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Crónica

Venecia es un navío que se niega a hundirse

Venecia es un navío que se niega a hundirse
02 de junio de 2014 - 00:00 - Marcelo Báez Meza, Escritor ecuatoriano

Cien soledades profundas conciben juntas la imagen de la ciudad de Venecia”.

Friedrich Nietzsche

 

Tú quienquiera que seas, déjame decirte cuán feliz serás en tu primer viaje a esta ciudad encantada. Ante ti, para tu placer, se extiende el espectáculo de una belleza tan singular que ningún cuadro podrá reflejar ni ningún libro podrá plasmar, una belleza que tan solo podrás sentir perfectamente una vez y que lamentarás por siempre”. Con este apóstrofe el escritor norteamericano William Dean Howells (1837-1920), en su libro Vida veneciana (1866), invita a que nos bajemos del tren con muchas expectativas en la mochila. Las mejores mentiras se cuentan en la tercera persona del singular, sobre todo si eres un viajero. Bienvenido a la ‘Serenísima’, dice la voz dentro del viajante. La ciudadela de las aguas más apacibles. La mínima urbe de los canales, la de las calles de agua, la de los puentes que suben y bajan según el cristal de murano desde el cual se los mire.

¿Qué de nuevo se puede decir de esta micrópolis? La escritora estadounidense Mary McCarthy en su libro Venice observed (1956) es la más lúcida al respecto: “Nada puede decirse (incluido este mismo comentario) que no se haya dicho ya”. Henry James tampoco se queda atrás en un ensayo de 1882: “Es notorio que no hay nada más que decir sobre la cuestión (…). En verdad será un día muy triste aquel en el que haya algo nuevo que decir (…) No estoy seguro de que pretender añadir algo más no implique cierto descaro”. El cronista que firma estas líneas no sabe si caerá en estereotipos textuales pero se arriesga de todas maneras.

El compás de la caminata se da al ritmo de los puentecillos. No hace falta un mapa. Perderse en un lugar así es lo mejor que puede pasar. No hay un recuerdo exacto sobre qué canción sonaba en el tren al arribar a Venecia (el viaje duró 8 horas desde Génova). El mochilero duda entre ‘La Stravaganza’ de Vivaldi o ‘Venecia’ de Ricchie e Poveri.

Lo que nunca puede olvidarse es la primera veduta o panorámica al salir de la estación de tren. Una escalinata empinada como la de Odesa concluye en las aguas de un color verduzco. Al fondo se contempla la iglesia de san Simeone Piccolo levantada en el siglo IX, muy parecida al Panteón de Roma. Imponente. Permisiva. ¿Hacia qué lado tomar? ¿A la izquierda o a la derecha? El Gran Canal es el amo y señor atravesando toda la topografía en forma de una S invertida. Ambos lados del canal tienen palacios que se pueden admirar a lo largo de 3 kilómetros. Cualquier guía turística de Italia de 350 páginas informa acerca de la cifra de 177 canales menores que se desprenden de la gran vía acuática, creando 118 islas interconectadas por cerca de unos 400 puentes peatonales. Mientras caminamos hacia la Piazza de San Marcos es preciso detenerse en el color de Venecia. Esta cuna de celebrados pintores como Tintoretto y Canaletto siempre ha sido tema de cuadros. Dicen que basta con pintar en cualquier parte para que ya aparezcan perfectamente pintados. Lo que más llama la atención de la vista es el color esmeralda de las aguas. Luego el color entre rojizo y anaranjado de sus atardeceres. Obra maestra del cielo del mar Adriático.

Camillo Boito (1836-1914) en un libro titulado El color de Venecia (1891), se burla de los nativos acusándolos de estar ciegos ante los goces sensoriales que tienen alrededor. “Sus ojos quizás no se detienen ya en una decoración bizantina, en un trenzado árabe, en una nube reflejada en las olas, en la mancha rojiza de un muro en ruinas”. Boito añade un pertinente polisíndeton: “Y el arte bizantino y el arte árabe y el arte morisco y el arte alemán y el arte flamenco se dieron cita en la ciudad de las lagunas para realizar la orgía de lo bello”. Nunca mejor dicho. O mejor escrito.

 

Laberinto de senderos que se trifulcan

“Un laberinto de callejuelas de la ciudad enferma”, dice el narrador de La muerte en Venecia. “Las callejas, los canales fuentes y plazuelas del laberinto se parecían demasiado unas a otras”, añade Thomas Mann. La clasificación es compleja para el que no es nativo. La nomenclatura vial corresponde a un dialecto. Toda la ciudad corresponde a lo dialectal, a un idioma único y diverso que no se ve en ninguna otra parte del mundo. Lo frecuente no es oír la palabra calle (strada). Aquí recordamos al personaje de Anónimo veneciano que pelea con su amada en el filme de Enrico Maria Salerno. Lo común es salizada(calle principal cuya pavimentación tiene algunos siglos). Los fondamente (paseos a lo largo del Gran Canal) tienen un recuerdo vivo en la memoria de este cinéfilo en El turista (2012), un filme menor de espionaje con Johnny Depp y Angelina Jolie. También está la ruga (calle comercial ancha donde abundan las tiendas y talleres artesanales); también está el ramo que conduce a un cul de sac o callejón sin salida. Es inevitable rememorar a los personajes de The comfort of the strangers de Paul Schrader que recorren los interminables pasadizos. Curiosos son los sottopergo (callejones que pasan por debajo de un edificio) y el rio terra (antiguo canal relleno de tierra). Estos 2 últimos son visualmente identificables en el tercer acto de Casino Royale (2006) de la saga de James Bond. También están las callejas que suelen terminar en campi y campielli (plazas y placita) que conducen a la piazza de todas las piazzas, la de san Marcos, donde un millardo de palomas llena el barroco escenario. 

El camino es una serpiente sinuosa que se va ondulando repetidamente. Umbrales. Senderos que se trifulcan. No es un laberinto. Esa es una estructura para perderse. Es como un mandala, un espacio más bien interior que sirve para encontrarse. El sol hiere con mucha fuerza. El calor no hace mella en los sudamericanos que transitan por doquier. Sí agota y deshidrata al escandinavo o al norteamericano. Abundan los lugares donde venden souvenirs. Máscaras de carnaval. Cristal de murano. Heladerías. Bares. Fondas. Restaurantes. Nunca se ha visto una ciudad con tantos patios secretos que sorprenden al caminante más ducho. Caminos que parecen tener una salida terminan de repente en un tapial o en un borde del Canalazzo o Gran Canal, el único brazo de agua que puede orientar al más perdido. Hasta el más ignorante de los visitantes puede súbitamente despertar ante la belleza de la arquitectura. Una ciudadela donde se respira el tiempo. Se perciben las centurias. Es ese tipo de lugares ruinosos que dejan huella en el recién llegado. La gente estorba en el espacio. Ojalá la masa pudiera desaparecer para estar con Venecia a solas. En la Capilla Sixtina hay centenares de personas paradas en un espacio tan reducido pero todas están mirando hacia arriba. Aquí hay que observar hacia todos lados. Sobre todo de noche cuando el espectáculo lo pone la miríada de luces que hay por doquier. Y la luminosidad artificial se refleja en el agua de manera parpadeante. Tomar una góndola aunque cueste un ojo de la cara por un paseo de media hora. Ver los balcones, las columnatas, los arcos tallados, los palazzi tan antiguos como deslumbrantes. Ver cómo la arquitectura contempla al viajero. Pero detengámonos unos segundos en un par de detalles que no aparecen en las guías turísticas. Un hedor sale de algunos recovecos. Pequeños canales de aguas turbias y enrarecidas en las que el gondolero tiene que bregar más de lo necesario. También hay que consignar el moho que hay en los primeros escalones de piedra en algunos atracaderos y las algas de un verdor milenario. Cosas que dicen los venecianos y que no constan en la literatura viajera. Sin embargo, el viejo regente de un bar que está cerca del puente de Rialto le dice a este guayaquileño que jamás dejará su lugar natal. “Tiene el aire más limpio del mundo. Y eso se da porque no hay ni un solo vehículo motorizado. No se quema ningún tipo de combustible fósil. Todo aquí es puro gas metano desde los años sesenta”. Un cristalero comenta sobre la cotidianidad veneciana: “Aquí no hay secretos. Todo el mundo se conoce. El simple hecho de que no haya autos donde esconderse ya te expone. Seas de la nobleza o de la plebe aquí todos te ven”.  Un arquitecto también comparte algo revelador: “Venecia es celebrada por sus edificios antiguos pero nadie sabe que esa vejez es obligada. Si uno quiere tapar una grieta o una fisura en una pared hay que conseguir veintitantas firmas en veintitantas oficinas”. ¿Y se demoran veintitantos años en arreglarla? “No, tan sólo de 3 a 6 años”.

Breve interludio de celuloide

En Venecia es un pez, una guía (2007), Tiziano Scarpa nos habla del debate en torno al efecto que produce su ciudad natal en los visitantes. Cita al teólogo Tadeusz Zulawski quien dice tener pruebas y análisis bioquímicos que arrojan el siguiente resultado: no hay mejor lugar en el mundo para la producción de  hormonas. Es una ciudad a la cual se le puede hacer el amor, asegura el autor y acaso le asiste la razón si tomamos en cuenta que se puede amar cuadros, estatuas, espacios, obras arquitectónicas. Como contrapunto, el escritor veneciano cita al psicoanalista Isaak Abrahamowitz quien asevera que no hay efecto libidinoso. “El permanente estado de excitación romántica, el constante frenesí erótico que la ciudad induce en sus visitantes produce el efecto paradójico de diluir el impulso sexual”. Los filmes sobre Venecia parecen alabar ese efecto como lo veremos en los próximos párrafos.

Desde sus inicios, ‘hollywoodlandia’ asocia a Venecia con la música y una de sus primeras aproximaciones es un espectáculo de baile. El dúo conformado por Fred Astaire y Ginger Rogers rodaron en la ciudad de las lagunas el musical Top hat (1935) de Mark Sandrich. Cuando la imagen de esta pequeña urbe verdaderamente descolla es en los años cincuenta con Senso (1954) de Luchino Visconti, melodrama decimonónico en el que una aristócrata italiana desfallece de amor por un teniente austríaco en plena guerra entre sus respectivos países y Summer time (1954) de David Lean con Katherine Hepburn como la solterona que encuentra su amor entre las góndolas.

La verdadera ascensión de la ‘Serenísima’ al Olimpo del séptimo arte se da en los años setenta con Anónimo veneciano (1970), con música de Stelvio Cipriani, que nos presenta la tormentosa relación entre un músico enfermo de cáncer (Tony Musante) y su musa (Florida Bolkan). Muerte en Venecia (1970), basada en la novela de Thomas Mann constituye la consolidación definitiva de la ciudad en el imaginario colectivo con su reflexión sobre Eros y Tánatos. Además asocia la figura del protagonista con la de Gustav Mahler logrando que su quinta sinfonía quede inextricablemente ligada a la ‘Serenísima’. Fellini Casanova (1976), con música carnavalesca de Nino Rota, recrea en los estudios de Cinecittá algunos escenarios venecianos con Donald Sutherland en el rol principal. Don Giovanni (1979), adaptación cinematográfica de la ópera de Mozart, lleva a Joseph Losey a realizar una puesta en escena noctámbula en las villas paladianas de la ciudad de los canales. Michelangelo Antonioni en Identificación de una mujer (1982) hace que la pareja protagonista navegue por la laguna para entrar al Gran Canal y llegar al Hotel Gritti. Steven Spielberg transformó la iglesia de San Barnaba en una vieja biblioteca en Indiana Jones and the last crusade (1988) y no dudó en sumergir al arquetípico arqueólogo en las alcantarillas hasta arrastrarlo hacia el centro del campo en el que se levanta la iglesia.

Si este breve e incompleto interludio cinemático lo abrimos con un musical, lo cerraremos con otro. Woody Allen nos entrega Everyone says I love you (1996), fantasía en la que hace volar y cantar a Goldie Hawn, además de Julia Roberts, Drew Barrymore y Edward Norton. Es otra versión idílica de la pequeña gran urbe (en clave edulcorada) pero necesaria en la filmografía de un cineasta imprescindible. En casi todos estos ejemplos la música juega un papel fundamental.

 

Venecia sigue sumergiéndose

Dicen que esta ciudad se hunde pero a la multitud de extranjeros que hay alrededor no parece estar de acuerdo. Las cifras de World Monuments Fund (WMF) hablan de un incremento del 400% de turistas en el último lustro. Veinte mil turistas diarios (5 mil llegan por tren o avión) visitan cada recoveco de esta ciudadela flotante. Los cruceros van en aumento, se le escucha decir a un vendedor de cristal de murano. Una manada de norteamericanos baja de uno los ‘titanic’ de 40 mil toneladas que llegan a la micrópolis con 15 mil consumistas que hacen el turismo ultra rápido de bajarse, mirar, comprar e irse el mismo día.

Una joven mexicana reparte folletería de la WMF con información valiosa. Al descubrir que estas manos son las de un sudaca la chica no duda en soltar el sermón: Venecia está en la lista de las ciudades históricas con alerta amarilla y la idea es crear una alarma internacional que llame la atención de gobiernos y ONG. Un billete de baja denominación (en euros) es extendido hacia la güera que agradecida no deja de proyectar su fe. La conversación se diluye al ver a lo lejos que se acerca una pequeña multitud que protesta sobre la llegada masiva de los mastodontes marítimos. Irónicamente, en dirección contraria, aparece una manifestación en contra del mundial de Brasil. Todos los rebeldes llevan una camiseta verde-amarelha. Gritos y pancartas en contra de un campeonato que no debería celebrarse, dicen los manifestantes que aducen que no se puede gastar tantos millones mientras Brasil empeora su crisis económica.

La mexicana intuye que ambas turbas van a chocar y emprende la retirada, no sin antes despedirse con un dato revelador: cada crucero contamina como 14 mil coches juntos. La cifra está en el folleto, alcanza a gritarme mientras el gentío con carteles empieza a acercarse.  Es muy raro ver venecianos en esta época del año, dice un vendedor de pizzas. La calma se apodera de la ciudad mínima cada año entre las festividades del Año Nuevo y el carnaval (ese adiós a la carne en el que todos los concurrentes son todos iguales porque llevan una máscara). Es difícil imaginar una temporada en la que las góndolas descansan amarradas cual yeguas marinas, sin el estorbo de los turistas. Los vestíbulos de los hoteles y las tiendas de souvernirs casi vacías. Las palomas deben migrar de la Piazza de san Marcos hacia otros lugares donde las sobras y las migajas son abundantes. Difícil imaginar la otra Venecia: la habitada por los venecianos, los vendedores de verduras, los mercados de pescado, los bares llenos de los sospechosos de siempre.

 

Agua llama al agua

Las imágenes mediáticas de la Piazza de San Marcos inundada es producto de los vientos que empujan las aguas del Mar Adriático hacia el norte logrando que la altura de los oleajes sea mayor. Una guía madrileña nos cuenta que cuando este fenómeno es simultáneo a una marea alta se produce lo más temido por los venecianos, el acqua alta. De la misma manera en que la ciudad se va hundiendo, el nivel del agua va subiendo, lo cual ha puesto en vilo a los apocalípticos creyentes del calentamiento global.  La guía, que todo lo recita como si fuera una parabólica, asegura que el gran problema de las urbes construidas en deltas de ríos es que los sedimentos submarinos se van haciendo cada vez más compactos. A partir del siglo XVI esos sedimentos que alimentaban la laguna sobre la cual está construida se desviaron contribuyendo al paulatino hundimiento. En el lobby del hotel encontramos una revista donde se informa del proyecto MOSE o Modulo Sperimentale Elettromeccanico, para levantar 78 diques móviles en los 3 puntos donde la laguna de Venecia se une al mar y que se cerrarían cada vez que el nivel del agua alcance 1,10 m. Este proyecto podría llegar a proteger la ciudad por lo menos una centuria. Lo insólito se manifiesta en un recuadro del reportaje. Un estudio de la universidad de Padua propone que a Venecia hay que inyectarle agua para que se eleve entre 25 y 30 centímetros. El riesgo, y aquí viene algo que parece ciencia ficción, es que algunos barrios se levantarían mucho más que otros, arriesgando los edificios más viejos de Venecia.

Aguas aparte, lo insólito es que Venecia sobreviva pese a los turistas. Es una ciudad que vive de manera submarina. Un millardo de pilotes de madera la sostienen. Los siglos han petrificado la madera endureciéndola de manera perfecta. Alerces, pinos, robles, olmos y alisos que se convierten en el compacto material del cual están hechos los sueños reales. En el citado libro de Tiziano Scarpa se cuenta que “los troncos se mineralizaron precisamente gracias al barro que los envolvió con su vaina protectora impidiendo que se pudriesen al contacto con el oxígeno: sin respirar durante siglos, la madera casi se ha convertido en piedra”. Scarpa nos da su mirada submarina al revelarnos que tan solo debajo de la basílica de Santa María de la Salud hay 100 mil y también a los pies del puente de Rialto para sostener semejante mole pétrea. Todo esto data de la época de la fundación de la ‘Serenisima’. Los venecianos clavaron en el cieno del fondo acuoso, palos de entre 2 y 10 metros de largo, con un diámetro de 20 o 30 cm. Sobre esas estacas monumentales está fundada la ciudad de las callejas de agua.

 

La peste del consumismo

La peste de la que habla Thomas Mann parece ocurrir solamente en la imaginación de Von Aschenbach, el protagonista. En la segunda década del siglo XXI la peste asume los rostros de la hipermodernidad y el poscapitalismo. No asombra en lo absoluto ver locales de McDonalds y de Disney en una de las vías principales de la ciudad de las lagunas. Las máscaras que se usan una vez al año en el carnaval son nada si se toma nota de la mascarada de los negocios que pululan por doquier. Un helado cuesta de 15 a 20 euros. Subirse en las góndolas (a las que Mann comparó con ataúdes flotantes) tiene el valor de 100 euros. El hotel más barato cuesta 200 euros la noche. Si toda ciudad es una marca desde el punto de vista del Branding y el Marketing, se puede intentar un inventario de las cosas que hacen de Venecia la gran Venecia. Es la ciudad del amor donde Giacomo Casanova vivió sus más celebradas aventuras. Es el puente de los suspiros que históricamente nada tiene que ver con el amor. Es Vivaldi y Las cuatro estaciones. Es la historia de Otelo el celópata y de Shylock el usurero. Es el puente de Rialto (el de mayor altura) que permite contemplar la mejor panorámica del Gran Canal. Es también el puente empinado y sin escalinatas hecho por Calatrava y que es motivo de una demanda judicial por la cantidad de resbaladizos accidentes que ha habido desde su erección. Es Ezio, el protagonista del juego de vídeo Assasin`s Creed, huyendo por los tejados color naranja. Es también la sede de un importante festival de cine y de una notoria bienal de arte internacional. Es la ridículamente entrañable canción del grupo de rock Hombres G. Es también la terriblemente cursi balada de Charles Aznavour. Es un conjunto de museos que albergan lo más representativo de la pintura italiana del quatrocento y el cinquecento. Acaso todo esto forma parte del efecto Venecia que no se disipa fácilmente cuando se ha emprendido el retorno al hogar. “Me quedaré aquí unos pocos días”, dice Dante Aligheri en una carta, “para nutrir los ojos corporales naturalmente codiciosos de la novedad y belleza de este lugar”. Concluida la estadía, satisfecha la codicia estética, hay que emprender el retorno. Nosotros (perdón por el plural mayestático) abandonamos la majestuosa ciudad mínima para regresar al lugar natal completamente embebidos del efecto Venecia.

 

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