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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Acoso sexual y frigidez oral

20 de junio de 2016

Hace poco, mientras hacía fila en el cajero de un banco, teniendo a una mujer y un hombre -jóvenes ambos- delante de mi lugar, pude observar cómo él, a cada instante, volvía su mirada a la chica; mejor dicho, posaba sus ojos en sus caderas y piernas con una especie de apremio y morbo repulsivos. Ella trataba de ignorar esa mirada intimidante y jugaba con su celular hasta que por fin él sacó dinero de la máquina. Al irse, el tipo se volteó y dio una última ojeada a la mujer que, en un santiamén, huyó del banco.

Aquella imagen se repite en diversas partes y contextos. Conozco tantos testimonios y pavores similares, que su recuerdo me persigue. El acoso, casi siempre sexual, asoma de modo inesperado en cualquier espacio y temporalidad, y, quienes lo sobrellevan, mujeres de diferente edad y condición social, llegan a sentir una inmensa vergüenza. Los valores que ha inoculado esta sociedad, tan elástica con el machismo, transforman la humillación en algo parecido al retraimiento y el olvido forzado, so pena de que ellas puedan pasar por putas -bastante taimadas- a quienes un hombre aborda porque, sin querer queriendo, ellas lo provocan… con sus ropas, con sus meneos, con sus redondas nalgas…

La normalización del acoso sexual en vez de disminuir, aumenta. El ingreso masivo de mujeres en esferas laborales y académicas -a todo nivel-, públicas y privadas, crea un flujo de relaciones poco igualitarias. Recién nomás, caminando por la calle, escuché a un tipo decir a otro: “… anoche le obligué a mi pana a hacer cuentas, a ver cuánto se gastaba en culos al mes…”, y se morían de la risa. Oficinistas de quinta parecían, seguros de su catadura seminal. Así va el andar cotidiano de gente que aparentemente vive el privilegio de tener trabajo y dinero suficiente para despilfarrar en culitos. O sea, la vulgaridad como principio de vida; una conducta que tiene toda la cobertura de la tolerancia social para abusar de quienes, por la división de roles, están situadas en el lugar del objeto, de la reproducción mamífera, del descarte sexual de los cuerpos paridos, de la rotación perpetua de vaginas.

Y hay inclusive los exhibicionistas que se tapan en la indigencia de su espíritu. Amasijos de impotencia y acoso ansían fraguar en la ‘hembra’ el deseo de contemplarlos en su máximo esplendor. Pero ellas, en simultáneo, construyen un cernidero emocional para arrinconar tales recuerdos. Entonces, nace el hurto de la evidencia de que por debajo de las convenciones sociales se halla todavía el imponente orden falocrático. Ergo, el acoso adopta formas de poder y del poder; no económico ni de clase pero sí de disciplinamiento sexual por fuera del recinto de lo privado y lo nunca íntimo: ¡ese es el truco! Porque una vez producido el forcejeo visual y verbal (no corporal) la propia psiquis, la de la mujer, elabora una precaria teoría de la frigidez oral, es decir, calla y talla el silencio con más silencio.

El acoso tiene muchas explicaciones históricas pero también tiene nombres. Identificar a esos seres es la primera etapa para dejar de tallar el silencio de las acosadas y la cobardía de una colectividad patentemente falocrática. (O)

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