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Los adoloridos de todo el país llegan hasta Charapotó para ser sobados

Los pacientes de los Mero llegan desde la madrugada. Deben esperar por horas para ser atendidos, en jornadas que pueden alargarse hasta la noche.
Los pacientes de los Mero llegan desde la madrugada. Deben esperar por horas para ser atendidos, en jornadas que pueden alargarse hasta la noche.
Fotos: Rodolfo Párraga / El Telégrafo
15 de octubre de 2016 - 00:00 - Mario Rodríguez Medina

Hace más de 50 años, Arcadio Mero (†) empezó a sobar. Su hermano, Ramón cuenta a quien le pregunta sobre los inicios que le fue innato, asegura que es un don divino. Leyó mucho sobre la ubicación de los huesos y ayudaba a quien se lo pedía en la pujante Charapotó, tierra mayormente agrícola.

Desde que se ingresa al lugar, en el cerro El Altillo se ve en letras blancas, grandes, la palabra Charapotó, escrita al estilo hollywoodense.

La vía es de 2 carriles, apretada. Con semáforos en 2 esquinas y un comercio movido, bastante fluido. En sus adentros están Cañitas, El Pueblito, Correagua y otra decena de comunidades.

En la ruta a Bahía de Caráquez, del lado izquierdo está la casa de la familia Mero. Hay bastante movimiento, personas van y vienen. “¿Aquí es donde soban?”, pregunta Alberto Medina, quien después de haber estado en terapias para su dolor en el tobillo derecho viajó desde Guayaquil para probar suerte.

Coge turno, le toca el 21. Cuando son las 11:30 recién va por el 7. Quien atiende en un consultorio es Dante Mero, hijo de Arcadio. Su imponente presencia (alrededor de 1,90 m) y su corpulencia contrastan con su sonrisa. “Siempre es amable”, dice Arturo Pico, otro de los clientes.

Al ser consultado sobre si daría una entrevista para publicar el tema de los sobadores, Dante responde amablemente que no le gusta el tema, que prefiere ser perfil bajo.

Pico, por su parte, destaca que “él es bien humilde, el papá era igualito; magníficas personas”. A este mantense lo acompaña su compadre Gustavo Santa, quien viajó desde Durán para hacerse atender de un dolor en la columna.

“Sus manos son mágicas. Me sobó por un tiempo y luego hizo presión en unos puntos y me dejó de doler. Mi viaje no fue en vano”.

Por su parte, Medina pregunta si no había otro sobador, ya que le toca esperar por varias horas. Daniel Vera, oriundo de Pedernales (llegó a Charapotó para hacerse sobar), le indica que en la casa está el tío de Dante, Ramón, pero que él solo atiende en la mañana.

Medina se dirige hasta la parte de la casa donde está el consultorio de Ramón y lo hace llamar. El sobador es igual que su sobrino, amable. Cuenta que tampoco le gustan las entrevistas; pero a quien llega a su consultorio le cuenta todo sobre la tradición de la familia.

Asegura que a su casa han llegado personas con huesos rotos, cuellos torcidos, columnas desviadas, pero las ha podido ayudar. Su trabajo no tiene costo, cuenta que siempre fue así, son los pacientes quienes dan dinero voluntariamente, por lo general entre $ 5 y $ 20 por sobada.

Ramón aprendió de su hermano Arcadio, quien le enseñó a sobar así como ahora lo hacen sus 3 hijos.

Uno de sus vástagos atiende a Medina. “Me cogió el tobillo y me lo hizo como hélice de helicóptero. Escuché que me traqueó algo y luego dejé de tener el dolor. Tenía una bola y desapareció. Vine con algo de escepticismo, pero funcionó”.

Así, el día a día de los sobadores transcurre entre historias y personas que llegaron en muletas y salen caminando. (I)

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