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El quiteño acude al lugar hasta los domingos

José Andrade: “Mis hijos nunca vieron muertos ni espíritus” (Galería)

A pesar de no contar con horarios fijos ni un jefe de por medio, la rutina de don José ya está armada. Lo primero que hace en las mañanas es regar las plantas y por las tardes limpia las tumbas de extranjeros. Foto: Pilar Vera / El Telégrafo
A pesar de no contar con horarios fijos ni un jefe de por medio, la rutina de don José ya está armada. Lo primero que hace en las mañanas es regar las plantas y por las tardes limpia las tumbas de extranjeros. Foto: Pilar Vera / El Telégrafo
05 de febrero de 2015 - 00:00 - Jimmy Tapia

A José Ignacio Andrade Cumba, de 84 años, desde pequeño siempre le gustó el silencio. Desde 1971 optó por estar todos los días en el Cementerio de los Extranjeros, el segundo de mayor antigüedad de Guayaquil, ubicado en las faldas del Cerro del Carmen. Disciplinadamente llega a las 09:00 y se marcha a las 17:00.

Desde un cubículo de cemento (de un metro cuadrado) vigila y evita que nadie se atreva a profanar las tumbas de 190 cuerpos de forasteros, personas de otros países que murieron en Ecuador y no tienen un deudo que los reclame.

Para conocer a José hay que cruzar una vetusta puerta metálica sellada con candado y cadenas. Es preciso gritar su nombre y subir poco a poco deteriorados escalones de piedra, escoltados de cruces y lápidas en la tierra, que conducen a la cúspide del Cerro del Carmen.

En esa zona, en Julián Coronel y Ximena, solo se escucha el golpeteo de las ramas de los árboles y a un gato negro que, de repente, salta de los matorrales.

Ante la invocación, entre esas paredes sin enlucido, asoma José y su cobrizo rostro. Baja de lado, pausadamente, como quien teme caerse. Siempre calza zapatillas y está ataviado con pantalones cortos y camiseta (con estampados de bancos, entidades estatales y productos masivos).

“¿Qué desea?”, pregunta con un ceño fruncido y sus ojos rasgados, y hasta con cierto asombro de que alguien venga a buscarlo.

Él no está acostumbrado a las entrevistas ni las fotos, tampoco a recibir visitas, pues los familiares de los occisos no van al olvidado lugar, creado hace 145 años para sepultar a quienes no eran católicos (la Iglesia Católica prohibía llevar protestantes al camposanto general).

En el sitio no hay rosas frescas sobre la tierra. Más bien, salta a la vista maleza: verde o reseca, dependiendo de si es invierno o verano en la calurosa Guayaquil.

Don José no es del puerto principal. Nació en Quito hace más de 50 años (no dice su edad exacta). Con un bajo tono de voz insiste: “¿En qué puedo servirle?”.

Mientras espera las respuestas acerca el oído izquierdo, porque no oye con el derecho. Le contamos que queremos saber su historia, conocer de su oficio como sepulturero o un ‘enterrador’, como le dicen los españoles a quienes se dedican a este trabajo.

Don José cuenta que aún aguarda la llegada de algún pariente de los chinos, alemanes, israelita, canadienses o estadounidenses que allí descansan. Las cruces blancas se han torcido con el tiempo sobre las tumbas.

Solamente los familiares de 3 de los 190 finados internacionales le dan una colaboración económica por fungir de celador, jardinero y hasta pintor. “Uno me paga $ 25 mensual, otro $ 15 y otro me da $ 60 al año”, cuenta con los dedos de la mano. Esos sepulcros lucen limpios. Aunque, sin tener ninguna obligación, tampoco descuida el resto. Procura mantener vivas las plantas de las primeras filas del panteón. “Es para que los ladrones y los ‘fumones’ no entren. Si esto está arreglado, sabrán que hay alguien que cuida este lugar”, dice.

Don José tiene un semblante pacífico, que de alguna manera coincide con la tranquilidad de un cementerio. Pese a ser guardián no tiene un palo de escoba en la mano.

Sigue con su relato de cómo se convirtió en sepulturero, sin apresurarse, mientras se escapa una ligera sonrisa de su rostro de varios pliegues. No se altera cuando dice que ha trabajado en el camposanto 44 años sin un sueldo.

Eso sí, cuando ve una cara nueva dice que en secreto espera un cheque por los años de servicio. “No pierdo la esperanza”, expresa con una sonrisa en la que por primera vez en la conversación asoman sus delgados dientes torcidos.

¿Cómo se gana la vida, entonces, don José? Al momento recibe un bono estatal de $ 50 y vive con una de sus hijas. Añade: “No me gusta molestar”.  

Un reemplazo que fue para siempre

Las imágenes de películas y cuentos muestran casi siempre a un sepulturero como un hombre de un físico fornido, un espíritu y alma ancha para no dejarse vencer por el miedo  de las historias de fantasmas.
Quizás Don José no se ajuste al modelo fornido, pues mide apenas 1,60 metros de estatura, pero sin duda le sobra corazón y ganas de trabajar.

Él  llegó al Cementerio de los Extranjeros cuando estaba en manos del Centro Ecuatoriano Alemán. En esa época tenía luz, agua y servicio de teléfono. Hoy el agua escasea para regar las plantas, pero con paciencia baja a buscarla, llena recipientes y sube a regar la vegetación para que no muera.  “Yo llegué a reemplazar al anterior guardia, que era esposo de mi tía; él murió cuidando el lugar. Vine rápido con mi familia para que nadie me gane el puesto”.

Fue un reemplazo que ha durado más de 44 años.

¿Qué recuerda de su oficio poco usual? En el panteón, dice, crecen las ciruelas más ricas de Guayaquil. Además en el lugar construyó una casita de madera, en la que crió a sus 8 hijos.

“Mis hijos nunca vieron nada. Ni muertos o espíritus. Nunca se aparecieron”. Tan normal fue la vida familiar en el cementerio que por las noches, sin temor, sus hijas llegaban de la universidad. “Hasta dejaba las puertas sin candado y nadie se metía”, recuerda. Sus vástagos lograron convertirse en profesionales: médicos, abogados, enfermeras, trabajadoras de seguridad… “Todo gracias a la madre”, reconoce con humildad.

Por las tardes, para ayudar en la casa don José consiguió trabajo en la Bahía, en una empresa que vendía tanques. Por las noches retornaba a su oficio de celador.  

Él ya tiene su rutina armada: en las mañanas riega las plantas y las poda, y en las tardes arregla las tumbas. Hay unas a las que les guarda más cariño. Se nota en la pulcritud. “Aquí está el mejor director del Centro Ecuatoriano Alemán. Él se preocupó mucho por este lugar. Lo conocí”, recuerda al pie del nicho en el que no hay rastro de maleza.

Sus manos sucias de tierra y su camisa manchada son las evidencias de que siempre está haciendo algo en el lugar. Cuando termina el trabajo, en las tardes, le da un espacio a la lectura. Busca los diarios del domingo. Le gustan las historias del Guayaquil del ayer. “Es difícil conseguir periódicos por aquí, en el cementerio, hay que salir a comprarlos por allá lejos”, señala a la calle Julián Coronel, con dirección al centro de Guayaquil.

Nunca fue buen estudiante, confiesa. En Quito cursó solo la escuela. No siguió el colegio porque las matemáticas no eran para él. En la adolescencia, para alejarse de su papá, quien era militar, decidió venir a Guayaquil. Su primer trabajo fue en una tienda, donde hoy es el mercado de flores que expende arreglos para difuntos. Pero otros recuerdos se han marchado de su memoria. En un esfuerzo cierra los ojos, pero no los consigue traer de vuelta: ¿Cuál es la institución que debería pagar su trabajo como celador? o ¿Cuándo se cayó la pequeña casa de madera en la que vivía?

Hoy las únicas certezas que tiene son que no se marchará del cementerio hasta que no le envíen un guardia suplente para el cuidado. “Vengo hasta los domingos para ver si no hay novedades”.

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