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El alero de las palomas sucias

El cuervo con páginas

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1. El mercado San Antoni tiene una larga vida semanal destinada a las frutas, las legumbres, las maravillas marinas e incluso a la vestimenta popular.  Pero cada domingo se llena de aire y hasta de alma y se convierte en una feria de libros viejos. Eso significa fiesta para la logia de los Escarbadores de Barcelona. Da gusto y susto, verlos en su compulsiva tarea: a dos manos y veinte ojos bucean en ese tumultuoso mar hasta dar con la perla entre tantos peces muertos, entre tantos libros en fase terminal: obras clásicas que de tanta edición se han convertido en huesos arrumados en toda casa; libros topados por esa terrible tragedia que es el anacronismo; libros  que en fechas remotas se adueñaron de las vitrinas durante las semanas que duró su efímero alboroto; libros muertos de nacimiento, eternizados en su triste vida de hueso.

A las dos de la tarde, con su cansina destreza, los vendedores se dedican a empaquetar los libros. No todos, desde luego, ya que hay algunos que aún soportan menos por dinero que por ser la otra mitad del círculo, a los últimos insaciables escarbadores.

Un cartón mal escrito anuncia la oferta: 1 libro = 1 Euro/ 7 libros = 5 Euros. No sin dificultad he conseguido ya seis obras y en ese remolino de libros inservibles busco la última.  Felizmente, doy con una perla, Piedra infernal, un delirante relato de Malcolm Lowry – “Lunar caustic” es su título original. Variedad de nitrato de plata que cauteriza las heridas de un modo doloroso pero efectivo, se lee en la contraportada. Estiro el billete de 5 euros hacia el vendedor, pero este tiene solo dos manos que están atareadas con otro escarbador. Es, entonces, cuando me ocurre un libro de carátula negra y torcida, como ala de zopilote. La intemperie ha endurecido y doblado hacia afuera su cubierta, de tal manera que no se cierra. Digo, me ocurre ese libro, porque ni siquiera lo he visto pero siento en el dorso de mi mano escarbadora su picotazo. Solamente por esa razón clavo la vista en su desteñida carátula que, más que mostrar, casi oculta su ilustración: un traje con corbata y un hombre cúbico dentro, aunque en lugar de cabeza tiene una nube de humo que se disuelve en el fondo desteñido de la portada. El asesino propio, es su borroso título al que no necesito leerlo porque lo he recordado de súbito, como se recibe un disparo. Suelto en el rimero de libros La Piedra infernal (que ya lo tenía en una edición moderna) y, como si fuese posible el que otro escarbador me lo arrebatara, empuño aquel pajarraco de libro, lo pego a mi pecho, coloco sobre una revista National Geografic los 5 euros, y me encamino al bar de la esquina, sintiendo una convulsión extraña.

2. Con la ayuda de un whisky a las rocas, me pongo a examinar por fuera el protervo ejemplar como si se tratara del arma con la que décadas atrás yo habría cometido un crimen. Desde luego, no me atrevo a abrirlo y más bien lo tiro al fondo de mi mochila. Dos vasos más tarde, he logrado serenarme que disfruto como un niño premiado al picotear un poemario en carne viva de Ana Sexton. Después leo a los años y de un tirón una treintena de páginas de El Astillero, en un vetusto ejemplar manchado de vino y con una dedicatoria extraña, en cierto modo onettiana: “Para uso de la noche continua y silenciosa. Los peces no viven en la superficie. Olvidándote, con amor” y al pie, un garabato impenetrable. Onetti y el Astillero y su desoladora extrañeza, en treinta años están más frescos aún. Soy yo el que no estoy fresco y por eso me siento más vulnerable a su inteligente desesperanza.

En tres horas he bebido tres whiskys y el segundo vaso de una botella de vino negro saboreando fragmentos de estos libracos re-releídos y re-manoseados, lo cual para una obra literaria significa haber vivido con dignidad. Todos tienen huellas de vino o de sangre o, al menos, subrayados, anotaciones y uno de ellos hasta los jirones de un par de hojas arrancadas, evidencia del arrebato de alguna mano llevándose la frase decisiva para alguna vida. Melville, Artaud, Panero, Ibsen, Poe (dos libracos, uno de cuentos y otro de poemas, con una traducción pésima de Roberto Martin, un argentino odioso que a punta de acento porteño masacra hasta al cuervo mítico, ché. Libro insoportable, que lo tiro en el basurero del wc.). Entonces sí, empino hasta semivaciar el segundo vaso de vino y autorizo para que una de mis manos escarbadoras se metan en el hocico de la mochila y emerja como un cangrejo,  empinzando el flacuchento libro. Por supuesto sé que no es tan antiguo pero lo encuentro viejísimo, como esas personas jóvenes, senectas a causa de la malavida. Mejor dicho, lo encuentro excesivamente trajinado y no precisamente en la lectura, sino más bien como si hubiese sobrevivido a una inundación, a un naufragio, o a algún desastre secreto, parecido a la mala suerte. No tuve el valor de leerlo pero fue casi lo mismo, ya que recordé algunos de sus versos. Incluso recordé mojándome la cara de lágrimas, el atardecer de Albura —su cielo manchado de sangre— en el que los escribí como otros aúllan, o matan o toman la primera ruta rogando a dios que ella conduzca al infierno. 

 

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