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Sitios donde Hércules Poirot y Nicasio Sangurima son viejos conocidos

Sitios donde Hércules Poirot y Nicasio Sangurima son viejos conocidos
16 de noviembre de 2015 - 00:00 - Jorge Ampuero. Periodista

A Guayaquil le quedan dos o tres, lo cual es mucho pedir en una ciudad de la cual se sospecha posee el mayor número de no lectores por metro cuadrado del Ecuador.

Una —quizás la más famosa— queda frente al Mercado Central, desde donde seguramente le llega el jolgorio de los legumbreros madrugadores y el olor de los mariscos frescos. Otra —más pequeña— queda en la calle Lorenzo de Garaicoa, cerca de la maternidad Sotomayor, no muy lejos de la primera.

Ambas comparten el privilegio no reconocido de poner al alcance de todos, o de los que quieran, libros de segunda mano —de muchas en realidad— cuya existencia pocos conocen y que permanecen allí, arrimados unos entre sí, por mutua necesidad.

Son las librerías de viejo. Lo de viejo seguramente por sus dueños, por sus asiduos visitantes y por la antigüedad de lo que ofrecen, una feliz coincidencia que, en vez de avergonzar, enorgullece a unos cuantos. Pero que podría terminar ahora que todo está al alcance de un clic y Google y Wikipedia se adueñaron del conocimiento sin permiso de nadie. Al menos, eso se cree.

En medio de esta revolución tecnológica, se podría decir que los pronósticos le son adversos; pese a ello, estos lugares de clandestino esparcimiento sobreviven. Nunca les falta alguien que, urgido más por una necesidad interior que por otra cosa, pasa, emocionado, revista a sus estantes repletos de libros amarillentos y ajados, algunos, incluso, con unas páginas menos y huequeados por polillas que también parecen ir en busca del tiempo perdido.

Allí se encuentran, casi siempre en desorden y sin más guía que el propio instinto intelectual, los títulos pretendidos y otros raros que jamás se imaginó que alguien los pudiera escribir.

“Lo de la internet no es confiable. Imagínese que una consulta que hice sobre Arturo Borja salió que había muerto trágicamente asesinado a manos de unos indios en la Amazonia”, comenta Julián Villavicencio, de 72 años, un profesor fiscal ya jubilado que no deja de visitar la librería Nuevos Horizontes, la que queda frente al mercado, siempre con el afán de conseguir algo nuevo entre lo viejo. Con la espalda inclinada como si guardase reverencia permanente al sitio donde se encuentra, el hombre se deja llevar por su olfato de ávido lector por las rumas de libros y las infinitas paredes que lo trasladan hasta un altillo a media luz. Allí, cual William de Baskerville en la abadía benedictina de El Nombre de la Rosa, husmea, revisa, hurga, se maravilla, calcula. Con diez dólares puede llevar mucho.

Antes, recuerda, pudo conseguir allí mismo, luego de una exhaustiva búsqueda, una edición de El Perfil de la Quimera, de Raúl Andrade, muy antigua, editada por la Casa de la Cultura de Quito; también una Historia Universal de César Cantú, un texto en inglés de William Butler Yeats, con poesías escritas en su juventud, antes de ganar el Nobel, y las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma en excelente estado. Sus hallazgos los enumera como si fueran el logro de toda una vida.

Pero ahora —siguiendo el consejo del poeta Juan Secaira de que a esos lugares hay que ir sin ninguna compañía— busca la revista Libro Elegido en la que se entrevista a Ernesto Sábato y que, infelizmente, se le perdió durante un cambio de casa. “Una buena revista”, comenta, mientras un polvillo invisible lo hace estornudar tres veces. “Así mismo es esto”, dice, sin que nadie le pregunte nada, convencido de que esos zaguanes caliginosos le tienen preparada más de una sorpresa.

Luego se pierde por un pasillo angosto, también atiborrado de publicaciones de quién sabe cuándo, y se arregla los lentes para ver mejor y que nada se le escape. Muchos de los libros ya no tienen lomo y hay que bajarlos de sus altares para saber qué ofrecen.

Don Julián sabe que miles de personajes, desde el gaucho Martín Fierro hasta el coronel Aureliano Buendía, desde Gregorio Samsa hasta Andrés Chiliquinga, habitan silentes en medio de esas páginas, a la espera de que algún lector —de pocos recursos y muchas ansias— los descubra y se los lleve a casa.

Un aire espeso, como a poesía medieval, a libro antiguo sin leer, se filtra en el ambiente mientras los títulos se cruzan en los vértices de madera, en las repisas de fierro, en las paredes, en gavetas y cajones de madera, en todos los espacios posibles en donde las pilas de textos simulan construcciones diminutas a punto de colapsar.

Algunas de estas librerías —lugares en donde es posible traer a Borges por el jardín de los senderos que se bifurcan, según Luis Carlos Mussó— comenzaron en medio de los cangrejos amarrados y de las aguas sucias que salían del interior de la Plaza Central. Los vendedores instalaban mesas de madera a un costado de la calle 10 de Agosto y desde allí atendían los requerimientos de los estudiantes necesitados. Se vendían álgebras, textos de inglés, la Química de Vidal, el Escolar Ecuatoriano, pero también otros libros valiosos que algún intelectual pobre habrá vendido por unos pocos sucres para tener qué comer.

Luego de que una disposición municipal obligara a desalojar las aceras, la mayoría desapareció con libros y todo. Unos pocos —como la Nuevos Horizontes y la Librería Popular— se refugiaron en las cercanías y continuaron atendiendo, en el caso de la más surtida, con sus cerca de 40 mil textos.

El resto —ni siquiera don Julián— sabe a dónde fue a parar.

Algunas de estas librerías comenzaron entre cangrejos atados. A un costado de la calle 10 de Agosto, los vendedores atendían a los estudiantes necesitados. Vendían álgebras, textos de inglés, la Química de Vidal, el Escolar Ecuatoriano, pero también otros libros valiosos que algún intelectual pobre habrá vendido por unos pocos sucres para tener qué comer.

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