Brillante dentro del caos. Una suerte de héroe dispuesto a desenmascarar el sistema, orgulloso de llevar una moral intacta, más allá de que siempre le atormentan los problemas personales y sentimentales. Engrandecido, inteligente, perspicaz y atrevido, así pareciera que Hollywood sintetiza al estereotipo del periodista. Un oficio duro en extremo y apasionado, tarea difícil incluso para los superhéroes Superman y, sobre todo, para El Hombre Araña, quien además de maléficos villanos debe lidiar contra un jefe que le explota laboralmente y que le cambia constantemente la intención periodística y la objetividad de sus fotografías, contra la mala y tardía paga, la intolerancia y el irrespeto e incluso contra la censura. Esta historia imaginaria no resulta tan lejana a la realidad… El sueño del reportero Una de las miniseries con mayor prestigio producidas por la BBC, State of play, mostraba la sombría relación que podía existir entre el poder político y los medios de comunicación. Como si se tratara de un laberinto imposible de salir, la serie proponía un juego de intrigas, encuentros inesperados, entrevistas a escondidas y búsquedas incansables de pistas que terminaban siendo falsas, mostrando un violento choque entre lo público y lo privado. Cinco años después de la serie, Hollywood condensó al original en una película interpretada por Russell Crowe y Ben Affleck. Y mediante un ambicioso discurso que no pudo escapar de la mirada “espectacularizadora”, la cinta trasladó la trama de Londres a Washington, dotada de eficaces golpes de efecto, para mostrar la oscura relación entre un político y un periodista. Para ensalzar el auge del periodismo corporativo estadounidense, el director fijó en Crowe los estereotipos del reportero-héroe, una suerte de investigador privado similar a aquellos que se ocultaban entre las sombras del cine negro, para conducir al espectador en este thriller político que relata una historia sobre el trabajo de los reporteros y los políticos lejos de la primera plana. El periodista del Washington Post, R.B. Brenner fue el asesor de Crowe para dicho filme. En un artículo narra cómo explicaba al actor neozelandés que si hay vidas en peligro, los deberes como ciudadano se deben anteponer a los derechos como periodista. Pero la explicación no satisfizo a Crowe, quien se mostró empeñado en ver el lado más innoble de la profesión, según Brenner: “Le decía al director que si aspiraba a que su film se elevara por encima del thriller, reflejar ajustadamente el código de conducta de mi profesión debería tener más relevancia”. La película reconoce los tópicos del cine de periodismo, pero funciona perfectamente como thriller y recuerda —ignoro si consciente o inconscientemente— a ese estandarte de cine periodístico de los setenta que significó Todos los hombres del Presidente, de Alan J. Pakula. Encarnados en los talentosos Robert Redford y Dustin Hoffman, la cinta apuntaba al escándalo de Watergate, en el cual los reporteros del Washington Post, Bob Woodward y Carl Bernstein —“Woodstein”, vociferaba su colérico jefe—, revelaron el caso Watergate. La investigación periodística incluso terminó en la dimisión del entonces presidente, Richard Nixon. El descubrimiento de la conspiración significó un valorable ejemplo del esfuerzo y la calidad del oficio periodístico, reflejando las disyuntivas y cuestionamientos que aparecen entre los resultados y la ética del reportero. La película supo plasmar en la pantalla con un ritmo atrapante un relato revelador y emocionante sobre los conflictos reales y las dificultades que envuelven a la vida política y a la labor periodística. Todos los hombres del Presidente inspiró a toda una generación de periodistas y se convirtió en un referente inexcusable en la concepción y la defensa del trabajo de los medios como cuarto poder. Gracias a ellos, la opinión pública estadounidense abrazó a los periodistas como héroes, puesto que encarnaban los mejores valores de las democracias americanas. Vistos como héroes, los periodistas de esta película se enfrentan a todo tipo de adversidades y presiones en su lucha en favor de la verdad y devuelven a la opinión pública la confianza en la labor de los medios como también lo hicieran los personajes de Al Pacino en El dilema (Michael Mann, 1999) y el de David Strathairn en Buenas noches y buena suerte (George Clooney, 2005). Una mirada posterior, hecha desde la perspectiva del espectáculo, fue resuelta magistralmente por Ron Howard en El desafío: Frost contra Nixon. La cinta rememoraba los intereses de una cadena de televisión inglesa por lograr una entrevista con Richard Nixon. Al principio significaba una necesidad de conseguir un episodio mediático que ya de por sí atraía el interés y la mirada del mundo entero, pero finalmente se terminó transformando en una histórica confesión sin restricciones. El director presenta la preparación del periodista británico David Frost y la de Richard Nixon, como si el contexto de esta cinta perteneciera más bien a un combate de box. Precisamente, esa comparación sutil entre los contendores, como si fuera un joven retador frente a un peso pesado, cada uno en su esquina y acompañado de su mánager, es lo que permite que el filme no decaiga ni un instante en sus 122 minutos de duración. Asalto tras asalto, ambos van revelando sus personalidades e inseguridades. La experiencia de Nixon se cruza con la actitud de Frost en un encuentro que promete una paliza inicial, pero que cambia los papeles entre ambos personajes a cada minuto. La cinta de Howard recuerda un histórico momento de confesión, tras uno de los sucesos más polémicos de la política en EE.UU. En la recreación del personaje el filme humaniza al mito, a través de una necesaria confesión justo antes de que suene la última campanada. ¡Paren las rotativas! “¿Quién demonios va a leer el segundo párrafo? Llevo 15 años enseñándote cómo escribir.”, le espetaba un histriónico Walter Matthau a Jack Lemon en Primera plana, de Billy Wilder. El director austriaco, que a sus 20 años probó en carne propia las lides del periodismo (sensacionalista), retrató en dos películas dos miradas contrarias, pero con un punto en común, sobre la ética del periodismo. En El gran carnaval, Wilder centraba la mirada en un periodista sin escrúpulos, interpretado magistralmente por Kirk Douglas. La cinta criticaba sin miramientos la falta de ética, el egoísmo y la manipulación individual, así como el morbo y la crueldad de las sociedades modernas. Con la única intención de triunfar en el mundo del periodismo, el periodista es capaz de retrasar incluso el rescate de la víctima para mantener la exclusiva en primera plana. Irónicamente, gran parte de la crítica de la época se ensañó con la película, a la que consideraban un ataque injustificado contra la integridad de la prensa norteamericana. Cierto sector acusaba a Wilder de haber realizado un film arcaico e inclemente hacia el ser humano. Para el Hollywood Reporter, El gran carnaval (o El as bajo la manga, como debería ser su verdadera traducción) era una obra despiadada y cínica, una bofetada contra dos de las instituciones americanas más respetadas y eficaces: el gobierno democrático y la prensa libre. Además acusaba a la película de graficar a los estadounidenses como un montón de estúpidos, a los que se puede manejar fácilmente. Años más tarde, Wilder realizó Primera plana. La cinta parte de un punto similar, pero esta vez está retratado en tono de comedia. Un periodista encuentra a un prófugo de la justicia y decide ayudarlo a cambio de una exclusiva. A medida que avanza la historia se intuye la inocencia del hombre. A pesar de eso, se piensa continuar con la ejecución, ya que para la clase política local sería una buena propaganda para las elecciones. Pero también para la prensa el caso puede significar una ganancia absoluta. La película ya había sido llevada a la gran pantalla por Lewis Milestone en 1931 (con el título Un gran reportaje) y por Howard Hawks en Luna nueva en 1940. Al igual que su antecesora, la cinta habla sobre la industria de la comunicación, pero paralelamente también hace una radiografía de la administración de justicia, ambas expuestas en una sádica lucha por el dinero y el poder. Sin embargo, la cinta tuvo una acogida bastante irregular en su estreno, tanto dentro de la crítica como del público. Para Billy Wilder, este filme nunca llegó a ocupar un lugar entre sus películas favoritas y el realizador no llegó a sentirse especialmente orgulloso de haber vuelto a llevar a la gran pantalla una de las obras de teatro americanas más populares del siglo XX. Del niño prodigio al sensacionalismo latinoamericano Hay un buen número de reporteros de pantalla grande que son tratados como detectives, quizás porque su trabajo se basa en indagaciones preliminares. Pero otros elementos completan la imagen. Los periodistas de cine suelen tener la apariencia y el vestuario descuidados, sus historias se ubican entre la calle y la sala de prensa, nunca se alejan de sus artefactos profesionales como la grabadora, la libreta, la máquina de escribir o la cámara de fotos. Y además poseen rasgos sicológicos y sociales como la afición a jugar al póquer o el consumo excesivo de cigarrillos o alcohol. Y aparentemente les aburre el trabajo cotidiano y sienten una indiferencia desvergonzada por los temas sobre los que trabajan y mantienen constantes tensiones con sus jefes inmediatos. Ejemplos de estos periodistas de pantalla con la misión de esclarecer la noticia en medio de una subtrama emocional se han visto en decenas de filmes como Detrás de la noticia (Ron Howard, 1994), El año que vivimos peligrosamente (Peter Weir, 1982), El informe Pelícano (Alan J. Pakula, 1993), El precio de la verdad (Billy Ray, 2003), o El reportero (Michelangelo Antonioni, 1975). Y uno de los prototipos lo fijó el genial Orson Welles. Adelantado a su tiempo en casi todo, el cineasta también brindó su punto de vista sobre el periodismo en su inmensa ópera prima El ciudadano Kane (1941). Welles desnudó la figura del magnate periodístico omnipotente, pero incapacitado emocionalmente al mismo tiempo, Welles recreó la vida de William Randolph Hearst, logrando un ícono, no solo de las películas sobre periodismo, sino revalorizando totalmente al lenguaje cinematográfico. Hearst había comprado por 180 mil dólares el Morning Journal en otoño de 1895, menos de una quinta parte de lo que había costado un año antes. De un modo muy similar al que gráficamente se muestra en El ciudadano Kane, Hearst alquiló una oficina en el mismo edificio que albergaba la sede de otro diario y desde allí convocó a los profesionales más destacados que trabajaban para Pulitzer, doblando o triplicando su salario. En la cinta de Welles, un importante financiero estadounidense, Charles Foster Kane, dueño de una importante cadena de periódicos, de una red de emisoras, de dos sindicatos y de una inimaginable colección de obras de arte, muere en su fabuloso castillo de estilo oriental, Xanadú. Descubrir el significado de su última palabra, “Rosebud”, es también el motor narrativo de la cinta. Para descubrirlo, un grupo de periodistas se pone a investigar la vida de este hombre y su gran imperio financiero, en el que la prensa y las emisoras de radio eran su fuente de ingresos y a través de ellos escalaba en las esferas del poder. Sin duda, una de las películas más importantes de la historia del cine, revolucionó el lenguaje cinematográfico y la puesta en escena. A través de largos planos secuencia, tomas contrapicadas con una enorme profundidad de campo el joven Welles hizo no solo el retrato del magnate de los medios, sino también de una sociedad y una época. Pero de esta parte del continente también han surgido ejemplos interesantes que han puesto el dedo en la llaga del periodismo sensacionalista. El primero es Tinta roja, del peruano Francisco Lombardi. La cinta cuenta cómo un reportero de farándula se pasa a crónica roja y conoce todos los aspectos deformantes de la profesión a través de su tutor, retratando y viviendo de la miseria humana. En Ecuador, Sebastián Cordero apuntó al amarillismo por medio de la historia de Manolo Bonilla, reportero estrella de un programa de televisión de noticias sensacionalistas de Miami que llega al país a investigar el caso del Monstruo de Babahoyo, un violador y asesino de niños. En clave de thriller de denuncia Cordero logra evidenciar la falta de ética de ciertos periodistas mostrando medios más interesados en sacar provecho —económico— del horror que de buscar la verdad.