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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Algo personal

25 de mayo de 2016

El nuestro es un país extremadamente politizado. Un país donde la mayor parte de conversaciones y la atención se fijan y se centran generalmente en el tema político. Como ya se ha dicho, existen básicamente dos posiciones irreconciliables entre los unos y los otros. Los unos serían los que siempre ganaron, los que detentaron el poder durante siglos y décadas y hoy por hoy sienten que se les ha arrebatado algo que, según ellos, detentaban por un derecho legítimo. Son los que respiran por la herida, y no están solamente en nuestro país. También desde fuera existe esa sensación, sobre todo en aquellos sectores que habían reducido al subcontinente a la categoría de ‘patio trasero’ y de repente se dan cuenta de que en posteriores remodelaciones quiere convertirse en una edificación independiente.

Los otros son los que desde hace poco tiempo (más o menos una década) llegaron al poder por las vías impuestas por aquella misma democracia blindada que había mantenido a los unos durante tanto tiempo en los gobiernos o en el poder detrás del poder.

Existen también unos terceros: pertenecían a los ‘otros’, pero después de sucesivas decepciones y contubernios se fueron cambiando de bando. Según ellos, no pertenecen a los ‘unos’, pero les ayudan en todo lo que pueden y hasta coquetean con ellos cuando es del caso. Alguna vez, en algún pasaje del evangelio, Jesús afirma que no ha venido a traer la paz, sino la espada. Y sin intención de homologar ningún líder al hijo de Dios según la religión cristiana, se podría decir que eso sucede con todos los cambios estructurales de gran envergadura y largo alcance: polarizan las sociedades, crean resistencias en los que se sienten perjudicados y también resistencias en aquellos que piensan que no es suficiente.

Sin embargo, la manera de manifestar esas actitudes varía desde la sesuda y ponderada reflexión opositora en donde pesan más los argumentos que la visceralidad (esa casi no existe en Ecuador), y la actitud de tomarse cualquier discrepancia política como si fuera una ofensa personal, pero no solamente eso. Es también la actitud de ofender a quienes no piensan igual. Los epítetos referidos a animales, los rumores descalificadores en donde se insinúa que hubo compensaciones de cualquier tipo (los famosos sándwiches, aunque mucho se vio en cierta marcha opositora a una camioneta de cierto canal de televisión repartiendo vituallas), los rumores y falsas sospechas acerca de la orientación sexual de los contrarios, con el fin de provocar estallidos homofóbicos, y así… Mientras los escasos pertenecientes al primer grupo comparten de vez en cuando un artículo o una opinión, la mayoría beligerante hace gala de trastornos como la coprofagia, el síndrome de Tourette (uno de cuyos síntomas es la compulsión por insultar de manera soez), diversos tipos de paranoia y un vasto etcétera…

Discrepar, per se, no es ofender. Parece obvio. En una saludable discusión no se ataca personas, sino que se defienden ideas. Y también parece una perogrullada. Sin embargo, la disputa política llevada a lo personal evidencia algo más allá de la simple estulticia de ciertos grupos o personas: no es una simple discrepancia, es una guerra, en donde todo se vale, hasta lo más ruin y bajo. Una oposición ponderada e inteligente puede ser necesaria y hasta beneficiosa en cualquier proceso. Pero siempre hace falta esa dosis de actitud guerrerista en donde se le deja de hablar a una vecina porque ‘levantó la voz’ defendiendo su postura, aunque se tenga la inveterada costumbre de hablar a gritos sin necesidad. (O)

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