‘El chico de oro’ es un cuento sobre el box, y en especial sobre el pugilista ecuatoriano Jaime Valladares, publicado en el libro El mal ejemplo y otras vainas, premiado con el Fondo Editorial del Ministerio de Cultura del Ecuador y presentado en la Feria Internacional del Libro de Cuba. e encanta el box. Desde niña, mi ídolo era Jaime Valladares. Un señor boxeador, de esos con nariz chata y cejas pobladas. Mis hermanos y padre se iban siempre a verlo al coliseo, mientras yo soñaba en el cuadrilátero y aplaudía cada izquierdazo que daba a su adversario hasta llevarlo al momento cumbre del knockout. El box estaba en pleno auge. Muhammad Ali lo había convertido en arte durante la década de los sesenta, luego de obtener la medalla de oro en los pesos ligeros y vencer con quince knockouts a los grandes del mundo. ¡Ese negro sí que sabía boxear! Lo mejor era cuando danzaba alrededor de sus contrincantes, en una extraordinaria muestra del ancestral ritmo afro. Era, como él mismo definía: “Vuelo como mariposa y pico como abeja”. Daba un pasito y ¡tas! un derechazo. Otro pasito y ¡pung!, un gancho sutil con la zurda. Les hacía un paseo a todos. Los pobres terminaban literalmente mareados y sangrantes. Tremendo espectáculo. Con mis hermanos gritábamos ¡dale!... ¡eso!... ¡toma!... La foto del campeón, que era parte de mis tesoros más íntimos y que la recorté del periódico, estaba bajo el colchón junto a las cartas de mi novio boxeador. Este escondite que creía original, resultó el sitio más absurdo para guardar algo, pues quien indaga en lo escondido, revisa primero por allí. A mí misma me pasó. Yo era una rebuscadora por excelencia. Quizás por eso me gustaba el box. Rebuscar era una actividad de knockout. De golpe me enteraba de cuanto se suponía confidencial. Descubrí, por ejemplo, que mis hermanos fumaban marihuana y que mi hermana tenía un amante escritor. Una vez hasta me armé un grifo con la hierba y le envié una nota romántica al escritor. Casi me dan la paliza del siglo. Pero ya había aprendido a ‘hacerme el quite’. La cosa no quedó ahí. Resulta que uno de mis hermanos quiso vengarse y también —era obvio— rebuscó bajo el colchón. Cuando halló los secretos, me puso en evidencia ante la familia y fue el pretexto para mofarse de mi afición boxística, aunque mamá sí quedó preocupada por las cartas y alertó a mis hermanos para que me vigilaran. Hasta me pusieron el apodo de ‘Mae Tu’, inspirados en el boxeador José Tupisa, mejor conocido como ‘Joe Tu’. Mi nombre era ideal: María Tulipán Balseca. Me dio tanto coraje que desperté al espíritu piromaníaco, hice una pira con la foto y con las cartas y esparcí las cenizas al viento. No por eso iba a olvidarme de Jaime Valladares, el ‘Chico de Oro’ que dejó en la lona a más de sesenta rivales. Menos mal que mi ídolo no quedó al descubierto. Jaime era un estratega y nunca firmaba sus cartas de amor. A la final me zafé del problema, convenciendo a mis padres de que había inventado esos escritos para las clases de redacción del colegio, y amenazando al resto de la parentela con denunciar lo de la marihuana y lo del amante, si continuaban molestándome. Debía mantener en reserva a mi boxeador. No dejar rastros. Ni mis amigas más cercanas estaban al tanto. Si se enteraban, se habrían burlado o, lo que era peor, para humillarme habrían ido con el chisme donde las monjas y mi graduación podía ponerse en riesgo. No permitirían que alguien como yo —precisamente la Estrellita de Navidad de ese año—, renunciara a acogerse, con docilidad, a lo correcto. No estaba bien que me enamorara de un boxeador. Debía ser más normal. Tener como ídolos a esos cantantes llorones, cuyos afiches se vendían en los nuevos centros comerciales y que esas mojigatas colgaban en las paredes de sus habitaciones. ¡Cómo me iba a gustar un cholo narizón! Pero a mí me fascinaba. Mi ‘Chico de Oro’ salía a hombros de las multitudes. No era un cualquiera. Ellas no tenían ni la más mínima noción del box y consideraban grotescas las peleas. Les faltaba un poco de cerebro para comprender que Valladares había nacido con alma de gladiador. A diario se probaba a sí mismo. Quería saber hasta dónde era capaz de llegar con sus puños. ¿A qué más aferrarse? No poseía bienes materiales o apellido rimbombante. En clases de religión nos explicaban que esas cosas no son importantes en la vida. Eran hipócritas. A la hora de la hora, discriminaban a las alumnas. Como había dos paralelos, en el A ubicaban a las más rubiecitas y en el B a las más negritas, aunque nunca aceptaron a ninguna realmente negra. Gracias a mi piel pálida, a mi constitución anémica y a mis rizos dorados, me habían puesto en el A. Todas se fijaban en las marcas, en la moda y en estupideces afines. Con disciplina, fui planificando el knockout definitivo para salirme de ese esquema. Por eso decidí seguir la trayectoria de Valladares y una vez me escapé al coliseo para verlo. En cinco rounds le noqueó al Toleño, al Eugenio Espinosa, que también era un gran boxeador. Moví cielo y tierra para conocer personalmente a mi héroe. La ventaja era mi apariencia, que contrastaba con ese mundo de deportistas rudos y nada de mujeres. Mi ‘Chico de Oro’ se impresionó. Fue el inicio de los rounds de mentiras, para obtener permisos de salida y bendiciones. Una vecina, muy buena gente, me acolitaba con las escapadas. A ella le debo el haberme hecho novia del Valladares. No me equivoqué. Era un gran guerrero. Él mismo me enseñó a anudar los guantes con cintas, a sujetarle los dedos pulgares y a utilizar el precintado y los vendajes. Con sumo cuidado iba yo, desde mi ternura, rodeando sus tibias muñecas y sus nudillos gruesos. Él sonreía antes de colocarse el protector dental… Poco a poco se complicaron nuestros encuentros. Un abismo parecía amenazarnos. Nos perseguía una sensación como de buitres en festín. Él casi no andaba solo. Una hueste de fanáticos lo acechaba y yo dejé de ser bien recibida en el ring. Temían que pudiera distraerlo. Para guías, instructores, entrenadores y demás sujetos que lo rodeaban, yo representaba a la típica rubia tonta, buena si decía “sí” el rato de abrir las piernas. A Dios gracias, mi Jaime era reservado y le disgustaban los comentarios. Eso es para locutores —decía—, prefiero ser como los árbitros; lo único que se les oye es: “box”, “break”, “stop”. Sin embargo, pronto me pidió que mejor ya no asomara, ni a los entrenamientos. Para que ni te miren —se justificó. Solíamos citarnos en la iglesia de El Belén porque estaba cerca de mi barrio y la misa era el mejor pretexto para escabullirme. En casa les tenía hartos con mi rebeldía y, por más ateos que confesaban ser mis hermanos, vieron con buenos ojos que me enrumbase hacia la santidad. Por fin dejaría de tramar maldades. Mamá les quería obligar a acompañarme. No se había convencido del todo de que las cartas eran un invento. Por suerte, como el ateísmo estaba de moda, mis hermanos se negaron, alegando que no se arriesgarían a que alguno de sus compinches los sorprendieran en actitud de niños buenos. De todos modos, era obligatoria la precaución: eran bastante celosos. A la larga me dejaron tranquila pues, por ser yudocas y karatecas, presumían que ningún mosca muerta se atrevería a rondarme. Por supuesto que mi ‘Chico de Oro’ no les tenía miedo. De un solo puñetazo los habría mandado al hospital. No se trataba de eso. No queríamos formalizar nuestra relación, ni involucrar a la familia. Eso vendría luego, cuando él ya se hiciera famoso, cuando el cinturón del campeonato mundial le fuera impuesto. Entonces sí que todos se quedarían calladitos y envidiosos. Él dejaría de ser un ídolo colgado en la pared. Tendríamos el suficiente dinero como para irnos adonde nos diera la gana. Por el momento, nos contentábamos con juntarnos cada mañana en el Churo de la Alameda, frente a la iglesia. Él salía a trotar y yo, supuestamente a misa. Pero no era suficiente. Así que descubrimos que todas las semanas, los martes, a las seis de la tarde, en El Belén se realizaban ceremonias dedicadas al Señor de los Remedios, un Cristo lleno de llagas y vestido con túnicas de terciopelo y lentejuelas. Se tragaron el cuento de que nos habíamos convertido en devotos de ese Señor, pero lo que hacíamos era besarnos en el Churo e imaginar la mejor manera de robar el gallo que está todavía allí, como veleta. Solo cuando tenía combates no venía. Había que entrenar más duro. Cuando era posible, nos citábamos en el Café Niza. Era incómodo. Hasta allí lo acosaban sus admiradores y sobre mí caía la maldición del anonimato. Un frío se enredaba en mis pasos al constatar la imposibilidad de pasar desapercibidos. Las aclamaciones se extendieron hasta el extranjero. Desde lugares distantes me enviaba postales vacías, como si las remitiese un fantasma. Más y más lo aplaudían. Yo estaba postergada, a la deriva. Él decía que esperara, que en poco tiempo más nos casaríamos. Debía rendir lo máximo antes de que su juventud desmayara. Después ya no hay cómo —trataba de convencerme. Hay que aguardar hasta el último asalto, solamente entonces se definen las cosas. Tiene que ser una victoria por knockout y no por puntos. Una tarde llegó nervioso y entusiasmado. Me voy a Tokio —dijo—, a disputar el título mundial de los ligeros júnior. Mi entrenador y representante ya han pactado la pelea para el 5 de octubre. Faltan unos meses todavía, pero debo entrenar como nunca y cumplir con mis peleas pendientes, para llegar a esa meta. Me alegré. ¡Al fin! Se lo merecía. Ninguno de sus contrincantes había podido conseguirlo; ni Teo Cruz, ni Jimmy Ramos, ni Sebastiao do Nascimento. Sería el primer pugilista ecuatoriano en disputar un mundial. Sin embargo, me sentí rara. Ahora, hasta el trote era con asistentes que lo resguardaban. El cronómetro se transformó en mi enemigo. Hice como si nada de él me importara. Y me refugié en los reprises de las peleas de Muhammad Ali que daban por la tele. ¡Era de verlo, derrotando a Sonny Liston en siete rounds! El día antes de irse, quedamos en toparnos en el Café Niza, pero no llegó. Por la noche llamó a disculparse. Su gente le había preparado un festejo de despedida con la presencia de muchos periodistas deportivos. Era una estrella y no podía faltar. Hasta pronto —se despidió. Hasta pronto mi ‘Chico de Oro’ —le contesté—. Espero que te vaya bien. Iré a rezarle al Señor de los Remedios. No fui. Preferí aceptar la invitación de una tía, para pasar las vacaciones de recién graduada en Esmeraldas. Allí conocí a mi segundo novio, un negro grandote que bailaba como demonio. Apenas llegué, empezó a cortejarme. Me llevó a pasear por las playas de su provincia y me conquistó. Le hablé del box, de lo apasionante de cada knockout. Él estaba al tanto de mi ídolo pero yo no mencioné que era mi prometido. Cada tarde se aparecía para tomar el café y me traía cocada esmeraldeña. Los primeros días ni caso le hice, pero la noche de la pelea de Jaime, llegó con una radio de onda corta para que escucháramos la transmisión. Me estremecí. Casi no presté atención. Me imaginaba a Jaime llegando con el título, aclamado, declarado héroe nacional. Intuí para él más combates, porque en el box siempre el futuro es la revancha. Otro vendría a arrebatarle el título y no iba a negarse. Su vida sería un duelo perpetuo… Un segundo estremecimiento, más intenso y despiadado, me sucedió cuando escuché que Hiroshi Kobayashi lo despojaba del cinturón. Fue horrible. Jaime disimularía su angustia. Incluso le pasaría por la mente retirarse, porque los años pesan. Pero, debía ser el más grande del mundo o no tendría cara para verme. No habría final feliz para los dos. Presentí que no me llamaría. ¿Para qué? Lo que se promete se cumple y a veces las oportunidades se desvanecen. Hasta ahí llegaba con los puños. Ahora, la decadencia le hacía señas. Treinta años son muchos para un boxeador. La contrincante que quedaba era yo. ¿Debía serle fiel?... Me acordé de Muhammad Ali. Solo él era capaz de aceptar duras revanchas y ganar a Sonny por KO, con ese golpe de “la mano fantasma” que le propinó en el primer asalto. Lo nuestro había terminado. Esa noche me fui a lidiar mi propio round y perdí mi virginidad con el negro Darwin. Así, yo tampoco tendría cara para ver a mi ‘Chico de Oro’ y quedábamos empates. Contrariamente a lo que había supuesto, el ‘Chico de Oro’ sí llamó. Me hice la desentendida y por más que insistió, lo dejé colgado. Para entonces, a Muhammad Ali, a mi campeón mundial de los pesos pesados, los gringos bestias le arrebataban el título por haberse negado a ir a la guerra de Vietnam. Eran también los tiempos de las protestas, de las flores y el símbolo de la paz. Opté por volverme hippie pero no perdí mi afición al box; al contrario, hasta tenía apuntados los versos que improvisaba Alí para indicar en qué round noquearía a su oponente. Para olvidar a Jaime dejé de estar pendiente de las noticias del boxeo. Me contentaba con ver en la tele las peleas internacionales y entonces soñaba, como cuando era niña, que estaba viendo a mi Jaime. Hasta lloré por él esa ocasión en que Ali entró al ring repitiendo: “Soy el más grande, soy el más bello”, pero Joe Frazier le ganó por puntos, luego de quince magníficos asaltos. Creo que los jueces le tenían envidia a Ali. Ninguno soportaba cuando recitaba: “Soy joven, hermoso, rápido y nadie me puede vencer”. Palabras que mi ‘Chico de Oro’ había inventado primero pero que, por no ser aún tan famoso, las pronunciaba en silencio, para que nadie creyera que eran copiadas. Con el transcurso del tiempo, alguna que otra ocasión rebusqué en las páginas deportivas de los diarios para comprobar si su nombre o foto constaban, pero nunca más aparecieron… hasta ayer. ‘El Chico de Oro falleció’, contaba una nota y había una fotografía de él, de sus épocas de gloria, con su nariz achatada y sus cejas pobladas; las manos enguantadas agarraban con firmeza una de las cuerdas del cuadrilátero. ¿Por qué no rezaste por mí?, le escuché desde alguna parte. La reseña indicaba que el gong definitivo lo había sorprendido el domingo, mientras dormía en su humilde aposento en el barrio El Panecillo, al sur de Quito. Lo descubrieron unos vecinos, extrañados de que durante tres días no hubiera salido a trotar, como lo hacía en forma habitual por las mañanas. Una capilla ardiente se levantó en el Teatro Quitumbe de la Concentración Deportiva de Pichincha. Me fui al velorio. Allí me enteré de que en los últimos años le había hecho el quite al hambre y a la miseria, gracias a trabajos ocasionales o entrenando a jóvenes boxeadores. No me quedé mucho rato. Preferí acudir ante el Señor de los Remedios, para pagar mi deuda y hacer el rezo que una vez prometí. Al llegar, una misa había comenzado. Me sorprendí cuando, en el momento de las plegarias, el cura pidió “por el alma de Jaime Valladares”. Era un gran devoto del Señor de los Remedios —dijo—, todos los días venía, muy temprano en la mañana. Sentí el mismo estremecimiento intenso y despiadado que esa vez cuando perdió en Tokio. De un salto corrí a buscarlo en el Churo de la Alameda, por si acaso estuviera todavía allí, listo para el momento cumbre del knockout.