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El blues profundo de Cesare Pavese

Imagen: Tulio Pericolli. Tomada de la página http://bibliocolors.blogspot.com/2013/08/literatura-i-art-caricatures.html.
Imagen: Tulio Pericolli. Tomada de la página http://bibliocolors.blogspot.com/2013/08/literatura-i-art-caricatures.html.
08 de junio de 2015 - 00:00 - Freddy Russo, Musicólogo ecuatoriano

La vida de Pavese (1908-1950) fue como un pedazo de música medieval en constante pugna con la inarmónica melodía de su siglo. El concierto de laúd y sus poemas descendieron con suave firmeza de las verdes laderas y prados del Piamonte italiano. Música pura, néctar salvaje, mensaje no corrupto que acabaría por metamorfosearse con las calles y el aire contaminadamente gris de Turín, en la década de los treinta.

Cuando el amanecer de su vida aún no había alcanzado a iluminar las verdes viñas de su campo piamontés, ya comenzó cronológicamente la insatisfacción vital, la obsesión por la idea del suicidio. El suspiro de Pavese, deseoso de fundirse con una muerte individualmente deseada, será uno de los signos constantes que abofetean con crueldad sus escritos. Esta especie de mitificación lírica del apocalipsis autoprovocado irrumpe como enorme cascada de sangre, de llanto y espuma, el largo de su historia.

Pavese fue un poeta y escritor descaradamente marginado por determinados patriarcas de la cultura italiana de su época, pues lo consideraban un escritor maldito, por el hecho de haber mostrado con diabólica exactitud una división semióticamente inercial con la realidad, por haber vomitado su olorosa bilis de desprecio y odio sobre las ciencias del todo-está-bien; por haber sido un escritor salvaje entre una literatura domesticada.

Su soledad

Su diario personal, publicado como El oficio de vivir (1935-1950), parece un verdadero reloj de arena que da cuenta de su luminosa capacidad creadora.  Esta ‘obra’ constituye el fiel reflejo de la enorme trascendencia filosófica del pensamiento atormentado de Pavese, el metrónomo que pondría música a una infinita cascada de dolor. Es como un fugitivo allegro de su ‘Sinfonía Maldita’.

Su soledad era como una compañera de vida. Lo afirmaba una y otra vez como único medio de sentirse él mismo. De cuando en cuando, como un impulso bestial, le arrancaba a la historia algunos miembros de su cuerpo para enriquecer su poesía, su blues: Leopardi, Baudelaire, Dante, Shakespeare y Walt Whitman. Estos grandes le producían una fuerza motriz para colorear con infinitos sonidos su mudo universo de gritos y lamentos.

Un poeta atormentado

El poeta estaba en el mundo pero era independiente de él, al mismo tiempo. Era un confidente clandestino de su soledad. Su mundo realmente era otro, lejano de este. “Los hombres —decía Pavese— dejan de ser hombres para convertirse en víctimas de su propio destino”. El único refugio para Pavese lo constituye la descripción del paisaje, cuya presencia obsesiva y codificadora en su escritura es uno de sus rasgos más notables.

Difícil es entender a Pavese, aún más, triste. “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Su obra es un perpetuo gozar en la miseria y la impotencia: “el hombre que eyacula demasiado rápido haría mejor en no haber nacido. Es un defecto por el que vale la pena matarse”. Abrupto es penetrar en el centro de un hombre que afirma que si llorar es irracional, sufrir es igual: “La compensación de haber sufrido tanto consiste en que luego nos morimos como perros”.

Sus versos, siempre en busca de la simbiosis ideal imagen-relato, poseen todas las características de la poesía realista, cuestión que acentúa sobremanera la perpetua crisis tanto creativa como amorosa por la que atraviesa. “A nadie le falta una buena razón para matarse”.

El oficio de vivir, considero, es la obra más importante para entender el meollo de su pensamiento poético, musical y narrativo. Allí encontramos planteamientos fundamentales de su concepción poética: “la falsedad de la poesía —dice— consiste en que sus hechos ocurren en un tiempo distinto al real”. Por un lado, tenemos el problema estético del poeta y su época que nos transporta a la unidad interna de su obra. Y por otro, el poeta turinés afirma que la poesía es, sobre todo, un relato de imágenes antes que un juego de palabras esclavizadas a un núcleo primitivo de importancia ética y rítmica.

El suicidado de la sociedad

La obsesión por el suicidio es, si puede decirse, el hilo conductor de su poética. Desde el 15 de enero de 1938 escribe en su diario: “La dificultad de suicidarse reside en esto: es un acto de ambición que solamente se puede cometer cuando hemos superado toda ambición”. Nadie se mata solo, sino que contribuyen todos y cada uno de los miembros que componen la sociedad del suicida. La ejecución real iba tomando cuerpo en la medida que la vida de Pavese avanzaba hacia la mitad del siglo. El 1 de enero de 1946, a modo de análisis del año que pasó, dice: “Este año has rozado dos veces el suicidio. Todos te admiran, te cumplimentan, te hacen la corte. ¿Y bien...?”.

La trayectoria como de blues de Pavese parece acelerar su destino con la definitiva soledad que invade sus últimos años. Al final de su diario se muestra ya hiriente y provocador entre las líneas, “mientras la persona intenta asirse desesperadamente a lo poco de felicidad que le reporta la vida”. 

Con la llegada de 1950, Pavese presiente que está a punto de dar forma a la obra cumbre de su pensamiento, es más, parece que ha conocido a fondo la delicia de perder la práctica de la vida y de la muerte. El 1 de enero de 1950 escribe: “La idea del suicidio es una protesta de vida. Nada de muerte... no querer morir nunca”.

Pavese, como si eligiera justo el año que partía en dos al siglo, se propone clavar una bandera de dolor en el epicentro de su tiempo. ¿Ironía suprema y trágica? ¿Burla equinoccial a medianoche? El poeta consigue poner fin a su vida con la última frase de su diario, el 18 de agosto de 1950: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”.

A modo de epílogo, diremos que, triturado por la dialéctica de una forma estética contra un fondo realista, Pavese construyó su obra sobre su propia destrucción, y su cadáver exquisito envuelto en la irresistible fascinación del suicidio, impregnó con su aroma inconfundible la poesía italiana de los años sesenta del siglo pasado.

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