Casi todos, al menos en el Sur, estamos de acuerdo respecto a la necesidad de parar el calentamiento global que está acabando con la sostenibilidad del otrora planeta azul. Sabemos que el modelo de vida del norte, sobre todo del más occidental, simplemente ya no es posible, nunca lo fue. Sabemos que la tierra es cada vez más redonda, más global y más contaminada. Sabemos también que el desarrollo socioeconómico es tremendamente desigual e injusto, con una insultante opulencia norteña e impresentables carencias humanas por debajo de la línea ecuatorial. Sabemos también que no existe desarrollo y contaminación cero. No escapa tampoco a nuestro juicio que, a todo nivel, en materia ambiental: “en función de la capacidad contributiva, quien contamina paga”. Si para alcanzar el desarrollo que permita derrotar a la injusticia y la pobreza - enemigo número “1” de la paz- es inevitable algún impacto ambiental negativo, no estamos frente a un dilema. La alternativa tecnológica a emplearse debe ser la menos contaminante posible y el impacto que finalmente se genere debe mitigarse al máximo. En nuestro pequeño/ gran país, las políticas ambientales y la conciencia ambiental, son de data más o menos reciente. Las políticas públicas, nunca como ahora, han tenido tan fuerte presencia. La Constitución de Montecristi se encargó de recoger uno de los ejes fundamentales de la Revolución Ciudadana: La Revolución Ecológica. El avance ambientalista constitucional es tan profundo que propone construir colectivamente el “buen vivir”/ “sumak kawsay” como la más vital y estrecha armonía entre ser humano y naturaleza. Entre otros inéditos avances, nuestra Constitución, consagra derechos a la naturaleza, considera el agua como un derecho humano, garantiza la preservación de los territorios intangibles e incorpora la variable ecológica en la política tributaria. En el 2007, el presidente Rafael Correa propuso al país y al mundo “dejar bajo tierra el petróleo del Yasuní a cambio de la corresponsabilidad contributiva global, sobre todo de los países que más consumen combustibles fósiles”. La propuesta en ningún momento pide la contribución a los contaminadores globales a cambio de conservar el parque. Claramente se pide que paguen parte de la gigantesca deuda acumulada. La audaz iniciativa, pronto recibió el respaldo de los más amplios sectores ciudadanos y caló en importantes espacios, sobre todo ecologistas de todo el mundo. Inicialmente, de acuerdo a la situación del mercado petrolero del momento, para dejar el oro negro en el subsuelo, los principales responsables del calentamiento global, en un plazo perentorio, tenían que entregar 3.500 millones de dólares. El propio Presidente de la República, en infinidad de foros, quemó mucha garganta (recurso renovable) y talento (recurso ilimitado) posicionando la “Iniciativa Yasuní”. La élite mundial, no es que no entendió, sino que su miopía cortoplacista le impidió aceptar su responsabilidad en el calentamiento global y controlar sus hormonas utilitaristas. Se limitó a ver nada más que el eventual aumento de los precios del crudo que provocaría un “efecto demostración” que llevarían a una nueva ¡“crisis petrolera”! Ni los grandes productores ni los grandes consumidores abrazaron con entusiasmo (y con dólares contantes y sonantes) la feliz e innovadora iniciativa. Más de lustro completo no fue suficiente para conmover la conciencia mundial. Apunte: La actual Constitución del Ecuador es la única en el mundo que garantiza derechos a la naturaleza, así lo dictamina el artículo 71: “La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos. Toda persona, comunidad, pueblo o nacionalidad podrá exigir a la autoridad pública el cumplimiento de los derechos de la naturaleza. Para aplicar e interpretar estos derechos se observaran los principios establecidos en la Constitución, en lo que proceda”.