En el año 1963, la reina egipcia Cleopatra debe haberse despertado a los siglos y muy halagada. Gracias a Liz Taylor volvió a la historia pero con un resplandor que con seguridad absoluta no tuvo su vida, ni su reino. Ella le ofrendó la belleza que sin haber sido suya ya nadie podrá quitársela. Y, a su vez, para el mundo y para siempre, la única Cleopatra que existe es Liz Taylor. Ella hizo brillar el poderío hasta de Roma. Ella, con su imponencia de reina auténtica, desde el centro de ese desquiciado imperio, dio una categoría mítica al metal precioso, la infamia, la belleza imperial que suele amalgamarse con la soledad, la derrota y la sangre. No importa que Cleopatra haya sido una película más bien mediocre. Quizá importa un tanto que la Taylor haya cobrado por su actuación algo así como 7 millones de dólares de los años 60. Pero lo que sí importa, y no mucho sino todo, es que en medio de la accidentada megaproducción, Liz Taylor y Richard Burton se encontraron como si hubiesen estado buscándose desde la niñez. En el pacato mundo de los 60, fue un boom el adulterio protagonizado por esta pareja que infló las arcas de prensa people y provocó que de la boca naftalínica del Vaticano brincara a los cuatro vientos una frase que buscando estigmatizar, más bien resultó un elogio: “Una historia de un vago erotismo”. Desde luego, su mejor película, la más abucheada, la más incendiaria y genuina, en la que subió hasta colocar su impronta en el cielo y en la que rodó hacia abajo, para estampar un beso en el hirviente pómulo del diablo, fue el larguísimometraje de su vida que, por unos centímetros menos, duró 80 años. Quintaesencia de la mujer, belleza salvaje en movimiento, glamour extremo, gata en el tejado, extravagante, excesiva y, a su vez, ícono en la vanguardia de la emancipación femenina. Ella, sola, desafió a una sociedad hipócrita y machista y a un contexto terriblemente depredador. El Sida, para entonces, aterraba menos por su mortalidad que por su aspecto social y moral, pero la Taylor se abrió paso entre puritanos y cobardes para acompañar en la caída a sus amigos afectados. Desde entonces hasta el fin, ella, sin aspavientos y con toda la naturalidad de quien tiene un corazón inteligente, se dedicó a impulsar organizaciones e iniciativas humanitarias en contra de ese y otro males. Por mi parte, Liztaylor entró en mi vida cuando yo entraba en la adolescencia para convertirse en mi primer amor verdadero. Un amor perfecto que carecía del nefasto sentimiento de posesión e irradiaba generosidad absoluta, pues se lo vivía sin que a cambio se pidiera nada. Ni ella, ni yo. Cada cual, ese era el acuerdo tácito, tenía derecho a vivir como se le viniera en gana. De tal manera que yo podía pasarme rondando la esquina de la Ceci (Sexi, la llamaba, en secreto), la hija del profe de inglés o, usando como correo a mi hermana que era su compañera, podía enviarle a diario esquelas con versos plagiados que jamás tenían respuesta. Igual, Liz, podía pasarse besando con una recua de tipejos y hasta meterse en cama ajena, sin que ello me afectara. Es más, me encantaba estar presente cuando sus desmanes ocurrían y, aunque se piense mal de mí, francamente gozaba con verla maravillosa, libre, de ser posible liviana de ropas copulando con rufianes tipo Paul Newman. Así como se me hacía un nudo en la garganta cuando ella sufría, cuando le hacían daño, cuando rodaba para abajo. No se diga cuando ella tenía que morirse, después de lo cual no me era muy fácil salir del cine, volver a casa, a matemáticas, a uniforme, a realidad. El hecho de que se casara cada quince días, se empinara un litro de whisky antes de cada comida, esnifara para no hundirse en el azaroso terreno de la noche, subiera de peso sin misericordia de Hollywood, hiciera curas de desintoxicación, anduviera cubierta de visones a colores y diamantes de trescientas caras, me importaba muy poco. Eso era la vida real, que resultaba una ficción entre nosotros. Hubiese sido igual que a ella le importase, por ejemplo, que mi segundo año de colegio peligrara a causa del Hombre de Piedra, el profesor de Química más perverso del mundo. O le alegrase el que yo haya ganado el concurso radial “Cante usted si puede”, o que la Margarita me hiciera pedazos al verla entrando con el Nacho Camacho a la vermouth. Lo único cierto era nuestras periódicas citas en el cine, que duraban un par de horas, tiempo en el que yo la contemplaba viviendo cada vez una nueva vida. Yo, solo, en la oscuridad absoluta del cine, palpándola casi a dos manos en una talla de doce metros cuadrados que es lo que miden las diosas. Tenerla allí, intacta, divina, enteramente mía. No se diga cuando ella, como distanciándose de los otros personajes, volteaba el rostro y sus ojos violeta me buscaban en la sala hasta dar conmigo. No se diga, cuando estrenaron Una mujer marcada, que me marcó para toda la vida. Cinco veces la vi y en las cinco veces, puedo jurarlo, ella, desde la barra de un bar me lanzó un beso que me dejó pegado casi para siempre en mi butaca.