A diferencia de lo que dicen algunos mitos, las vacunas no son químicos que se inyectan, sino virus muertos o debilitados de la propia enfermedad, pero en una cantidad muy pequeña. Y esto sirve para ‘engañar’ a nuestro organismo. Porque cuando el cuerpo detecta la entrada de algún extraño, activa de inmediato su sistema de defensa,  ‘toma nota’ de su ADN y lo archiva en la memoria. Queda preparado para un nuevo ataque, que la próxima vez podría ser real. Así el cuerpo ‘aprende’ a defenderse de las enfermedades de una manera natural.

Responsabilidad con la sociedad

Las vacunas son seguramente el mayor de los inventos que haya realizado el ser humano. Se estima que en apenas siglo y medio, desde que existen, han salvado la vida de unos 1.500 millones de personas. Han logrado extinguir enfermedades como la viruela y han hecho virtualmente desaparecer a muchas otras, sobre todo en los países ricos. Pero todo tiene un pero. La generación de padres jóvenes de esos países no llegó a ser testigo de los gravísimos males que sufrieron sus padres y abuelos. De lo común que era ver niños con muletas o en sillas de ruedas por culpa de la parálisis infantil. De los rostros deformados por la viruela. De los niños muertos por neumonía cuando el sarampión se complicaba.

Y como ellos sí fueron vacunados creen que la amenaza ya no existe o le quitan importancia y han dejado de inmunizar a sus hijos. Ante esta creciente corriente negacionista, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) ha publicado en las redes un artículo titulado ‘Las 10 cosas más terribles que puedes escuchar sobre las vacunas’, que busca combatir los mitos asociados a ellas. Aquí lo transcribimos -cambiando un poco el orden- para quienes aún dudan si deben o no proteger y salvar la vida de sus hijos. (continúa)