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Guerras, nacionalismo y el escritor desconocido

Guerras, nacionalismo y el escritor desconocido
21 de marzo de 2016 - 00:00 - Rocío Carpio. Periodista y crítica cultural

A las generaciones que asistieron a la escuela después de 1998 probablemente les suene cómico e inverosímil. Para ellos, el Ecuador es ese país con forma de triángulo invertido, pequeñito, escondido entre Perú y Colombia. Pero quienes asistimos a clases desde 1942, año de la firma del Protocolo de Río de Janeiro, ese mapa siempre se nos hará extraño. Nos falta la línea aquella trazada a lo largo de la Amazonía, con sus letritas en hilera que describían la supuesta nulidad de ese tratado y el pedazo de territorio marcado con franjas de colores sobre el mapa al que nos aferrábamos por obligación. Ese nacionalismo en negación con el que crecimos y que, extrañamente, parecería que superamos en un abrir y cerrar de ojos, contrario a lo que el discurso oficial (reproducido en 50 años de libros de texto) nos quiso hacer creer por décadas.

Durante la segunda mitad del siglo XX, Ecuador era un país mitad ficticio. Esa representación simbólica de un país fracturado en el mapa creó un imaginario basado en esa deuda marcial. Nuestra identidad se depositaba casi en su totalidad en esa construcción antagónica de buenos y malos que alentaba el relato bélico. Odiar peruanos nos definía como ecuatorianos, y al poder de turno y los manejos políticos les convenía ese sentimiento nacionalista —en realidad xenófobo— alimentado por el enemigo imaginario. Era una forma de evadirnos, de evitar mirar hacia adentro. Al final éramos, no obstante, los malos perdedores. Parecía que si ese pedazo que nos faltaba desaparecía del mapa de una buena vez, anularía por completo nuestra identidad.

Nadie se atrevió a hacerlo, ningún gobierno, hasta que llegó la guerra de 1995, en la que terminamos de perder el último pedacito por el que pugnábamos: los territorios entre la Cordillera del Cóndor, Tiwinza y el alto Cenepa. Tras la firma de la paz, tres años después, entre los presidentes Jamil Mahuad y Alberto Fujimori, el mapa del Ecuador empezó a aparecer en los libros escolares por primera vez mutilado. Porque ese era el sentimiento. No obstante, con el nuevo milenio, todo indicaría que ese nacionalismo bélico fue fácilmente reemplazado por el cansino “sí se puede”, pero esa es otra historia.

Aunque tuvimos tres guerras en 50 años y nuestra segunda mitad del siglo XX estuvo marcada por una beligerancia tácita, el discurso oficial acaparó casi por completo la construcción del relato social y simbólico. Miradas críticas sin mayor resonancia, unos cuantos análisis desde la academia1, voces desde la opinión pública casi repetidoras del relato oficial, pero nada que trascendiera el límite de lo especializado o lo políticamente correcto. Nada que nos haya inquirido como colectivo y haya llegado a toda la población. Por años creímos —o no cuestionamos— que nadie se había atrevido a representar esa construcción nacionalista desde las licencias de la ficción literaria con una mirada crítica y diseccionadora.

Una de las pocas novelas de la época que menciona la guerra del 41 es Juyungo (1943), de Adalberto Ortiz. Sin embargo, son breves pinceladas más bien contextualizadoras: el protagonista, un muchacho negro, muere en el campo de batalla. De un extraño modo, el conflicto bélico omnipresente por 50 años, no logró calar en el imaginario social —pese al peso político y social que se le otorgó—, a diferencia, por ejemplo, de la Revolución liberal, que impulsó el surgimiento de la novela moderna ecuatoriana, y con ella, el nacimiento del realismo social con autores como Jorge Icaza, Aguilera Malta, De la Cuadra, Gil Gilbert, Pareja Diezcanseco, Adalberto Ortiz, Ángel Felicísimo Rojas, entre otros.

En todo ese entramado de nacionalismos y construcción de identidad hay una historia aún sin desclasificar. El relato silenciado que por décadas fue uno de los secretos mejor guardados de nuestra historia social y cultural. Una novela de 1968, arbitrariamente desaparecida, era la voz antipatriótica que nadie quería escuchar: La línea imaginaria, escrita desde el exilio por Marcelo Chiriboga, autor riobambeño nacido en 1933, del que los únicos que parecerían acordarse son los escritores del Boom José Donoso y Carlos Fuentes.

Mme. Trepat se debe haber muerto en un auditorio casi vacío, despedida por su único deudo, un tal Marcelo Chiriboga, novelista ecuatoriano tan poco conocido como ella. Porque por desgracia ya nadie lee a Julio Cortázar. Y muy pocos a Marcelo Chiriboga, al que dentro de cinco años nadie leerá”, decía Donoso en Donde van a morir los elefantes (1995). Sobre ese olvido también escribió Fuentes: “El novelista ecuatoriano Marcelo Chiriboga —injustamente olvidado por todos salvo por José Donoso y por mí— ocupaba un puesto menor (en un ministerio) de Quito, donde la altura lo sofocaba y el empleo le impedía escribir, ¿qué podíamos hacer por él?”.

Seguramente no pudieron hacer mucho más que nombrarlo y describirlo como personaje en algunas de sus novelas y textos, pues Chiriboga, condenado a la ignominia y el olvido por una serie de eventos histórico-políticos, es un desconocido en su tierra, pese a haberse convertido en el único escritor ecuatoriano perteneciente al llamado Boom. La mayoría de datos acerca del escritor son imprecisos. En efecto, archivos históricos quedan pocos o ninguno, sus datos en el registro civil no existen y sus libros jamás fueron publicados en el país. Casi todo lo que se conoce de él es por testimonios de terceros y generalmente hay muchas inexactitudes. Su historia es casi una fábula escrita en conjunto y por partes.

El escritor ausente

Con un pasado de terrateniente venido a menos, un padre militar y un hermano muerto en la guerra contra Perú en 1941, Chiriboga pasa sus primeros años en una hacienda en las faldas del Chimborazo. Se sabe que luego del terremoto de Ambato, en 1949, su familia se ve obligada a emigrar a Quito, donde continúa con sus estudios. Luego, empieza a trabajar en el diario El Comercio, donde hizo de todo, hasta que finalmente empezó a publicar artículos críticos bajo el pseudónimo ‘Pepito Donaire’, en medio del ambiente de intolerancia que había asentado José María Velasco Ibarra. De hecho, a causa de uno de esos artículos fue despedido del diario.

En agosto de 1960, en su cuarta y penúltima presidencia, Velasco Ibarra declaró nulo el Protocolo de Río de Janeiro con el argumento de que había sido firmado cuando el ejército peruano seguía en territorio ecuatoriano. Chiriboga escribió un alegato cuestionando la decisión y su arrojo lo puso en la mira del mandatario. Ahí empezó su proceso de invisibilización. Velasco Ibarra ordenó que ningún diario le diera trabajo. El atrevimiento de cuestionar la legitimidad del actuar presidencial puso al escritor en la categoría de enemigo político y antipatriota.

Lo siguiente que se conoce del mentado escritor es gracias a unos cuantos recortes de periódico sobre la Guerrilla del Toachi —un intento de revolución armada influenciada por la experiencia cubana—, que en 1962 organizó un campamento a orillas del río del mismo nombre, que atraviesa lo que hoy es la provincia de Santo Domingo de los Tsáchilas. Chiriboga se había unido a sus filas, sin éxito alguno, pues el intento de guerrilla fue reprimido y todos sus integrantes apresados. Es así como pasó unos meses en la cárcel. Años más tarde escribiría una ficción sobre el tema, Diario de un infiltrado (1973), una trama que le significaría el rechazo de la izquierda nacional y latinoamericana, pues en ella el personaje principal es un agente infiltrado que busca destruir la revolución desde adentro.

Las antipatías se van sumando. Ya no tiene el apoyo de sus coidearios de izquierda, y para la derecha conservadora es un subversivo. En 1963, su libro de cuentos Jardín de piedra, escrito durante su estadía en la cárcel, gana el premio Casa de las Américas y es publicado en Cuba. Sin embargo, el timing no estaba de su lado: la dictadura militar instalada ese mismo año prohibió la circulación del libro y jamás ningún ejemplar llegó a conocerse en Ecuador. Tras este incidente, a Chiriboga se le ubica en Europa. Luego de una corta estadía en París, donde conoce y forja amistad con varios de los escritores latinoamericanos allí residentes, el ecuatoriano decide radicarse en la República Democrática Alemana, donde escribe su obra mayor y la que le condenaría a un destino fantasma: La línea imaginaria, novela de ficción sobre la guerra del 41.

La guerra ya había terminado pero ellos no lo sabían, tampoco sabían exactamente en donde se hallaban, el río les guiaba, caminaban junto a él, sobre piedras de distintos tamaños que amenazaban con tirarlos al suelo si pisaban en falso”, reza uno de los párrafos de esta, su primera novela, una obra de la que apenas hay pasajes o copias facsímiles incompletas, pues a la negativa y persecución de las dictaduras militares y de Velasco Ibarra, se suma una especie de miedo y rechazo colectivo: ninguna editorial local se interesó por la obra, que sin embargo fue un éxito en España y Europa, y fue traducida a varios idiomas. A partir de esta novela es que Chiriboga empieza a ser conocido en los ámbitos internacionales como parte del Boom latinoamericano.

Por otro lado, pareciera que la ausencia de su obra en Ecuador, además de la censura de la que fue objeto por considerarlo enemigo de la patria, también se explicaría por un desinterés del autor y de una voluntad de borrarse a sí mismo. Según testimonios, décadas más tarde de la publicación de esta novela y ya en Ecuador, Chiriboga se deshizo de todos los ejemplares que quedaban y que empezaban a circular en Ecuador, justo al término de la guerra de Paquisha de 1981. Los datos sobre su fallecimiento no están del todo claros, algunos aseguran que murió en París en medio de la pobreza y ayudado por sus amigos, y otros, que murió en su hacienda en Chimborazo junto a su hermana, luego de una década de encierro.

En lo que coincide la poca gente que le conoció y que lo recuerda, es que en sus últimos años algo le atormentaba, y que esto estaría directamente relacionado con su novela La línea imaginaria. Pese a que publicó con éxito en Europa La caja sin secreto (1979) —que tampoco llegó al país—, Chiriboga llegó a describir a su primera novela como un lastre, quizá por las connotaciones políticas que le trajo, aunque muchos hablan de sentimiento de culpa. No obstante, fue una obra ampliamente alabada por la crítica, descrita por el académico estadounidense Richard Haze, experto en literatura ecuatoriana, como “una obra kafkiana, de impecable manejo formal, en la que la selva se convierte en un ente omnipresente y todopoderoso que devora el sentido de la realidad y va deconstruyendo, a través de la metáfora de la guerra invisible, la lógica de las construcciones identitarias y de las nociones de país desde el nacionalismo impuesto”. La obra fue descrita por sus detractores como “ofensiva, destructiva y malintencionada”, por frases de este tipo: “Como si el ejército nacional se hubiese transformado en un acto de circo de pueblo, ambulante…”. Las Fuerzas Armadas expusieron su rechazo formal a esta obra, a la que calificaron como una burla, pues en ella se mostraba a los militares como una masa amorfa de soldados perdidos en medio de la selva sin tener idea de lo que hacían ni de si la guerra había terminado ya, además de presentarlos en franca cobardía.

Lo demás es historia. Los pocos recuerdos y pistas que quedaban fueron olvidadas. Por el contenido altamente crítico e irónico de sus páginas, La línea imaginaria convirtió a Chiriboga en el escritor ausente. Fue borrado y ‘autoborrado’, y se convirtió en un escritor imaginario, tal como él mismo profetizó.

1. Entre los libros editados sobre el conflicto, la mayoría de estudios y análisis desde las ciencias sociales, están: Así se ganó la paz (2009), José Ayala-Lasso, Banco de Guayaquil; Ecuador-Perú, Horizontes de la Negociación y el Conflicto (1999), Adrián Bonilla (ed.), Flacso, Sede Ecuador, y Nuestra propuesta inconclusa: Ecuador-Perú: del inmovilismo al acuerdo de Brasilia (2000), Diego Cordovez, Centro Andino de Estudios Internacionales, Universidad Andina Simón Bolívar.

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