Algo extraño y contundente debe ocurrir cuando se llega a los 27 años. Algo como una curva peligrosa, un triángulo de las Bermudas, una compuerta súbita bajo los pies. Algo irresistible, como el canto de las sirenas. Algo profundo, como el silencio de las sirenas, de Kafka. Como el instante cóncavo en el que infinitamente solos emergemos de la madre. No lo sé. Nadie lo sabe. Todos lo sabemos. Lo cierto es que una constelación de prodigiosos músicos se han ido de este mundo a esa hora exacta. “Nos vemos en la Muerte, a las 27 en punto”, así, al parecer, se dicen los miembros del club para confirmar la cita. Desde luego, no basta con morirse a esa edad para pertenecer al prestigioso club. Se trata de la vida. Se trata de respirar a fondo. Se trata de caminar en el otro lado, como Jhonny el Perseguidor, ese saxofonista del relato de Cortázar —retrato y homenaje, dicen, al mítico Charlie Parker— que emergía de la música, braceaba con aparatosa ineptitud en la realidad y volvía a las aguas del jazz en donde el tiempo tiene forma de sacacorchos y el sur es un niño cabalgando a pelo en el lomo de la muerte. “Esto lo estoy tocando mañana”. Dice Johnny, el perseguidor, el cazador que con su música intenta abrir la puerta de la eternidad. Porque no se trata de que te la abran, pues “no tiene ningún mérito pasar al otro lado si es El (Dios. Sic) quien te abre la puerta. Desfondarla a patadas, eso sí. Romperla a puñetazos, eyacular contra la puerta.” Algo de ello intentan los miembros del club de los 27. Animales puros y espléndidos, con el pecho mojado de sangre y el corazón con polvo de estrellas. Heridos héroes emergiendo solitarios desde la gran cloaca al volante de sus motos de triple cilindraje, yendo a mil la hora a través de la gran ruta por cuyos dos flancos, cubiertos de polvo vuelven del circo los progenitores, los maestros, los idiotas, los asesinos. Poesía directo a la vena de los abandonados grumetes de la guerra perdida. De qué otra cosa nos habla sino, el gran Jimmy Hendrix, miembro insigne del Club, cuando en el escenario, sintiendo el peso de sus descomunales alas, pega su boca en el micrófono para decirnos: “Esto es lo que pasa cuando la tierra se folla a la galaxia”. En cambio el fundador del club, Robert Jhonson, el que fue por lo menos dos guitarras salvajes, y a veces cinco, nos habla en sus canciones de un cruce de caminos en donde se puede encontrar al melómano rey del infierno. La leyenda de su pacto con el diablo ha circulado como casi la sola explicación de su genialidad perpetuada en veintinueve canciones ultraversionadas. Cada miembro lo hace y lo dice con su genial manera, antes de abandonar, soslayando los aplausos, este teatro inmundo. Brian Jones, el versátil instrumentalista y gestador de los Rolling Stones, a quienes terminó dándoles la espalda para siempre ya que necesitaba otra cosa que no se ve pero que en la otra orilla de la música se oye como un coro de niños fugitivos. Y para siempre, a los 27 años en punto, acudió a la cita del klub en la paz casi violeta de una piscina. “En el escenario, hago el amor a 25 mil personas diferentes, luego me voy a casa sola”, dijo la extrema cortadora de notas, Janis Joplin, una texana que en los años sesenta se convirtió en estrella del rock-and-roll y entró en el klub, dicen, alada con una sobredosis de heroína. Fue en una tina parisina que a los 27 años, murió Jim Morrison, el mítico cantante de The Doors y fanático lector de Burroghs, Kerouac, Nietzche, Baudelaire. Un muerto que desde hace cuatro décadas sigue vivo en el cementerio del Père Lachaise, en su tumba convertida en lugar de culto y de santa profanación, como evidencian la hojarasca de textos con sus canciones, los puchos de marihuana, los envases de cerveza, la piedra carcomida por los dedos de sus fans. El estremecedor cantante de Nirvana, Kurt Cobain, con ayuda de un rifle ajeno. Shannon Hoon, atiborrado como de miel y música secreta, de cocaína. Poca cosa, estas referencias periodísticas chatas, descontextualizadas, casi ofensivas. Carnaza para la jauría. Exactamente hace dos años acudió puntual a la cita la extraordinaria Amy Winehouse. Un ángel exterminador que desde su alba hendió la espada en un mundo emasculado de inocencia, amor, solidaridad. Sobredosis, es el título de la prensa, como una sucia cruz en su fresca tumba. Sobredosis vital, se podría decir, ya que se murió de vida. Un volcán activo dentro de una mariposa. Una artista que subió al escenario en llamas desnuda. Una poeta que penetró con los ojos abiertos en la oscuridad, como lo dice Bolaño, hablando de los verdaderos creadores. Aquí, a la mano, tenemos para siempre su obra y en ella, su voz extraordinaria que en sí misma guarda un sentido original de coraje, gravedad y tragedia.