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El ‘cáliz’ de El Altar atesora belleza, historia y magia

El ‘cáliz’ de El Altar atesora belleza, historia y magia
Fotos: Carlos Novoa /El Telégrafo
30 de julio de 2017 - 00:00 - Carlos Novoa

Una gélida y penetrante ráfaga de viento golpea sin piedad su rostro. Una gruesa bufanda, gorro y  guantes de lana, mochila, botas y ropa térmica, lo protegen de pies a cabeza.

El reloj marca las 05:30 y a la vez informa que la temperatura es de 2 grados. Pese a que la  madrugada no se va del todo, la luz que el sol empieza a proyectar en el horizonte se filtra entre las nubes, bañando de claridad  una pequeña población cercana.

De repente, un retumbante relincho irrumpe en la escena. Gabriel, protagonista de este relato, observa con asombro a un enorme caballo que se sitúa a su costado y, con cierto temor pero también curiosidad, lo acaricia.

“Un ejemplar con tal estatura y brío debería competir en el hipódromo y seguro no defraudaría a quienes apuesten por él”, exclama el turista de 28 años.

Un pequeño pero fornido jinete llamado Juan desciende ágilmente. Seguidamente, asegura la montura y sugiere al joven subir a los lomos del equino.

Con evidente nerviosismo Gabriel sube al caballo, al cual nombra ‘Goliat’ por su gran tamaño y tras recibir instrucciones sobre cómo hacer que el animal camine, gire y se detenga, se marcha tras el guía.

Otros 6 jinetes primerizos le siguen montaña arriba por un estrecho chaquiñán pedregoso, entre ellos turistas europeos. Tras este cabalgante grupo se levanta una densa columna de polvo que se evidencia gracias a la recién llegada luz del día.

Ascenso a El Altar

Esta escena se desarrolla en una comunidad alta del cantón Penipe, en Chimborazo, ubicada a 210 kilómetros de la capital. Este es uno de los 2 ingresos al Parque Nacional Sangay, en cuyo interior se encuentra el volcán extinto El Altar.

El nevado fue nombrado así por los colonizadores españoles, quienes notaron que la forma de sus enormes picos se asemeja al altar de una iglesia. La cumbre tiene una altura de 5.319 metros   y posee reservas de hielo de las cuales destilan las aguas de la fascinante Laguna Amarilla.

Precisamente este lugar es el destino de Gabriel y el grupo de turistas que partieron desde Penipe. La Laguna Amarilla debe su nombre al color de sus apacibles aguas y está en el cráter del apagado volcán cuya última erupción se estima fue en 1490.

“Este coloso, al igual que otros nevados del país, era considerado sagrado por nuestros antepasados. La distancia que lo  separa de las grandes ciudades y la dificultad para acceder permiten que se mantenga puro y sin explotación”, señala Juan. Pronto los aventureros que lo acompañan entenderán lo que el guía pretende expresar.

De momento se esfuerzan por seguir el ágil paso del experimentado jinete, quien conoce perfectamente el trayecto. Los  estrechos chaquiñanes por los que en un principio ascendían los robustos equinos, conforme avanzan se convierten en angostísimos surcos de tierra negra y húmeda que se abren con las potentes zancadas de herradura.

¿Cuánto falta para llegar?, cuestiona Grima, una de las turistas que se atrevió a ascender pese a que en Penipe le advirtieron que el viaje duraría 5 horas y media. “Estamos a mitad de camino”, responde Juan, quien aprovecha para hacer una pausa y así permitir a los caballos comer y tomar un respiro.

Los aventureros bajan de sus monturas y estiran las piernas, hacen fotos, beben agua y mastican panela, una especie de bloque macizo hecho con el jugo puro de la caña de azúcar.

“Quienes no están acostumbrados a esta altura (3.600 metros), en este punto suelen sentir mareos, debilidad y arcadas, por lo que es necesario ingerir un energizante”, explica Francisco, hijo del guía.

Pese a sus frescos 16 años, el chico es un experto en ascender a la Laguna Amarilla. Gabriel mira su reloj y con asombro se da cuenta de que han transcurrido 3 horas desde la partida.

Arribo al altiplano

El enorme cañón del nevado El Altar es el hogar de cóndores, caballos silvestres, varias familias de roedores y anfibios. Desde la parte alta los paisajes son incomparables. Foto: Carlos Novoa / El Telégrafo

El grupo llega a una enorme curva donde el camino ascendente termina y da paso a una senda plana. Tras un enorme peñón poblado por plantas de sigse, les espera el altiplano. Jinetes y caballos se emocionan al divisar un vasto prado de intenso verdor, al cual los equinos se apresuran a llegar al galope.

“Sujeten bien la rienda”, grita Francisco, mientras rodea con su ágil yegua a los caballos para evitar que corran sin control y derriben a los turistas. Desde allí ya se divisa El Altar. Los visitantes sacan sus cámaras y teléfonos móviles para inmortalizar los fascinantes paisajes.

Una breve pausa para ajustar las monturas y el viaje continúa. El tramo que les falta es el más difícil, pues es descendente, lodoso y en ciertos puntos, pedregoso. Tras varias caídas y sustos por la dificultad en el trayecto, al fin el grupo arriba a un enorme bosque de polylepis (pequeños árboles y arbustos).

Allí les aguarda una cresta andina que es la antesala de la Laguna Amarilla. Tras una hora de ascenso los visitantes obtienen su recompensa: el hipnotizante paisaje de la Laguna Amarilla, pero algo despierta su curiosidad. ¿Por qué se llama así, si las aguas son verdes?, inquiere un extranjero.

“Los compuestos químicos y metales que hay en el agua en ciertas épocas del año son amarillos y otros verdes, estamos en esta última”, explica el guía.

No menos de 10 minutos toma a los turistas analizar al detalle cada espacio del extinto volcán y el lago que tienen en frente, así como el gran cañón que dejó la ruptura del cráter.

“No se sabe cuándo ocurrió esta catástrofe, pero dejó elevaciones en las que anidan cóndores, un valle en el que corretean caballos salvajes y un bosque de polylepis que es una muestra de la riqueza faunística de los Andes”, explica Juan. Los paisajes desde allí son incomparables. El viento sopla fuerte y para evitar caídas los turistas se refugian en las rocas y se dejan seducir por la deslumbrante belleza.

“Si el cráter del volcán es El Altar, la laguna sin duda es el ‘cáliz’ con que el Creador da de beber a la flora y fauna de la reserva”, comenta Gabriel, mientras se extasía con la vista. (I)

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