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Reseña

La fuerza imaginaria de la realidad

Portada de Fuerzas Ficticias (Editorial Eskeletra, 2014), de Andrés Cadena.
Portada de Fuerzas Ficticias (Editorial Eskeletra, 2014), de Andrés Cadena.
11 de agosto de 2014 - 00:00 - Edwin Alcarás, Escritor

Hace poco más de 2 años le propuse a Andrés Cadena, por entonces un completo desconocido, al menos para mí, que presentara mi primer libro de cuentos. Además de una temeridad gratuita, fue una excelente decisión. No solo por el hecho —ya insólito— de que el amable extraño aceptara, sino por la oportunidad de conocer a uno de los narradores de mi generación cuyo trabajo más respeto. Sospecho que él nunca supo bien por qué irrumpí una tarde en su bandeja de entrada para quebrar la serenidad de nuestro mutuo anonimato. Nunca tuvimos ocasión de hablar de eso. Hasta ahora, que lo voy a hacer público.

Digamos que, aunque nunca lo había visto, no me era por completo desconocido. Había leído un cuento suyo en una revista literaria más o menos remarcable, más o menos desconocida, como todas. Era una historia trabajada a través de una estrafalaria —y hasta cierto punto hermética— acumulación de fragmentos inconexos. La fábula se sostenía en un juego perverso con la sensación de un espejo roto cuyos pedazos iban iluminándose bajo una lumbre emocional escrupulosamente violenta. Como si se pudiera escribir en susurros, dibujando las palabras con las ficticias comisuras de una obsesión secreta. El artefacto resultó especialmente interesante para mí porque en aquellos días estaba trabajando en un cuento largo (más que por su extensión, por su inquebrantable negativa a dejarse escribir. Cuatro años de constantes y ansiosas horas-nalga tratando de domesticar el grito blanco de la madrugada) de cuya estructura, módicamente iconoclasta, me sentía orgulloso como un niño huérfano.

Así que cuando terminé de leer aquel excelente cuento de Cadena me invadió una alegría lacia y vaga. Una especie de compasión muy parecida a la autocompasión. Un lánguido flujo emocional análogo, supongo, que comparten los compañeros de condena. Sentí extrañamente familiar a ese autor nuevo, atormentado de un modo interiormente conocido para mí. No podía resistir imaginármelo embarcado en el esfuerzo infame de cazar por horas un adjetivo o el despropósito existencial —y, qué duda cabe, familiar— de estar lejos de todo lo humano, como zombi con gripe, hasta alcanzar la arquitectura aproximada —eternamente preliminar— de una historia. Paladeaba la dicción, la música contenida de los diálogos, el goteo rítmico de la sintaxis, el dibujo abstracto de la psicología… Como si todos aquellos elementos hubieran preexistido en algún lugar ya intuido en sueños. Como si se pudiera soñar en susurros, dibujando a fuerza de latigazos imaginarios el inconsciente ajeno. Entonces le escribí.

Palpe su textura, perciba su peso, hágalas gorgotear en la garganta. Ahora únalas: fuerza ficticia. Deténgase un momento en el nuevo concepto.

Dicho esto me gustaría añadir solo un par de apuntes —porque quisiera honrar el decimoprimer mandamiento, el más importante, que sabiamente prescribe: “No aburrirás”—acerca del estilo de Cadena, como para que no quede todo solamente, digamos, en palabras… Como en literatura, empecemos por lo más importante, o sea por el último:

Saboree el lector estas dos palabras: fuerza y ficción. Mírelas. Cada una, un núcleo de significado.

Fuerza.

Ficción.

Palpe su textura, perciba su peso, hágalas gorgotear en la garganta. Ahora únalas: fuerza ficticia. Deténgase un momento en el nuevo concepto. Escúchese a sí mismo enlazando sus ideas con ese par de palabras juntas. Registre la porción de vocablos que ha amasado mentalmente para explicarse el concepto de fuerza ficticia. Perciba esa ilusión cotidiana, no por ello menos enigmática, de haber comprendido algo del mundo.

Henos aquí frente a la literatura. O, al menos, su semilla. Fíjese en que el núcleo de energía significante de estas palabras no ocupa un lugar físico, propiamente, en ningún sitio más que en la imaginación humana. No está, pero existe. No solo que existe sino que esta sustancia lingüística es el sustrato mismo de la gran ficción que llamamos ‘Realidad’. Nadie podría dudar de la existencia paradójica del lenguaje incluso frente a términos de contenido misterioso —por innumerable o inconcebible— como: felicidad, amor, tiempo, verdad… y un persistente etcétera.

Con ese material oscuro, oscilante y huidizo trabaja la literatura, al menos la que vale la pena, es decir la que se propone, desde la raíz —con cada poro, con cada preposición y cada coma— explorar las inmensas zonas, casi siempre tenebrosas, del corazón humano. ¿Qué es la literatura sino la inmensa ilusión de comprender —es decir desarmar y volver a armar— la Realidad? Entre nosotros (es decir quienes hemos empezado a publicar en esta década) Cadena es uno de quienes se ha propuesto más intensa y seriamente esta tarea cardinal del arte de escribir historias. En la cantera inagotable de esta ambición metafísica operan y cobran sentido los recursos de un estilo cuya madurez narrativa es notable para un primer libro de cuentos.

Tomemos el cuento cuyo plural le da nombre al libro. Se trata de uno de los casos que casi nunca puede eludir un libro debutante: la historia de un escritor que no puede escribir. Literatura que se muerde la cola. Sin embargo, el enfrentamiento honesto de este pathos específico, la paciencia y la lucidez para suministrar y velar los elementos autobiográficos, consiguen construir una atmósfera ajustada y estimulante, levantada como un laberinto que reta a la inteligencia del lector, quien debe descifrar el mecanismo del artificio: el cuento que no está escribiendo el personaje-escritor es el mismo cuento que sí está escribiendo el autor: las imposibilidades del personaje le sirven al artífice para tensar el arco de la escritura y burlarse violentamente del destino de la literatura: triste destino donde lo haya ese de buscar palabras para juntarlas sin que a nadie en el mundo —quizá con razón— le importe un comino.

Todas las tramas de este remarcable primer libro están trenzadas bajo la luz de una ardua epifanía interior. Cada cuento funciona como una aventura controlada para palpar la desconfianza esencial que el autor experimenta hacia los engranajes inciertos de la realidad. Cada situación, cada diálogo, opera bajo la tensión de una fuerza ficticia cuyo influjo moldea las zonas visibles de unas vidas imaginarias que nos llevan, ineluctablemente, hacia adentro de nosotros mismos, confrontándonos, cuestionándonos la naturaleza irreal de nuestra realidad construida, finalmente, solo con palabras.

Uno de los ambientes más fructíferos, en este sentido, es el que se tensa sobre la dorada desesperación del conflicto amoroso. Entre las palabras no pronunciadas, en ese intenso estruendo de sombras, se imbrica el delicado dispositivo de la individualidad, la catástrofe de una soledad inextinguible. Sea en la forma de una cita a ciegas condenada al fracaso, de una femme fatale que te conduce al abismo (tanto más si el hermoso demonio es tu propia prima y el abismo es la destrucción de tu familia) o del diálogo final de una larga relación que se desmorona frente a un edificio en obra negra. Cada destino de estas historias concurre sutil, pero ineluctablemente hacia la esfera impenetrable de los sueños, como si las fuerzas ficticias de sus propias ansias amorosas construyeran las murallas detrás de las cuales va secándose, perdurablemente, el alma.

Frente a esta construcción simbólica, edificada con la materia leve, frívola y fugaz de las palabras, frente a las fuerzas ficticias que van desnudando cada uno de estos cuentos, el mundo parece una invención deficiente, una mentira sostenida con evidencias falsas, una cadencia imprecisa de acontecimientos sin sentido. La potencia imaginaria de la literatura es la única capaz de ordenar los hechos sueltos e inconexos que vamos olvidando en nuestro camino cotidiano hacia la muerte. Detrás de las cosas, palpitando en los átomos duros de su tejido, está agazapado el libro de Cadena con su luz aritméticamente violenta. Esperando. Con la monstruosa paciencia del arte.

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