La familia del Dr. Lehmann, de Sandra Araya, ganó a finales de noviembre el primer premio de novela corta La Linares. El libro se distribuirá desde esta semana a través de la campaña de lectura Eugenio Espejo; y su autora, antigua editora de CartóNPiedra, nos cedió este fragmento. Decidió recorrer la calle de aquel pueblo, en línea recta, para encontrar un cajero automático. Eventualmente, todos tendrían que comer y sacar el poco dinero que le quedaba en la cuenta bancaria le parecía a ella un acto impostergable. Además, tenía hambre. La hija del Dr. Lehman, Amy, caminó, mirando hacia atrás, para recordar exactamente dónde estaba parqueado el automóvil de su padre. Quiso memorizar, de un solo vistazo, todo lo que había alrededor: una tienda de confites que exhibía bolitas de colores dentro de una gran esfera de cristal; al frente, una tienda de medias mostraba unas sedosas piernas de neón celeste. El auto de su padre, un Mustang café que parecía sacado de otro tiempo —y es que lo era, en realidad—, estacionado entre todos los automóviles modernos de colores brillantes, destacaba como un sobrio y añejo insecto en medio de un jardín estridente. No había forma de perderse. Amy pudo acceder a un cajero automático dentro de una pequeña galería. Más allá, unos niños jugaban en una piscina de pelotas de colores, la gente a su alrededor caminaba sonriendo, inmersa en su propia vida. Junto al cajero, en un puestito de lotería pintado de blanco, una mujer de rizos negros conversaba con la mujer que vendía los boletos, algo mayor, con el pelo teñido de color chocolate. Amy respiró ese aire de normalidad, esa paz de ciudad pequeña, y deseó quedarse a vivir ahí. Nadie la miraba especialmente, y ella no reparó en nadie de forma particular. Así debía sentirse llevar una vida normal. Después de unos minutos de duda, pocos en realidad, quizá no muchos, en realidad fueron segundos, Amy recordó la clave de su cuenta bancaria y la digitó —aquel movimiento siempre era tan rápido que ni siquiera le prestaba atención a su nombre en la pantalla—, así como luego seleccionó la cantidad de dinero que necesitaba, lo último que le quedaba. Empezó entonces a imaginar qué compraría con aquel dinero. Quería un paquete de palomitas de maíz, también compraría gaseosas frías para su madre, su hermano y su padre, tal vez podría también comprar por ahí una bolsa de pan en tajadas y preparar sánduches de queso. Solo cuando recibió el dinero y retiró su tarjeta sintió que la gente la miraba con curiosidad, aquella misma mujer de rizos que antes no había reparado en ella, la lotera, la madre de uno de los niños que jugaba en la piscina de pelotas de colores. Se preguntarían, pensó, quién sería y qué andaba haciendo por ahí. Se acercó primero a la confitería cerca del patio de juegos y compró al fin el paquete de palomitas dulces que quería. Cuando salió de la tienda, se dio cuenta de que había aparecido más gente en la galería y que todos la miraban, aunque aún sin acercarse. Pudo sentirse intimidada, pero en realidad nadie exhibía ningún gesto agresivo o de rechazo. Ella sonrió a su alrededor y cabeceó, en un gesto que tenía de saludo, asentimiento y despedida. Recorrió los pocos metros que la separaban del auto de su padre, pero ya desde lejos pudo notar que algo había cambiado definitivamente en sus vidas. Alrededor del vehículo había gente que sonreía, que reía, que saludaba a su familia. Su padre, acomodándose los lentes de montura dorada que siempre se le deslizaban hacia abajo por el puente de la nariz, le decía a su madre, pudo escuchar Amy, ya a pocos pasos, que le habían pedido los del pueblo que se quedase. Necesitaban un médico. La noche anterior, la misma antes de que llegaran al pueblo, los miembros de la familia Lehman fueron puestos a prueba. Llovía, llovía sin fin, y el cielo no parecía ser el origen de la lluvia, sino que esta parecía venir de un espacio y tiempos infinitos; además, ellos no hubiesen podido precisar dónde se encontraba el cielo, quizá muy por encima de las murallas de roca que cercaban la estrecha carretera por la que transitaban, o quizá muy cerca, terriblemente cerca, casi aplastándolos. Ya varias veces habían tenido que bajar todos del auto para empujarlo, atascado, carromato viejo, haciendo rugir sus ruedas entre lodazales que se habían filtrado en los trozos de carretera, rota esta por las tormentas y el tiempo. Amy miraba hacia arriba, desconfiando de los riscos, de la lluvia, de todo lo que la rodeaba, escuchando bramidos que lo mismo podían ser truenos o el aviso de un derrumbe. Pensó que ese desfiladero era el escenario perfecto para que el fin del mundo se iniciara. El agua los dejó agotados a todos. Para cuando amaneció y llegaron a las afueras del pueblo, ateridos, se estacionaron y cada uno, avergonzado de ser tan pobre ante el otro —los padres ante los hijos, los hijos frente a sus padres, los padres entre ellos y los hijos entre sí— se cambió de ropa, amparado en su propia portezuela del automóvil, mirando, a su vez, hacia la carretera, hacia la nada, hacia la cercana población que, para cada uno, pero de forma secreta —para los padres, en silencio, para los hijos, en silencio— se presentaba como un sitio para descansar, al fin, la salvación hecha caserío. Así que no indagaron mucho, no preguntaron demasiado sobre los motivos que tenían los habitantes de ese pueblo para invitarlos a quedarse. Agradecieron los miembros de la familia Lehman, cada uno por su lado, que nadie preguntase sobre su origen o su destino. Se habían quedado con gusto y sin darse cuenta se habían incorporado a la vida del pueblo de inmediato, como si hubieran nacido en esa tierra y conocieran a los vecinos desde siempre. Sabía que debía irse rápido. Sabía que debía entrar, meter lo necesario en cuatro bolsos pequeños, recoger una copia de las llaves del auto, colgadas en el perchero junto a la puerta de la cocina, donde las dejaba siempre desde hacía tres años, desde que vivían en ese pueblo, y salir, nuevamente, salir rápidamente hacia el juzgado. Pero se demoró, esa es la verdad. Cuando entró a la cocina desde la calle, a través de la puerta con malla, no pudo evitar mirar a su alrededor, la mesa con las cuentas extendidas, un poco en desorden, como si los habitantes de la casa hubiesen estado ahí mismo hacía pocos minutos y hubiesen tenido que partir intempestivamente, interrumpiendo una comida, una conversación cualquiera. Ahí estaba, sobre el mesón, la botella de jugo de la que su hermano había bebido en algún momento, antes de que se sucedieran esos días, una época confusa. Se acercó para guardar la botella en la refrigeradora, y luego se dio cuenta de lo absurdo de su gesto: nadie más bebería de esa botella, y seguramente aquel líquido estaba rancio. Todo, en realidad, era un sinsentido. ¿Cuánto tiempo llevaban ya en ese trajín absurdo? Amy trataba de ordenar en su mente los sucesos para darles continuidad, para buscarles un sentido final y decidir si aquella desgracia que se abatía sobre su familia podía haber sido prevenida en algún momento. Después de que pararon en aquel pueblo, hacía tres años, para comprar algo de comida, y averiguar una ruta segura para llegar a la gran ciudad, de alguna forma, su padre hizo contacto con un par de señoras, mientras compraba un periódico en un quiosco y estas se enteraron de que era doctor. En pocos minutos, la noticia de que un médico había llegado al pueblo se difundió de forma rápida, demasiado rápida —reflexionó Amy ahora, como si ese detalle se le hubiera pasado por alto antes, pero no, siempre había sospechado de la afabilidad, sobre todo de la facilidad con que los habían recibido en aquel pueblo, sin conocerlos siquiera y sin preguntar mucho de dónde provenían y adónde querían llegar—. En medio de la gente que se le había acercado al doctor Lehman, apareció el alcalde del lugar, quien le ofreció oficialmente la plaza de médico del pueblo; aquel era un hombre que por su fisonomía —un poco pasado de peso, el cabello entrecano, los cachetes inflados en una expresión de casi estupidez— estaba destinado a ser el representante de una comunidad así, apacible, escondida en un cañón enorme, un escenario como de película norteamericana donde todos los actores se conocían y apreciaban entre sí. Amy había desconfiado cuando vio a la gente apiñarse alrededor de su padre y desconfió, pero en silencio, cuando él les anunció a los miembros de la familia que iban a quedarse a vivir ahí, pues le habían ofrecido el puesto de doctor del pueblo. Podían quedarse en la casa que había ocupado el anterior doctor y que podía ponerse a punto en pocos días. ¿Por qué se había marchado el doctor anterior? La pregunta, sí, se la había hecho Amy muchas veces, y alguna vez se la hizo a una amiga de su madre, quizá la que se había convertido en más cercana a esta durante los años que allí vivieron, pero la mujer —por el apuro, por el calor, por lo que fuese— jamás respondió y Amy se quedó con la interrogante dentro de sí. Cosa rara, nunca se atrevió a compartir su duda con los de su familia. En ese pueblo no había un solo médico —a pesar de lo moderno que se veía, con sus casas pintadas con colores relucientes, y con la gente vestida a la última moda, en medio de un paisaje árido que parecía sacado de las ruinas del incendio del mundo—. Aquello, en realidad, fue una ayuda para que ellos dejaran de rodar por las carreteras y pudieran afincarse en ese sitio, un pueblo cuyo nombre aparecía borroso en los mapas, un sitio que parecía existir al margen del mundo.