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Entrevista

Hugo Mujica: ‘El silencio encarnado es aprender a escuchar’

Hugo Mujica: ‘El silencio encarnado es aprender a escuchar’
16 de febrero de 2014 - 00:00 - Marcelo Báez Meza, Escritor ecuatoriano

Siempre me llamó la atención, desde la primera vez que leí las memorias de Ernesto Sábato, la mencióna Hugo Mujica (Buenos Aires, 1942). Un par de versos forman el epígrafe de la sección ‘El dolor rompe el tiempo’: “En lo hondo no hay raíces/ hay lo arrancado”. Convertido en una suerte de padrino literario, el autor de Abaddón el exterminador declaró que “el arte que Mujica proyecta en su lírica nos salva de la locura, del sinsentido de la existencia y nos descubre la esperanza”.

 

La vida de Mujica es un vodevil, mezcla de George Harrison, Allen Ginsberg y Thomas Merton. Fue un hippie que se emocionó al escuchar a Joan Báez en Woodstock, fue un Hare Krishna que usó drogas con fines recreativos y vivió a plenitud la bohemia neoyorquina del decenio de los sesenta. Vivía a 2 cuadras del apartamento de Dustin Hoffman y optó por el expresionismo abstracto como pintor joven. Desde su adolescencia estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología, disciplinas que lo iban a marcar para siempre. Luego de trajinar por el mundo en búsqueda de un sentido de la vida (como dice el libro de Viktor Frankl) ingresó a un monasterio trapense cerca de Boston.

 

Convertido en monje viajó por Europa durante algunos años para luego volver a la Argentina donde se ordenó como sacerdote. En 1983 empezó a publicar su obra poética destacada por el autor de Sobre héroes y tumbas que dijo: “Hugo Mujica es un gran poeta-escritor o yo no tengo intuición de lo que es la literatura”.

 

Entre sus principales libros de ensayos se cuentan Kyrie Eleison (1991), La palabra inicial (1995) y Poéticas del vacío (2002). De su decena de obras poéticas merecen mencionarse las siguientes: Brasa blanca (1983), Paraíso vacío (1993), Para albergar una ausencia (1995), Casi en silencio (2004) y Cuando todo calla (2013). Este último poemario ganó el XIII Premio Casa de América con un jurado (presidido por Luis García Montero) que destacó una lírica “de muy hondo pensamiento y de una gran exquisitez estética, basada en una escritura de expresión madura, sopesada, pero, sin matar la espontaneidad luminosa del arte poético”.

 

El veredicto también celebró su “lenguaje minimalista, preciso, de profundo calado conceptual y humano”, así como su “poesía de impecable factura expresiva”, una poesía que, asegura, “redescubre la vitalidad de lo natural y el silencio frente a un mundo y una sociedad atosigados, intoxicados por el ruido, lo superfluo, la irracionalidad tecnológica y el consumismo líquido y banal”.

 

Cuando el autor de El túnel habla de la importancia de Elvira González Fraga en su vida, y de cómo ella lo ayudó a sobrellevar su viudez, menciona que la primera vez que recibió una hostia fue de manos del poeta de los epigramas místicos: “Fui con ella a las misas que celebraba Hugo Mujica, ese hombre de tanta fe como talento, y fue entonces cuando comulgué por primera vez”. Esta entrevista intenta sondear esa fe talentosa o ese talento de fe de uno de los poetas más difundidos de América Latina.

 

 

Hace poco tiempo le fue conferido el Premio Casa de América. ¿Qué significó recibir un premio de semejante envergadura?

 

Curiosamente tengo muchos lectores y mis libros siempre se reeditan (sonríe). Ese lugar lo tengo, pero un premio dado así, por mis pares (no por el público) resulta una fortuna. Como uno siempre marcha inseguro por la literatura, dado que no hay un patrón con el cual compararse. Lo veo como un golpe de espaldas de bienvenida de los colegas. Eso me parece la especificidad de un premio.

 

Acaba de decir que es curioso ser reeditado y tener un público mayoritario. ¿Podría aclarar por qué le parece extraño?

 

Porque está el lugar común de que a los poetas no nos leen y no es mi interés subirme a ese barco de los desesperados. El tomo de poesía completa que me publicó Planeta va por la sexta edición y a estas alturas ya no es “completa” porque le faltan algunos libros.

 

Usted vivió en los sesenta en el barrio bohemio de Greenwich Village en Nueva York y como pintor se adscribió al expresionismo abstracto. ¿Qué le dejó esa época en su vida?

 

Yo tuve 3 nacimientos. El primero fue aquel en el que me dieron la vida y una lengua madre. El segundo fue en Estados Unidos cuando me hice cargo de mí mismo al conquistar el inglés como segundo idioma. El tercero fue entre las paredes de un monasterio y nací a la poesía de otra ascendencia gracias a un nuevo lenguaje que era el silencio. Los sesenta me dejaron quizá forjada mi identidad de que mi vincularidad con la existencia era (es) estética y también ese que soy yo ahora, ese yo que pisó por sí mismo esa tierra. Vuelvo a menudo a Greenwich Village al que considero mi barrio, aunque el de ahora es una caricatura carísima del que conocí en los sesenta. Sin mi experiencia bohemia jamás habría podido adentrarme en un monasterio. Lo uno conduce a lo otro. Convertirme en monje fue dejar que la vida me alcance porque resulta que yo había estado corriendo más rápido que yo.

 

¿Por qué esa inclinación hacia lo epigramático?

 

Es mi actitud ante la vida, tiendo a captar lo esencial, a no separarme tanto del momento intuitivo que es siempre condensado, luego lo despliego. En mi caso no despliego tanto, me quedo en lo concentrado. A veces cuando doy clases descubro que a los 10 minutos ya he dicho todo lo que tenía que decir. Es entonces cuando me desespero. No sé qué hacer para llegar al fin de la clase.

 

Permítame una pregunta de cajón. ¿Cómo definiría a su poesía?

 

Como la desnudez, como el lugar donde la vida todavía no se ha desplegado. Todavía es vida y aún no historia. Mi poesía es una forma de contactar y, de alguna forma, decir un lenguaje que está bastante perdido y que es el del destino. El destino es que nacemos, morimos y que ansiamos ser acariciados, más 2 o 3 cosas más. Y yo creo que allí es donde está la vida o su núcleo desnudo. Estoy con Nietzsche cuando dice: “Prefiero la danza de la vida a la marcha de la historia”. Yo quiero recuperar con mi escritura ese lugar donde todos somos el mismo. Esa instancia de la vida antes de que nos revistamos de diferentes ropajes.

 

Del mismo cajón: ¿considera tener una influencia de la poesía oriental breve?

 

No creo que sea haiku. Se suele caer en la hipérbole de que todo lo que es breve se lo relaciona con el haiku y todo lo que es apacible etiquetarlo como algo oriental. En Italia me asocian con la poesía breve de Giuseppe Ungaretti (el primer poeta que impactó mis tempranas lecturas). Creo que en Latinoamérica se sobrevalora mucho lo oriental. Oriente es una invención de los occidentales que somos felices y tenemos un auto. Yo creo en el oriente de los chinos milenarios, no de los chinos millonarios de ahora.

 

En la vasta información que hay sobre Hugo Mujica en internet (aunque usted huye de las etiquetas) se lo refiere, por lo general, como un poeta-filósofo. ¿Está de acuerdo con este rótulo?

 

Con ayuda de Nietzsche debo decir que soy un poeta pensante. No soy un pensador, mucho menos un filósofo porque no soy un profesional de lo ya pensado. Me considero más bien como un presocrático cuando todavía la intuición sobre la realidad es captar la realidad como sagrada dada que era como un todo y no algo hecho por el hombre. Y esa conmoción se expresaba poéticamente o a través de aforismos. Es a partir de esas imágenes que se pensaba. A mí me gusta ser esa hondura del pensamiento que precede a esa división entre pensar por un lado y sentir por otro. Nuestro pensamiento es el asombro de la existencia que toma un lenguaje flexible ante el temblor de ese asombro que es la poesía. El asombro de ser es sagrado. En hebreo ser y estar es el mismo verbo.

 

¿Y dónde queda Dios en este discurso?

 

Si me preguntás por Dios, no sé la respuesta. Siempre uso la metáfora de arrojar el cerebro hacia delante (hacia la comprensión). Cuando el cerebro cae de allí en adelante está Dios. Él es la incógnita, la pregunta que sostiene abierta la vida. Dios es la interrogación por la vida.

 

Esa hondura del pensamiento se nota en sus intervenciones públicas como la conferencia que dio en el IV Festival de la Lira. Usted maneja un lenguaje muy elevado que resulta rico de transcribir. Facilita la labor de los periodistas ya que todo lo que usted dice viene “editado”. ¿No lo cree?

Deberías escuchar mis sermones (sonríe). Son iguales. Es que vos pensás que debo ser lo que vos ya sabés. Y no es así. Los sermones al igual que todos los discursos están vinculados con la creatividad. Cuando predico, soy creativo. Tenga a quien tenga delante, yo hablo igual porque soy fiel a la creatividad. Primero creo y después viene el interlocutor. Y como hasta ahora me ha resultado, tengo confianza en ello. Tengo fe en la palabra (no dicha en un sentido religioso). La palabra por ella misma es fecunda. A veces me detiene la gente y me dice cuánto la ayudé por algo que dije o que escribí y yo sé que ni dije ni que escribí aquello. Por eso me parece valiosa la fecundidad de la palabra: lo que yo creo (de crear) le hace decir al otro algo sobre sí mismo. Yo creo en la palabra y no necesariamente en la capacidad de quien la recibe. Desde su etimología el vocablo “semántica” viene de “semen” que significa fecundidad.

 

Usted ha publicado 2 libros de cuentos breves: Solemne y mesurado y Bajo toda la lluvia del mundo. ¿Se considera un escritor de microficciones?

 

Rehúyo también de ese lugar de lo microficcional. En el prólogo de mi primer libro de cuentos, Sábato asegura que son parábolas. Y a mí me gusta esa categoría. Son personajes inmersos en situaciones extremas en la vida. En lo particular, no me siento un cuentista. No es en donde yo vibro.

 

¿Además de Ungaretti cuáles otros poetas forman parte de su acervo formativo?

Así como me quiero salir del haiku, quiero salirme del lugar de los poetas. En mi escritorio tengo una lámina de Giorgio Morandi. Hace 40 años que tengo sobre la pared una obra de este pintor italiano y yo me decía que quería vivir como ese cuadro. Lo tengo como modelo de escritura. Con este ejemplo quiero decir que estoy muy influenciado por otras artes; por ejemplo, la música tiene más lugar en mi vida que otras disciplinas. Leo 5 libros por mes, pero veo 10 películas. La influencia viene de cualquier vertiente creativa, no necesariamente de la literatura. Es difícil cuando uno se enfrenta al ser catalogado desde afuera. Yo soy todo eso. Soy la suma de lo que he leído, viajado y escuchado. Yo creo que la resonancia de mis palabras está empapada de esas disciplinas. Todo eso alimenta la poesía.

 

Su poesía recuerda a ratos la de san Juan de la Cruz. ¿Consiente o disiente?

 

Ya quisiera (sonríe). En uno de mis ensayos lo ubico dentro de los que parten del vacío para poetizar el mundo.

 

Sigamos escarbando en su acervo. ¿Qué lugar ocupa el monje estadounidense Thomas Merton en su formación?

 

Lo he leído completo, pero su poesía no me interesó nunca. De sus ensayos admiré que fue el primer religioso que empezó a hablar contemporáneamente, en vez de hablar de ese lenguaje ya cosificado que todos arrastraban. Fue el primer religioso que se sintió cómodo en su tiempo. A mí me tocó hacer el inventario de su ermita cuando fui al monasterio donde él murió. Conversé algunas veces con él aunque no me consideraba su amigo.

 

¿Y el sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal?

 

Me gusta su primera producción, sobre todo. Su poesía cósmica me interesa, pero no me conmueve. Y para mí es esencial que la poesía conmocione, remueva los cimientos…

 

¿Su coterráneo Roberto Juarroz?

 

Yo estuve muchos años fuera de Argentina y nunca lo conocí personalmente. Me gusta Juarroz como hazaña intelectual. Después uno empieza a entender esos silogismos con trampa en los que incurre.

 

En sus libros todo parece igual: desde la diagramación de la página, casi toda llena de un vacío, mientras en la parte inferior aparecen versos aislados. ¿Siente usted que es una técnica que no se agota? ¿Siente que todavía está presente usted en esa propuesta discursiva?

 

Sí, siento que todavía soy yo y me descubro en la escritura. Yo voy siendo en el azar, en el hacer de esa escritura y me voy descubriendo aunque no comparto ese concepto de que la literatura es una forma de conocimiento. Para mí la poesía es una forma de desprendimiento de mi subjetividad.

 

Sabemos que lo silente no es una pose en usted. Vivió 7 años bajo el voto de silencio en un monasterio trapense. ¿Qué significa para usted lo no dicho?

 

El silencio es el lugar del nacimiento de mi literatura. Yo vengo de la plástica, así que dejé de pintar porque sentí que se había agotado el pincel. Me di cuenta de que lo que me quedaba era técnica, pero yo no aparecía en lo que hacía. Fue entonces cuando sentí que el arte me había dejado. A los 3 años de mi estancia en el monasterio empecé a escribir. El silencio es el paisaje y el clima en los que nace la poesía. Por lo tanto, es fundacional. Esto de la fundación también se aplica al nacimiento. Cuando fui alumbrado, no hablaba. El lenguaje me lo dio la comunidad, pero como era capaz de escuchar entendí que la escucha es anterior al habla, y allí entra el silencio. Con los monjes trapenses aprendí a escuchar. El monasterio fue para mí el espacio de la vida desnuda, no la vida que complicamos. El silencio encarnado es aprender a escuchar. La escucha es lo más cercano a nuestros orígenes, a lo que somos al nacer. Contradiciendo a Aristóteles debo decir que no somos el hombre del logos, somos el hombre que escucha.

 

¿Cuál es el recuerdo más fuerte de su época monástica?

 

El monje que me dirigía me dijo que todas las tardes, de 2 a 6, debía ir al bosque. Yo le respondí que iba a rezar. Él me dijo que no haga eso, que eso era sacar cuentas. Gracias a ese momento en particular supe aprender a que se te vaya la pasión utilitaria que ya no suele circular en la sangre. La vida es aprender a morar, a estar, y eso se traduce en mi poesía. Como me dijo una amiga: “Tu poesía capta lo que pasa cuando recién nos levantamos y andamos desnudos”.

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