Seamos sinceros, el jazz murió hace décadas, y no son pocos los que piensan así. Como escribía hace unos meses el trompetista de Nueva Orleans, Nicholas Payton, en un texto incendiario: “El jazz murió en 1959. / Para empezar, el jazz era una idea limitada./ El jazz es una etiqueta que se impuso a los músicos. / Los músicos nunca debieron aceptar esa idea./ Si crees que el jazz es un estilo musical, nunca empezarás a entender / El jazz es una marca. /El jazz no es música, es marketing, mal marketing”. El jazz murió en 1959, irremediablemente, y para siempre. Lo que ha quedado -el término, recuerdos gloriosos y poco más- fue una categoría impuesta a los músicos y, como tal, nunca existió. En su época dorada, el jazz solo era una sensación, una amalgama de ritos, sonidos y ritmos, una flor más de la música negra, cultivada con pasión en los algodonales. El jazz murió en 1959 cuando se separó para siempre de la música popular norteamericana, cuando se volvió una actividad del cerebro y la ropa que llevas cuando lo escuchas, comprensible únicamente para una élite y no para la gente que siente, baila y se despreocupa de escalas, armonías y solos interminables. Por eso, John Coltrane y Ornette Coleman se volvieron místicos del sonido en los sesenta, dice Payton, por eso empezaron con el Free Jazz, para liberarlo, no para tocar jazz libre; para devolverlo a sus raíces, a pesar de que ya todo estaba perdido. Del Jazz – con mayúscula- quedaron algunas de las grandes luces que poco a poco se fueron apagando. Los que siguieron fueron epígonos de un género inerte, agrupados por la etiqueta más que por el espíritu y el arte. Más de 40 años de esplendor fueron suficientes, muchas gracias. Sin embargo, por el mundo quedan todavía algunas de las figuras de la época de gloria; de los artistas -no solamente músicos, hijos de una técnica y no de una cultura- que creaban música en sintonía con sus raíces populares. Uno de ellos es Mulatu Astatke, nacido en Jimma, al oeste de Etiopía, en 1943. En su vida, llena de muchas peripecias, llega a Nueva York en los sesenta, justo a tiempo para presenciar los últimos coletazos moribundos del jazz, pero también para conocer personalmente a Coltrane, Duke y Bud Powell; después de sumergirse en el espíritu de la época llega a crear una música propia, la suya: el ethiojazz, una fusión de las raíces rítmicas y escalas sensuales de Etiopía con el avant-garde de la escena neoyorquina. Ahora está en Ecuador, sentado en el sillón de su hotel, un día antes de su extraordinario concierto en el Teatro Nacional Sucre. Vino en el marco del Festival de Jazz de Quito 2014. Parece cansado, pero sin duda, satisfecho y listo para rememorar los días de su juventud musical. “Una vez tuve un gran profesor que me decía, ‘sé tú mismo’. Entonces, cuando analizaba la música de Coltrane y Miles Davis - la de Bill Evans - y me preguntaba  cómo habían llegado a ser tan grandes, me di cuenta: fueron capaces de convertirse en ellos mismos”, cuenta con una voz rasposa y pausada. En este sentido, Mulatu puede estar contento. El ethiojazz, después de varios años de relativo olvido, es una creación tan original, seductiva y potente, que le llevó a la fama internacional. Pero todo pudo ser de otra manera. “En la mayoría de los países desarrollados los sistemas educativos son muy importantes. Por otra parte, en los países más pobres, cosas como música, arte o teatro son menospreciadas y no son obligatorias en los colegios. ¡Imagínate cuántos talentos perdemos por eso en Etiopía! Muchos podrían ser grandes músicos del mundo, compositores, arreglistas, pero como no les damos una oportunidad, nunca sabremos”. En Etiopía, la música está estrechamente ligada con la religión y los grupos étnicos, por lo que los estudios musicales en la mayoría de colegios y bachilleratos son inexistentes. Así, Mulatu, que era muy hábil en matemáticas y física, soñaba con ser ingeniero, algo que su familia aceptó con gusto encaminándolo rápidamente en esos estudios. Sin embargo, esta vida ya trazada cambió cuando tuvo la oportunidad de viajar a Inglaterra a estudiar ingeniería aeronáutica gracias a su alto rendimiento. En este nuevo marco educativo, con clases de música, sus profesores notaron la sensibilidad innata de su alumno y lo empujaron en otra dirección. “Antes de eso no tenía interés en la música”, dice con una sonrisa. “Todo se desarrolló cuando salí de Etiopía y fui a Inglaterra. Estudié música clásica en el Trinity College de Londres durante unos años, pero luego descubrí que el jazz era más africano. En otras palabras, el jazz le daba una oportunidad a un africano como yo para contribuir. Entonces, decidí probar y encontré mi talento”. Habiendo decidido su camino, desembarcó a comienzos de los sesenta en Boston para convertirse en el primer africano inscrito en la prestigiosa Universidad de Berklee. Ahí tuvo sus contactos iniciales con el jazz, ese que salió de Nueva Orleans y movió los cimientos de la música del mundo. Fue ahí también cuando tocó en varias ‘big bands’, aprendió las piedras angulares de la composición y encontró su instrumento principal: el vibráfono. Una vez acabados sus estudios se mudó a Nueva York y formó The Ethiopian Quintet, compuesto de músicos estadounidenses y puertorriqueños que le iniciaron en la vibrante escena de música latina de ese período. “Los ritmos latinos son africanos, mi amigo. De hecho, todos los elementos de la música latina, sus ritmos e instrumentos, me eran muy naturales: en algún punto fueron africanos”, cuenta orgulloso. Su época con el quinteto definió su carrera musical en las décadas venideras. En ese momento, Mulatu comprendió, como artista de jazz, la importancia de tener su propia voz, de no seguir las modas para defender su propia causa, es decir, de hacer lo que hizo Louis Armstrong y su gente, de hacer lo que hizo Benny Goodman y la suya. Dispuesto a conseguir ser él mismo, empezó a fusionar los pocos elementos que conocía de la música de su tierra. Esta búsqueda profundamente artística, conectada con las raíces de lo africano, no solo en los instrumentos sino en la sensación y el humor, es lo que lo distingue de las innumerables tendencias y fusiones que llegaron por oleadas tras la muerte del jazz.  “Siempre digo que África le dio al jazz su sensación. La gente piensa inmediatamente en los tambores, pero no aportamos solo eso, le dimos al jazz su ciencia”, comenta pensativo. Desde esta visión, Mulatu logró conectarse con el pasado antiguo de la música popular negra; al revisitarla desde lo africano, con vitalidad y fuerza, consiguió algo único: darle al jazz una especie de tábula rasa sobre la que redefinirse y volver a empezar. En esto reside la fuerza del ethiojazz y la razón por la que contagió la creación musical en toda África, y no solo Etiopía. Y es que no es un giro más de los incontables que han caracterizado al género, es un nuevo comienzo. Al hablar de las particularidades de su música, sin embargo, Mulatu recuerda al científico que lleva dentro: “En la música tradicional de mi país tenemos 4 modos y 5 notas, que es la escala pentatónica, mientras que en el jazz se usa la escala cromática de 12 tonos. El ethiojazz es una combinación de ambas, pero no es tan fácil como suena: los 12 tonos occidentales son muy elevados y complejos, hay que ser cuidadoso para no perder el color y carácter de la música etíope. Son cinco tonos sobre 12, con los 5 flotando por encima”, explica. El resultado de sus primeros experimentos son 3 grabaciones clásicas: Afro-Latin Soul Volumes 1 & 2 y Mulatu of Ethiopia. Una vez cerrado su ciclo en Estados Unidos volvió a Etiopía, con su vibráfono y un órgano Hammond, instrumentos que eran totalmente desconocidos para la gente de su tierra, a liderar la generación de músicos más talentosos de su país: la Edad de Oro de la música etíope, llamada groove de la misma forma que el jazz fue etiquetado ‘jazz’. Así, en una jugada brillante del destino y la Historia, el ethiojazz, creado por la conexión de un africano de nacimiento con las raíces de la música popular negra en Estados Unidos y Latinoamérica, fue la semilla para el renacimiento del jazz en África. Al comienzo, sin embargo, no fue tan fácil y su propuesta generó problemas en Etiopía. “Recuerdo que una vez estaba tocando en una sala clásica, durante una obra de teatro de un gran poeta nuestra. Yo había escrito la música. En el escenario usaba muchos instrumentos fantásticos, entre ellos la begana, una lira de 10 cuerdas, fusionada con pianos, guitarras y cosas así. Pero la begana se usa en las iglesias ortodoxas, entonces no les gusté: me pidieron que me baje del escenario. Pero a mí no me molestó mucho y solo seguí adelante,” dice entre risas, y continúa: “Inicialmente fue un problema, pero en cualquier lugar del mundo, cuando se te ocurre algo nuevo, le toma un tiempo al público acostumbrarse. Además, cuando llegué, la aproximación a la música era tan distinta que a la gente le costó entender. Usábamos instrumentos tradicionales, escalas tradicionales, pero con las improvisaciones y sensación general del ethiojazz”. A la larga, el talento y frescura de Mulatu, junto con la actitud receptiva de los músicos contemporáneos, acabó por consolidar su carrera en Etiopía, donde se estableció definitivamente para experimentar con los instrumentos desconocidos de su tierra, incorporando a la medida que investigaba. Posteriormente, tras décadas de relativo olvido en Occidente, su música apareció en una compilación de una pequeña firma parisina y, de ahí, a las manos del cineasta Jim Jarmusch, quien se acercó a él tras un concierto para preguntarle si podía usarla como banda sonora de una de sus películas. Un año después, en 2005, aparecía el filme Broken Flowers - con un genial Bill Murray de protagonista - y Mulatu recibía un tardío, pero merecido reconocimiento mundial.  Diez años después el ethiojazz ha dado la vuelta al planeta, con salas llenas en París, Nueva York, Tokio y Quito. Puede que el jazz norteamericano haya muerto en 1959, que no haya a dónde ir después de ‘Kind of Blue’ de Miles Davis, pero hubo alguien que logró reconectarse con la matriz que tantos grandes músicos buscaron inútilmente, casi desesperados. Esa persona tuvo que ser africana para ver la música negra desde un ángulo nuevo, para devolverla a su pasado remoto y puro sin olvidar el ritmo, el primer ingrediente del jazz y de toda la música afro. En esta figura recobrada el Jazz sobrevivió, a su manera. La gente de pie en el Teatro Sucre, bailando entregada delante de sus asientos, en los laterales y desparramada por el pasillo central durante un concierto de jazz - algo insólito en nuestros días-  son los mejores testigos.