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Hasta ayer, funcionarios de la institución seguían enfriando rescoldos

El incendio del domingo activó la solidaridad

Desde la entrada a la Unidad Educativa María de Nazareth se observan los efectos del incendio del domingo.
Desde la entrada a la Unidad Educativa María de Nazareth se observan los efectos del incendio del domingo.
Foto: Carina Acosta / EL TELÉGRAFO
07 de septiembre de 2017 - 00:00 - Redacción Ciudadanía

Apenas habían pasado las 15:00 del domingo cuando se inició el incendio en la Unidad Educativa María de Nazareth, edificación patrimonial de unos 200 años en el barrio La Recoleta, en el centro de Quito.

Las sirenas de los camiones de bomberos alertaron a los vecinos de la amenaza que se extendía.

En cuestión de minutos las llamas devoraron el techo, el piso de madera, los muebles, archivos del área administrativa, el laboratorio de física, el de computación (con equipos recién comprados para el inicio del año lectivo); el fuego amenazaba con destruir todo lo que estaba a su paso.

La capilla quedó prácticamente en cenizas; solo resistieron las imágenes religiosas del lugar, que quedaron como testigos silentes del infierno desatado por las llamas. Por ser en vísperas del inicio de clases, en esos momentos no había nadie en el colegio.

En el inmueble contiguo, la calmada tarde del domingo 3 de septiembre se llenó con gritos de angustia de las hermanas de la congregación Hijas de la Caridad. Ellas son las cuidadoras de 60 niños que habitan en el Hogar de San Vicente de Paúl; varios de ellos, de días de nacidos.

La edificación acoge, también, a 63 adultos mayores del Hogar Santa Catalina Labouré, ubicado a pocos metros del lugar del flagelo. Las religiosas sabían que no había tiempo que perder. Las vidas a su cuidado corrían riesgo y era el momento de actuar.

Los 22 recién nacidos eran los más vulnerables, no solo por la fragilidad de su existencia, sino porque se encontraban en el edificio más cercano al incendio. Las religiosas y algunas parvularias asistentes iniciaron la evacuación de los pequeños, mientras el humo se filtraba agresivo por las paredes, el techo y las ventanas.

La carrera era contrarreloj y no había espacio para dudar, pues el edificio se desmoronaba mientras transcurría la tarde.

“Las hermanas se llevaron a los niños de dos en dos cubiertos con sábanas y cobijas. Los ubicaron en las casas de los más grandecitos para que no les afectara el humo”, cuenta Nelly Díaz, madre superiora del Hogar San Vicente de Paúl, que acoge en su mayoría a huérfanos.

Los pequeños fueron llevados hacia la residencia de los niños más grandes, a unos 500 metros del área donde descansaban en sus cunas y  allí el humo ya no afectaba tanto.

“Acomodamos a los bebés en el piso sobre colchones, con mantitas; pero están estrechitos. Por eso estamos buscando otros sitios para ubicarlos porque en el lugar donde dormían todavía hay humo. El olor es   fuerte. También se alza la ceniza”, indica sor Nelly, señalando el sitio donde los infantes duermen alejados del peligro.

El Hogar Santa Catalina Labouré, ubicado frente al orfanato, alberga a los ancianos, la mayor parte indigentes.

En ese sitio se vivió otro drama. Muchos pacientes tienen discapacidades o el paso de los años les ha dificultado valerse por sí mismos.

El día del siniestro, una paciente fue quien dio la voz de alarma y enseguida la angustia se apoderó de los pasillos y las salas. Sin perder tiempo, las hermanas decidieron llevarlos al patio en la parte inferior de la edificación.

El personal que estaba en el lugar, entre el que se encontraban enfermeras y voluntarios que hacen labor social, se encargó del traslado desde las habitaciones y las salas hacia el patio.

Cargaron a los adultos mayores, las sillas de ruedas, los andadores, en una tarea que duró cerca de una hora. “Nos angustiaban las motos y las sirenas de los bomberos. Nos gritaban desde la puerta que sacáramos a los ancianitos, pero afuera había más peligro. La gente estaba amontonada, los carros subían y bajaban. Los pacientes podían caerse, perderse. Veíamos que el fuego estaba distante y nos pareció que estábamos todos más seguros aquí”, relata sor Cecilia Vargas, encargada del centro.

Tras permanecer en el patio, los adultos mayores fueron llevados a los corredores porque el humo empezaba a afectarlos y hubiera complicado su frágil salud. “Varios ancianitos estaban conscientes de lo que pasaba, lloraban angustiados; pero poco a poco los fuimos tranquilizando, aunque algunos todavía se angustian y despiertan asustados. Esperemos que esto ya vaya pasando”.

Hasta el miércoles aún quedaban lugares en el que el fuego no se apagaba del todo. Por ello, el personal del colegio seguía enfriando los escombros para evitar que el incendio volviera a encenderse. En el patio estaban amontonados los pocos muebles que no se quemaron. Vidrios rotos, pedazos de tejas, madera carbonizada estaban regados por el lugar, aún con olor a humo.

Hernán Espín, conserje del lugar,   fue el encargado de apilar las cosas que se salvaron del apetito de las llamas, aunque no fueron muchas. Ahora la tarea es limpiar el lugar, hacer un inventario de lo que queda y como él dice: “arrimar el hombro para volver a parar el colegio”, en el que ha trabajado 30 años.

No oculta su tristeza por lo ocurrido porque siente que el lugar es como su casa, a la que hasta el sábado le dedicó todo el cariño de su trabajo para empezar el nuevo período lectivo.

Los estudiantes, entre la tristeza y la incertidumbre

El colegio se quemó a menos de 24 horas del inicio del nuevo año lectivo.

Aunque el flagelo destruyó el 95% del área administrativa y no de las aulas, más de 600 alumnos  iniciaron sus clases de forma irregular. Fueron derivados al colegio particular religioso Fernández Salvador Villavicencio, en la avenida Rodrigo de Chávez y Maldonado.

Aunque acostumbrados al horario matutino, desde el pasado lunes los jóvenes estudian en la jornada vespertina (de 13:15 a 18:00) para no afectar las actividades de la institución que los acogerá en los siguientes meses.  

Profesores, estudiantes, autoridades y padres de familia esperan la evaluación de la infraestructura para saber si pueden regresar al colegio o si se habilitará otro lugar. La situación cambia la rutina de esta comunidad educativa.

Los alumnos están conscientes de que las circunstancias no deben afectar su rendimiento.

Los padres de familia, como Augusto Torres, aseguran que continuarán dando todo el apoyo a sus hijos y al colegio para salir adelante de esta situación.

Deberán esperar un tiempo más hasta que las autoridades del plantel tengan una solución y no se vea afectado el período educativo que concluirá en julio de 2018. (I)

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