sido esencialmente simulación; su lenguaje es muy pobre y coquetea permanentemente con el morbo. Peor en estos días de pos verdades, de cinismo total, de motivaciones inconfesables.

Cuando las razones no alcanzan, se apela ya no solo al insulto, a la mentira; soterradamente enfilan sus bajezas a esferas incluso muy íntimas, personales. Amparados en poderes reales usan sus licencias para intentar amedrentar.  Algún ejercicio les hace pensar que todos debemos callarnos llenos de temor; que la decadente águila que los ampara es suficiente. Ricaurte parece recibió un pobre entrenamiento, se quedó en el manual del principiante. A la agencia habría que pedirle más sutilezas. La CIA no siempre acierta. (O) et

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