Recuerdo el instante en que tuve conciencia de mí; uso de razón dicen con biológica seguridad, prefiero conciencia, así no tengo que demostrar nada, al menos eso espero. Me escuché una mañana deletreando las palabras de un periódico local, descubriendo la calle, la gente, los sentidos, intuyendo que era parte de un mundo que nunca acabaré de entender. Las palabras siempre han estado allí para explicar mi entorno, dándole nombre a las cosas, las sensaciones, a todas las formas del miedo y los actos de valentía; las palabras sujetándome para informarme, para delinearme caminos; las palabras como piezas que van dejándose ordenar según los colores que prefiero, los afectos que destino, las querencias que merezco. Antes de ejercer el oficio de estar vivo por mis propios fueros, las palabras me sirvieron para expresar una fantasía, luego una mentira. Se atrevieron con mi imaginación y pronto esas mismas palabras no pudieron contar la verdad, al menos no la verdad que yo creía, o inventaba. Las palabras solo dicen lo que es y qué no es; no tienen perspectivas, sirven a un ordenador, a un linotipista, a un esclavo egipcio que sabía elaborar jeroglíficos sin entender qué decía. El tiempo cronológico de esta frase es arbitrario y consciente. El mensajero que no sabe lo que dice el mensaje que lleva a García es ejemplo de tesón y cumplimiento del deber. Las palabras no saben lo que dicen, aunque sirvan para organizar el mundo. Las palabras sin memoria ni fantasía, sin imaginación ni amor, son apenas el helado registro del inventario de infinidad de vidas, en el archivo muerto del universo. Aprendí a leer y pude tomar uno, varios, muchos libros, y de la deformada información recibida en la realidad, con todas las buenas intenciones de mis congéneres, descubrí las posibles realidades de cada título que acariciaba, al interior de cada tapa que abría, sin orden ni recato. Me perdía sumergido en las aventuras imposibles de disímiles personajes. Era el héroe que salva a la doncella, el bravo guerrero que vence a las bestias, el liberador de esclavos y el luchador contra el imperio, era el hambre de un niño, el triunfo en la miseria, era los débiles, el capitán del Nautilus, Sandokan o Tom Sawyer. Soy todo lo que puede dañar la especie, con o sin fundamento, soy el que manda y quien obedece, soy el amor que salva y que aniquila, soy el capitán Ahab, Viernes, Landrú o Juan Pablo Castel, soy la duda inapelable de la existencia. Dejé de ser; buscaba, y apareció la literatura. Como lector relacioné personajes con personas, temores con sentimientos, dolor con sacrificio, tristeza con pérdida, alegría con triunfo, blanco y negro, maniqueo tirando de a poco a tonos grises y hacia la gestación de una muchedumbre de colores. La vida en la literatura, pensé, tiene tantas o más posibilidades que las visiones que tiene del universo cada persona. Hasta que Evelyng Waugh me grita que «la literatura es solamente el uso adecuado del lenguaje». La literatura no es abstracta, huele, suena, se ve y palpa; se plantea como pensamiento porque es su expresión, propone como paisaje porque es la mirada del autor, y todas las posibles observaciones de los personajes. Más la experiencia y complicidad de los lectores, desde el lugar que lean y según las razones que tengan para hacerlo, incluida la más inútil de las razones: matar el tiempo. Leer no es saber deletrear, o combinar los nombres y las cosas, leer no solo es reconocer lo que dice un rótulo o descifrar un meme; leer es un compromiso que suscita una mejor convivencia vital con el otro. Hay quienes escriben para distraer el insomnio y no sentir el inevitable paso de cada segundo. Otros, para ganar dinero y fama y lo logran; otros para ser escritores; algunos más, por si acaso, y tantos más para construir universos, estilos, lenguajes, estructuras o modelos para desarmar. Otros, para encontrar culpables, mejorar la producción de lácteos o simplemente para avisar de su estado en Facebook. La escritura literaria, profesional o no, tiene sentido crítico y un punto de vista moral a través de las voces de los personajes. En el uso estético del lenguaje radica la ética de su creador. El autor aparece y desaparece según el estilo de sus textos, de ahí la pasión o el tedio, la reflexión o el grito. La literatura permite deducir, mejor que la ciencia, hacia dónde va la especie sin el optimismo tecnológico de un celular. Son el ser humano y la sociedad lo que le interesa a la literatura, no la conservación de la especie. No importan los oficios que haya ejercido ni los enredos emocionales en que me haya sumido, siempre la literatura le ha dado una vuelta de tuerca a mis lecturas del mundo. Leer y escribir van tan juntos como vivir y sentir. Y esto es apenas un bit en los infinitos gigas de las redes universales de información, algo así como un grano de arena, obvio y elemental. La literatura no mejora mi gripe ni me libera de prejuicios, solo va desbrozando el camino que transitamos, según el ritmo y entendimiento de cada uno. La literatura me hace creer que esto de vivir no es lo que parece, por eso vale la pena el esfuerzo. Todos los saberes del mundo y todas las experiencias no alcanzan para hacer literatura, si no existe la imaginación. La lectura de libros y de mi entorno me ha llevado a escribir artículos y ensayos, algunos cuentos y otras arbitrariedades, en un mundo donde todo, cada día, parece igualarse. A ratos pienso que creemos saberlo todo, al menos sobre lo que han dicho o dicen en cualquier lugar del planeta, con solo mirar las redes y observar, de soslayo, mensajes y otras ternuras veloces; definitivas como el paso y desaparición de una estrella fugaz, en una noche veraniega de agosto. Olvidamos que estrella no es el fugaz destello y pedimos un romántico deseo. Con los mensajes de la red pasa igual, pero no pedimos nada, acumulamos datos para tomar la forma de los demás. Al parecer todos sabemos y sentimos lo mismo, no importa si es abajo, en la selva de los monos tití, o arriba en las heladas estepas de los osos blancos. Vemos, si la niebla nos deja, del mismo modo a los míticos Llanganates cerca de Píllaro como a la aldea de Shangri-la al norte del Tíbet. La literatura me depara sorpresas, porque no paso de ser un aficionado, ni tengo interés en descubrir cómo se construye un texto para hacer otro mejor. Leo a mi arbitrio y, por el gusto, voy encontrando lo que mejor se ajusta a mis momentos y necesidades. Escribir se convierte en la mejor forma de conversación y de intercambio de ideas en un mundo donde se supone que ya se ha dicho todo. Cuando ya no hay palabras queda el abrazo, habla el amor. Lo que escribo toma la forma que el tema exige, como quien improvisa un canal con un trozo de bambú para recoger el agua de lluvia en un tanque, pensando en un acueducto romano. No quiero ser profesional porque la escritura está ahí cuando hace falta; es emoción y acto, es trueno y presagio, es hambre, necesidad y colmo. La literatura es posibilidad de conocimiento, puente que conecta versos y universos, la literatura expone y entrega, revela; la escritura quizás sirve para llenar un vacío, cumplir un deseo o cubrir una herida; la escritura va, se escurre en busca de lectores, de remanso, no resuelve ni salva a nadie. Los políticos dicen que hablan con la voz del pueblo; supongo que así fue. Ahora que todo está cerca y hemos crecido geométricamente en número de habitantes, nos decimos tanto y tan seguido por Whatsapp y otros canales, que de esa frase tan usada ya no queda nada de su sentido original. La voz son muchas voces que forman coros; tantos, que forman pueblos. En lugar de ordenar a nombre de alguien, deberíamos oírnos a nombre propio y descubrir qué nos liga de voz a voz, para conseguir esa sinfonía con la que, al parecer, soñamos. A propósito de Chesterton y el profesionalismo, Simon Leys dice que es complicado colocar bajo el llamado profesión/ocupación: poeta profesional, como decir dentista o carpintero; y propone: «La aparición del político profesional señala la decadencia de la democracia, porque en una verdadera democracia la política debería ser el privilegio y el deber de todo ciudadano. Cuando el amor se hace profesional, es prostitución». Escribo con el ansia inusitada del principiante que se resguarda en medio siglo de lecturas, alguna que otra experiencia particular, algún viaje a la vuelta de la esquina y demasiados sueños como para que se hagan realidad, no por imposibles sino por abundantes y trogloditas, como la especie humana en expansión, de la que felizmente soy parte.