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Los ancianos, como los grupos LGBTI, en otro momento eran parte del orden médico y no de un paradigma de derechos

La nueva gerontología plantea la inclusión

La vejez y sus protagonistas buscan nuevas identidades y roles cada vez más activos y productivos, muy diferentes a los que se esperaba en el siglo pasado.
La vejez y sus protagonistas buscan nuevas identidades y roles cada vez más activos y productivos, muy diferentes a los que se esperaba en el siglo pasado.
mario egas / el telégrafo
09 de julio de 2016 - 00:00 - Palabra Mayor / Ricardo Lacub

Cada época construye relatos específicos sobre los diversos grupos humanos. Relatos capaces de llevar a la valorización o la denigración, con los subsecuentes efectos de inclusión, respeto y cariño, o de marginación, abuso y violencia. Es en este movimiento de la cultura occidental donde quisiera incluir esta reflexión sobre la necesidad de tomar conciencia sobre los efectos de la denigración que se produjeron hacia el envejecimiento y la vejez.

Travesías culturales han dado lugar a que hoy esta temática sea considerada como un asunto de derechos humanos. Los viejos, así como los grupos LGBTI, en otro momento fueron parte del orden médico y no parecían incluibles en un paradigma de derechos, lo que demuestra un recorrido histórico muy interesante y con ambages.

La construcción de relatos acerca de un grupo o sector social implica la conformación de cierta sensibilidad que se expresa en emociones que emergen como prioritarias en determinados momentos históricos. Originadas por la hegemonía que toman ciertos valores y objetos sociales, en detrimento de otros, y que favorecen el despliegue de emociones específicas y diferenciadas en favor de unos y de otros.

La relación con las edades de la vida ha tenido transformaciones tan intensas que, particularmente en sus polos, la niñez y la vejez, fueron impactadas por formas de representación y sensibilidad diversas y muchas veces extremas. Uno de los aspectos que emergen de estas ondulantes relaciones con las etapas de la vida es la violencia, la desestima, la vergüenza, el rechazo.

La relación de Occidente con la vejez fue variable, cambiante, pasando de gozar el poder a serle negado o escatimado, con lecturas que los glorificaban a otras que los denigraban, lo que demuestra que ningún aspecto de la vejez aparece como un límite a los relatos de una cultura. Ni siquiera los alcances físicos y reproductivos ya que, entre nuestros orígenes narrativos como cultura, el pueblo hebreo conforma su genealogía en la progenie de dos viejos.

Tres momentos

Sin pretender abarcar el conjunto de los factores que organizan una determinada representación y sensibilidad histórica, es importante presentar ciertos momentos en los que se narran los fenómenos del envejecimiento y la vejez desde ciertas problematizaciones hegemónicas para su época.

Los estudios históricos sobre la vejez marcan hacia mediados del siglo XVIII un cambio en las narrativas, deviniendo más promisorias que en algunos decenios anteriores. Mientras que en la primera mitad del siglo XVII las definiciones acerca de la vejez los califican como intrigantes, celosos, avaros, amargados, quejumbrosos e incapaces de amistad; en la segunda mitad del siglo XVIII surge la expresión de una sensibilidad y de una ternura hacia los viejos, donde su sabiduría y frescura comenzarán a ubicarse donde antes era la burla (Boudelais, 1993).

Las primeras marcas de este cambio se presentan en la literatura de la mano de Rousseau, quien rechaza la burla a los viejos. Critica especialmente la manera en que fueron descritos los ancianos en la literatura, ya que consideraba que si ellos siempre eran ubicados como tiranos, usurpadores, celosos o usureros, no inspirarían respeto a los jóvenes. De esta manera el siglo XVIII comienza a construir el ‘buen viejo’ así como había creado el ‘buen salvaje’ (Boudelais, 1993).

En el siglo XIX se producirá un giro en la concepción sobre la vejez en un momento donde el envejecimiento demográfico comienza a resultar notorio en los principales centros europeos y con un acrecentamiento de la urbanización de los adultos mayores. Factores que incitaron una mayor preocupación y volvieron más visible esta temática.

La problematización hegemónica fue esgrimida por la ciencia médica, que tomará al viejo en una relación espacial entre la superficie del cuerpo y su interior y donde todo relato que emerja dependía de lo que pueda ser visto en su cuerpo.

Para Stephen Katz (1996), una nueva serie de síntomas constituyeron al cuerpo del viejo como el símbolo de la separación de otros grupos de edades. Su cuerpo se redujo a un estado de degeneración donde los significados de la vejez y deterioro del cuerpo parecían condenados a significar cada uno al otro en perpetuidad. Para Ralph Haber (1986), esta suma de interpretaciones dio lugar a que “el envejecer fue en sí mismo una fuente de alteraciones orgánicas inevitables conocidas como vejez”.

Esta lectura impactó en los modos de pensar su psicología, generando analogías donde la depresión, la falta de interés y una excesiva preocupación por sí mismos se consideraron paradigmáticos de la ‘normal mentalidad senil’.

Las formas de representación emergentes indicaron una transformación en la mirada que tuvo consecuencias nocivas en la sensibilidad del sujeto del siglo XX. Acrecentándose un peculiar rechazo a esta extraña deformación, llamada vejez, que lleva a una caída en el cuerpo y donde los atributos personales pierden su significado. Dicha transformación se evidenció en lo social con la inclusión de la vejez dentro de los grupos que se debían separar, como los locos o los discapacitados, lo que llevó a la conformación de los hogares de ancianos.

Desde mediados del siglo XX se generan quiebres en las narrativas sobre la vejez. Si el relato anterior había construido al viejo como un Otro, el actual lo acerca volviéndose cada vez más cercano al adulto y quizás de allí la aceptación del término ‘adulto (solo más) mayor’.

En este marco cultural comenzamos a construir nuevas dimensiones en donde la ‘violencia cultural’ condena al viejo a un estatus de sujeto silenciado; la ‘violencia estructural’ en la que las instituciones arrebatan su dignidad a partir de jubilaciones precarias y programas de salud limitados o una serie de inaccesibilidades comunicacionales o arquitectónicas y, finalmente, a la ‘violencia directa’ (Galtung, 1995), donde las formas del maltrato, psicológico, físico, económico, evidencian los niveles de descontrol que suelen suceder ante sujetos que resultan narrados desde la reducción a una carencia psicofísica.

La nueva gerontología propone, por un lado, la discriminación por edad (Butler, 1969), lo que se tradujo en Argentina como viejismo (Salvarezza), como uno de los ejes de crítica a una sociedad que desvaloriza a los adultos mayores. Versiones que permiten alentar una desidentificación de la vejez de las creencias que los relatos anteriores habían conformado, siendo uno de los denominados ‘prejuicios’ actuales, quizás el más comentado y extendido: ‘la vejez no es igual a enfermedad’ y que se extiende a ‘no es asexualidad, ni inactividad, ni…’. Lo que implica a su vez dejar de reducir el envejecimiento y la vejez a un único paradigma biomédico y proponer múltiples versiones sobre los mismos. Estas nuevas lecturas van de la mano de una suma de miradas más positivas sobre las minorías y donde el problema radica más en el otro que limita que en el propio sujeto.

Por otro lado, la tendencia aparece en una demanda de seguir activos y una fuerte valorización de la inclusión y el empoderamiento. Las lecturas teóricas aparecen dando la mano a estos nuevos ejes donde parece confluir la salud y felicidad. En este viraje se compone una nueva sensibilidad donde la vejez ya no aparece en blanco y negro o sepia, sino en colores luminosos y radiantes. Las películas comienzan a revelar esta tendencia evidenciando emociones positivas y de vida que continúan desafiando los estereotipos de otra época.

La perspectiva de derechos que se organiza más recientemente tiende a focalizarse en una mirada donde se reclama por un lugar de mayor especificidad a nivel del reconocimiento de las necesidades que les incumben, sin que por ello se lo considere como un ‘otro tan lejano’.

En este marco cultural la violencia aparece visibilizada, y no solo eso, comenzamos a construir nuevas dimensiones en donde la ‘violencia cultural’ (Galtung, 1995) condena al viejo a un estatus de sujeto rebajado, limitado, silenciado; la ‘violencia estructural’ (Galtung, 1995) en la que las propias instituciones arrebatan su dignidad a partir de jubilaciones precarias, programas de salud limitados o una serie de inaccesibilidades comunicacionales o arquitectónicas y, finalmente, a la ‘violencia directa’ (Galtung, 1995) donde las formas del maltrato, psicológico, físico, económico evidencian los niveles de descontrol que suelen suceder ante sujetos que resultan narrados desde la reducción a una carencia psicofísica.

Quizás en este cruce de relatos resulte paradigmático un aberrante perjuicio a los derechos humanos asociado con las internaciones no consultadas y compulsivas en residencias para adultos mayores. La descalificación ínsita que se suscita en esta acción y en una institución que aún carece de reglas claras da cuenta de la confusa relación que se mantiene con la vejez y una curiosa sensibilidad que resulta violenta en tanto combina una negación, un disgusto y un alejamiento que hoy se evidencia desde una narrativa que mira todo esto desde el horror a la discriminación. (I)

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