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Lo que se comía en el siglo XVIII en Cuenca: las más deliciosas y frescas frutas

Lo que se comía en el siglo XVIII en Cuenca: las más deliciosas y frescas frutas
05 de octubre de 2014 - 00:00 - Juan Martínez Borrero, Cátedra Abierta de Historia, Universidad de Cuenca

Si algo ha caracterizado a la alimentación cuencana es la presencia permanente de una enorme variedad de frutas. La temporada de mayor abundancia, que está entre febrero y abril, es el momento apropiado para disfrutar de peras, manzanas, duraznos, membrillos, reina claudias, santarrosas, mirabeles y albaricoques maduros. Pero a lo largo de todo el año, y de manera oscilante, también la dulzura y acidez de muchas otras frutas de origen local alegra las mesas o la media mañana.

Hoy estamos más acostumbrados a la insípida fruta del supermercado, o a las frutas que, importadas, han reemplazado a muchas de las variedades tradicionales aun en los mercados tradicionales. Como ejemplo sirva la manzana, ahora de forma, tamaño, peso y color perfectos, pero que en su armonía visual ha perdido al menos 2 importantes valores: sabor y textura. Cuando hemos saboreado una “flor de mayo” de pequeño huerto, redescubrimos porqué esta ha sido una fruta tan apreciada y echamos de menos, en las demás, perfectas frutas, su calidad.

La extraordinaria diversidad

Señala Antonio de Ulloa que en la primera mitad del siglo XVIII había en Cuenca todo género de frutas, carne en abundancia de novillo, vaca, o carnero, buen trigo y pan doméstico; había poca producción de legumbres verdes que eran suplidas por raíces y legumbres secas. De los valles cálidos, yungas o calientes venían los camotes, arracachas y yucas y de las tierras altas las ocas y las papas, pero el comercio de alimentos se centraba también en productos que eran buenos para el paladar por sus sabores sutiles y su aroma, entre ellos los plátanos dominicos, los guineos, chirimoyas, aguacates, granadillas, piñas, guayabas, guabas, que venían de las tierras cálidas y los duraznos, de las variedades prisco, melocotón y guaytambo; los albaricoques, melones y sandías, de las tierras frías.

Se suman a estas las frutillas o fresas del Perú, tunas, manzanas, y entre los cítricos las naranjas llamadas de China o Portugal, además de naranjas agrias, limones reales y sutiles, limas dulces y agrias, cidras y toronjas cuyos árboles mantienen todo el año el azahar.

“La abundancia y permanencia de tantas y tan diversas especies de frutas, es regalo continuo, con que se cubren las mesas: ellas son los primeros platos que las adornan, y los últimos, que se quitan, cuando las levanta, después de haber servido la diversidad de manjares de otras especies: entre cuya muchedumbre sirven no sólo de diversión a la vista, si también de deleite al paladar; pues según es allí costumbre, varía el gusto con ellas el de los otros platos”.

La sabrosa chirimoya y el delicado aguacate

Antonio de Ulloa se deleita extensamente en la descripción de algunas frutas, que al parecer le gustaron sobremanera, entre ellas las chirimoyas, aguacates, guabas, granadillas y frutillas. De la chirimoya destaca su forma y color, pero se detiene en su gusto al decir: “...esta carne tiene así mismo un jugo algo meloso, en el cual está empapada; salpicado de un agrio muy moderado y delicado con fragancia tan agradable que realza la calidad de su exquisito sabor”. Por su parte, Antonio de Alcedo dirá que las chirimoyas de Cuenca son mejores que las de Quito, estas pequeñas y con muchas pepas, siendo excelentes las de Popayán. La chirimoya, como señala este autor, se come como fruta fresca aunque ocasionalmente podía prepararse en conserva o como crema para relleno de pasteles.

La chirimoya, fruta propia de los valles cercanos a Cuenca, como Gualaceo y Paute, además de los mismos huertos urbanos y de los extramuros, puede considerarse como una fruta de prestigio, tan notable que aparece retratada en mesita servida en la misma mesa de Santa Teresa de Ávila, en el refectorio del Carmen de la Asunción, mesa en la que se sienta también Cristo, además de aparecer en bandejas y en pinturas de recolección de frutas en la que intervienen mujeres mestizas, o cholas cuencanas, elegantemente vestidas con su traje tradicional de pollera y pañolón.

Del aguacate o palta que se come con sal para destacar su sabor, que es insípido según Alcedo y Velasco, pueden identificarse diversas variedades por ser “...unos redondos, otros ovales, y otros con cuellos largos: unos de corteza verde, que son los más, otros de negra y otros de morada; unos tienen la médula fibrosa y otros no; unos tienen la médula casi verde, otros casi blanca y otros tan amarilla como la yema del huevo”. Esta fruta, dirá el jesuita, se come por lo común con cuchara y puede considerarse entre las mejores, compitiendo con la chirimoya y la piña. La guaba y el pacaes (pacay), parece estar cubierta de terciopelo por el exterior mientras que su interior está compuesto de cavidades con semillas que envuelven cada una médula esponjosa que parece propiamente algodón con un jugo dulce y fresco, Alcedo dirá que son las mejores las que están cubiertas de vello de color anaranjado a la que se llama ‘peluda’.

De la granadilla dirá Ulloa que es “como un huevo de gallina, pero más grande y de cáscara lisa y gruesa y con unas semillas cuyo (…) gusto es agridulce, tan agradable que ni fastidia el uno ni molesta el otro, la calidad de ella, muy cordial, fresca y tan sana que, aunque se coma en abundancia, no hay peligro de que redunde daño”. Velasco, que indica que es como un limón regular en su tamaño, se referirá a ella como granadilla tripona, destacando que está llena de “semillitas chatas, cubiertas de carnosidad delicada y dulce; y bastante agua de bellísimo gusto”.

La recolección de granadillas, fruta de origen local al igual que la chirimoya y el aguacate, se representa también en el Carmen en una escena en que una mujer mestiza, tocada con sombrero de toquilla, cubierta con pañolón y vestida con pollera bordada, asiste a un hombre que, descalzo, ha trepado al árbol para alcanzar las frutas.

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